En
definitiva, Nuestro Señor ha sido constituido heredero de todo lo creado y sólo
resta esperar el decreto de su Padre por el cual se le dé poder sobre todas las
naciones, según aquello de Sal. II, 8:
“Pídeme y te daré las naciones por tu herencia y
por tu posesión los confines de la tierra”.
Y
dado que, como nos dice San Pablo:
“Al presente, empero, no vemos todavía sujetas a Él
todas las cosas” (Heb II, 8)
Sin
embargo, cuando llegue ese día, entonces Jesucristo asociará a Sí a todos
aquellos hermanos suyos (Rom. VIII) que se hayan hecho acreedores de
todas las promesas que leemos en las siete Iglesias.
Todo
esto está explicado magistralmente por el mismo Lacunza cuando dice[1]:
“… dije en primer lugar, porque también sabemos con
la misma certidumbre, que juntamente con el Primogénito, “y por Él, con Él y
en Él”, están llamados a la herencia, como coherederos suyos, todos sus hermanos
menores, los cuales muchos días ha, que se llaman y convidan con las mayores
instancias; muchos días ha que se buscan por todas partes, y entre todas las
gentes, tribus, y lenguas, para que quieran admitir la dignidad de hijos de
Dios, y tener parte en la herencia de que habla el mismo Testamento nuevo y
eterno; pidiéndoles de su parte solamente dos condiciones indispensables,
que son fe y justicia; esto es, que crean en verdad a su Dios, y sigan sin
temor alguno, obedezcan, imiten, amen, y se conformen todo lo posible con la
imagen viva del mismo Dios, que es su propio Hijo: “Porque los que conoció en
su presciencia, a estos también predestinó, para ser hechos conformes a la
imagen de su Hijo... Y si hijos también herederos, herederos verdaderamente de
Dios, y coherederos de Cristo...” (Rom. VIII)”.
Hasta
aquí las palabras de Lacunza, el cual nos da una pista para responder la última
cuestión que tenemos que resolver y es la siguiente: ¿quiénes son, en concreto,
los vencedores? La respuesta está en el mismo Texto: los vencedores no
son otros más que los Santos, ellos son los que van a tomar parte en la
resurrección primera, de ellos se está formando actualmente la Jerusalén
Celeste, como lo dice el mismo San Juan:
“Regocijémonos
y exultemos y le daremos la gloria, porque ha llegado la boda del Cordero y su
mujer se ha preparado. Y se le dio vestirse de lino fino, resplandeciente,
puro; en efecto, el lino fino, las justicias de los santos son”. Y díceme:
“Escribe: Bienaventurados los al banquete de las bodas del Cordero llamados” (XIX, 7-9)
Y
luego:
“Bienaventurado
y santo el que tiene parte en la resurrección, la primera” (XX, 6).
Y
que estos Santos no van a ser exclusivamente los mártires, parece darlo a
entender el Texto cuando dice en XX, 4:
“Y ví tronos y se sentaron sobre ellos y
juicio se les dio, y (vi) las almas
de los que habían sido decapitados a causa de “el Testimonio de Jesús” y a
causa de “la Palabra de Dios”, y los que no adoraron a la Bestia ni a su
imagen y no recibieron la marca sobre su frente y sobre su diestra; y
vivieron y reinaron con el Cristo mil años”.
Como ya señalamos en otro lugar (ver ACA),
estos que no adoran a la Bestia ni a su imagen son los 144.000 sellados de los
que habla el cap. XIV, que no fueron muertos por la Bestia, es decir, serían
los representantes (por decirlo de alguna manera) de los confesores, ya que han
de ir directo a la Jerusalén Celeste en cuerpo y alma sin pasar por la muerte:
ver I. Cor. XV, 51-53 y I Tes. IV, 17.
Todo
lo cual se confirma también por otros pasajes de la Escritura como así también
por la tradición:
Sab. III, 7-8: “Brillarán los justos y discurrirán
como centellas por un cañaveral. Juzgarán a las naciones y dominarán a los
pueblos. El Señor reinará sobre ellos eternamente”.
Dan. VII, 22: “… hasta que vino el Anciano de días y el juicio
fue dado a los santos del Altísimo y llegó el tiempo en que los santos tomaron
posesión del reino”.
Zac. XIV, 5: “… y vendrá Yahvé, mi Dios, y con Él todos los
santos”.
I Cor. VI, 2-3: “¿No sabéis acaso que los santos juzgarán al
mundo? Y si por vosotros el mundo ha de ser juzgado, ¿sois acaso indignos
de juzgar las cosas más pequeñas? ¿No sabéis que juzgaremos a ángeles?...”
Jud., 14-15: “… de ellos profetizó ya Enoc, el séptimo
desde Adán, diciendo: “He aquí que ha venido el Señor con las
miríadas de sus santos, a hacer juicio contra todos y redargüir a todos los
impíos…”.
Didajé (siglo I): “… y entonces aparecerán las señales de
la verdad: primero la señal del cielo abierto, luego la señal de las trompetas,
y, tercero, la resurrección de los muertos; mas no de todos sino, según está
dicho: vendrá el Señor y todos los Santos con Él. Entonces verá el mundo al
Señor viniendo sobre las nubes del cielo”. (Ench. Patristicum 10).
