8. El Eclesiástico.
Los que con nuestro autor ven
la reintegración de las doce tribus, para formar un solo reino, en la
restauración histórica de Israel, a la vuelta del destierro babilónico, tienen
que habérselas con el autor del Eclesiástico que, escribiendo mucho después de
esa vuelta, no da por hecha esa integración pues la pide y espera, cabalmente
para salvar la veracidad de los profetas.
Dice así con alusión perenne a las profecías messianas:
“Renueva los prodigios, y haz nuevas
maravillas. Glorifica tu mano, y tu brazo derecho. Despierta la cólera, y
derrama la ira. Destruye al adversario, y abate al enemigo. Acelera el tiempo,
no te olvides del fin; para que sean celebradas tus maravillas. Devorados sean
por el fuego de la ira aquellos que escapan; y hallen su perdición los que
tanto maltratan a tu pueblo. Quebranta las cabezas de los príncipes enemigos,
los cuales dicen: “No hay otro fuera de nosotros.” Reúne todas las tribus de
Jacob; para que conozcan que no hay más Dios que Tú, y publiquen tu grandeza, y
sean herencia tuya, como lo fueron desde el principio. Apiádate de tu pueblo
que lleva tu nombre, y de Israel
a quien has tratado como a primogénito tuyo. Apiádate de Jerusalén, ciudad que
has santificado, ciudad de tu reposo. Llena a Sión de tus palabras inefables, y
a tu pueblo de tu gloria. Declárate a favor de aquellos que desde el principio
son creaturas tuyas y verifica las predicciones que anunciaron en tu nombre los
antiguos profetas. Remunera a los que esperan en Ti, para que se vea la
veracidad de tus profetas; y oye las oraciones de tus siervos, según la
bendición que dio Aarón a tu pueblo, y enderézanos por el sendero de la
justicia. Sepan los moradores todos de la tierra, que Tú eres el Dios que
dispone los siglos” (Ecl. XXXVI, 6-19).
Estas promesas no se les
cumplieron, pues, a la vuelta del cautiverio babilónico, ni aun con la
institución de la teocracia por Esdras y Nehemías, que conocía bien el
Sirácida. Tampoco logra llenar ese vacío la era de los Macabeos, pues por lo
efímera, precaria y extraña a la dinastía davídica, no viene a realizar nada de
aquello en que más insisten los profetas. ¿Será la edad del Evangelio en lo que
llevamos de cristianismo histórico? Tampoco, porque en este lapso de tiempo,
los judíos, lejos de ocupar un puesto distinguido en el reino messiano -del judío, primeramente
y también del griego—, viven bajo el signo de la exclusión en masa, y
han venido a sustituirles los gentiles (Mt. VIII, 11 s. etc.) sustitución temporal,
es cierto, (Rom. XI, 25), pero verdadera, y mientras ella dure, e Israel viva
en la dispersión secular. “Sin sacrificio, sin massebah, sin efod y sin terafines” (Os.
III, 4), queda suspendido para ellos el cumplimiento de esas magníficas
profecías, que no son condicionales, como quiere la euforia alegorista, sino
absolutas, porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables (Rom.
XI, 29).
Si
se quiere salvar el honor de los profetas— para que se vea la veracidad de tus profetas —es preciso aplazar su
cumplimiento a tiempos mejores, cuando se haya aplacado la ira del Señor—así
comúnmente los profetas— que pesa aún sobre ese pueblo.
9. El mensaje evangélico.
La
misma perspectiva en el N.T., aun cuando la Iglesia estaba en marcha y
extendida ya por todas partes.
Los Apóstoles, siguiendo las
indicaciones del Maestro y la sugestión del Espíritu Santo, siguen esperando y
hablando del porvenir de este mundo subceleste lo mismo que los profetas de
Israel, cuyas palabras recogen a menudo, y mientras los judíos convertidos
se impacientan cada vez más, al no ver cumplidas las divinas promesas en la
Iglesia, ni el Maestro a sus discípulos, ni los Apóstoles a los fieles
titubeantes, responden nada que se parezca, ni de lejos, a la euforia
alegorista: Ahí lo tenéis todo cumplido, y aún con creces en los bienes espirituales
de la nueva economía; en este suelo no hay más que esperar. No, sino con una
gran ponderación, y sin desvirtuar en un ápice cuanto estaba escrito (Mt. V, 17
s.), no se cansan de exhortar a la ὑπομονῆ, que es la expectación paciente y
vigilante, para obtener algún día las promesas: En efecto, tenéis
necesidad de paciencia, a fin de que después de cumplir la voluntad de Dios
obtengáis lo prometido (Heb.
X, 36; cf. Rom. XV, 4). Ese es el clima de los
discursos escatológicos del Señor y de todos los escritos apostólicos.
Preguntan
los discípulos: Señor, ¿es éste el tiempo en que restableces
el reino para Israel? (Hech. I, 6).
Respóndeles el Señor: No os corresponde conocer tiempos y
ocasiones que el Padre ha fijado con su propia autoridad, etc. (Hech. I, 7). La Sagrada Escritura es muy
explícita acerca de la futuridad de la anunciada restauración (Hech. III, 21) y
de su promotor providencial (Mt. XVII, 11; Mc. IX, 11; cf. Ap. VII = Is. XLIX;
Ecl. XLVIII, 10).
El Padre se ha reservado el
tiempo y la oportunidad de realizar esa restauración, tiempo que nadie puede conocer,
como ya había dicho otra vez el Maestro (Mt. XXIV, 36 y par.), pero que no es
ciertamente el presente, contra lo que opinaban los judíos y los discípulos del
Señor antes de ser iluminados, y con ellos los alegoristas, que contra la formal
protesta del Señor (Mt. X, 34, y par.), lo ven ya todo cumplido en la Iglesia.
Es
una manera de intemperancia que es preciso refrenar. Tened calma, que todo
llegará a su tiempo: tenéis necesidad de paciencia.