Y que
resume agudísimamente el genial exégeta chileno cuando nos dice”[2]:
“De estos últimos, “los que han crucificado la carne
con las pasiones y las concupiscencias” (Gal. V, 24) y de los
“interfectos” que padecieron muerte violenta, “a causa del testimonio de Jesús
y a causa de la Palabra de Dios”, habla el mismo Señor en el sermón del
monte en la primera y octava bienaventuranza: “Bienaventurados los
pobres en el espíritu, porque a ellos pertenece el reino de los cielos… bienaventurados
los perseguidos por causa de la justicia, porque a ellos pertenece el reino de
los cielos” (Mat. V, 3.10); los primeros son evidentemente los
humildes de corazón, los cuales, crucificados con el mundo y el mundo con ellos
(Gal. VI, 14), viven una vida inocente y pura, observan puntualísimamente los
preceptos de Dios, en nada se conforman con las máximas del mundo, antes
reprueban y contradicen con sus obras todo cuanto el mundo ama y abraza, deseando
conformarse enteramente con la imagen viva del mismo Dios, que es su único Hijo
Jesucristo, a quien aman intensamente, y por quien suspiran noche y día.
Los
segundos son propiamente los que llamamos mártires o testigos: sea este martirio
o testimonio de Cristo y de la justicia con efusión efectiva de sangre o
pérdida efectiva de su vida o no lo sea. Esta circunstancia parece puramente
accidental y tal la ha considerado siempre la Iglesia con suma razón pues el
derramar efectivamente la sangre o morir efectivamente por Cristo o por la
justicia, no está ciertamente en manos del mártir, sino en manos del tirano y
el honor del martirio se debe buscar, no tanto en la mala voluntad del
perseguidor, cuanto en la buena voluntad del perseguido, que a todo se ofrece
por amor de Cristo y de la justicia.
De estas dos clases de santos dice el Señor no
simplemente que entrarán en la vida o en el reino de los cielos, sino que el
reino de los cielos será suyo. ¿Qué significa esta expresión tan singular? ¡O
Cristófilo amigo! ¿No veis aquí la diferencia? ¿No veis aquí clarísimamente la
activa y pasiva? ¿Será lo mismo entrar yo en un reino y establecerme en él,
que ser mío este reino donde entro y donde se me permite establecerme por pura
misericordia? ¿No veis aquí al rey supremo con su corte, con su curia, con sus
conjueces, con sus co-reinantes, que tienen parte en el Señorío, en la
dominación, en el gobierno, en el imperio y potestad, etc., y a los que deben
obedecer a este imperio y ser mandados y gobernados? ¿Queréis que no haya
jerarquía en el reino de Cristo? ¿Queréis que no haya un orden legítimo,
estable y permanente de la suprema cabeza (que es Cristo Jesús) a sus conjueces
y co-reinantes, de estos a otros inferiores y de estos a los ínfimos de su
reino, que serán ciertamente los más? ¿No admiten ahora todos los teólogos
esta jerarquía o este orden, aun entre los ángeles bienaventurados, que ven
siempre la faz del Padre (Mat. XVIII, 10)?
Por aquí podemos llegar a conocer (entrando al menos
en vehementísimas sospechas) si es o no verdadera, pasable o tolerable aquella
idea vulgar de que en el cielo o en el reino de Dios todos serán reyes. ¿Todos
serán reyes? Luego ninguno lo será ni podrá ser, ¿Todos serán reyes? Luego
todos querrán mandar y ninguno obedecer, luego todos serán superiores y ninguno
inferior, luego en el reino de los cielos no podrá haber orden alguno, sed
sempiternus horror, no podrá haber conformidad, ni paz, sino guerra y
discordia. Diréis, amigo, que la idea vulgar, que en el reino de Dios, o
en el cielo empíreo, todos serán reyes, no se debe entender en un sentido
tan estrecho y riguroso que excluya todo orden y jerarquía; sino en un sentido
latísimo, en cuanto todos los que entraren en este reino (sean los que fueren)
serán eternamente felices, tomando como prestada esta idea de felicidad, del
honor y gloria de que gozan o han gozado en otro tiempo los reyes o soberanos
de la tierra. Mas, aún con esta limitación (no despreciable) la idea general
parece puramente vulgar, parece poco justa, poco fundada, visiblemente falsa y
también infinitamente perjudicial. Digo perjudicial, porque favorece casi insensiblemente
todas nuestras pasiones y por tanto sólo parece buena para formar cristianos de
nombre, esto es, sensuales, vanos, mundanos, inútiles y algo más (y mucho más
que algo, según nos lo muestra la experiencia cotidiana). Para formar, digo,
Cristianos que no aspirando a otra cosa que entrar en el cielo (sea esto como
fuere) pasan toda su vida sirviendo al mundo y a sus pasiones y no obstante
esperan entrar en la vida por tal cual práctica externa y débilísima con
peligro cierto o casi cierto de perderlo todo; hoc
Christus non docuit.
No se niega por esto (ni puede negarse, porque es
certísimo y de fe divina) que todos los fieles cristianos que observaren los
preceptos de Dios o a lo menos hicieren verdadera penitencia de sus pecados,
aunque esto sea a la hora de la muerte entrarán aliquando, a la vida
eterna o al reino de Dios. Mas se puede muy bien negar y aún se debe negar,
que los que de esta suerte apenas entraron en la vida o en el reino de Dios
sean o puedan ser en este reino reyes o co-reinantes con Cristo; se puede y
debe negar que puedan tener parte alguna en la primera resurrección y por
consiguiente en la santa y celestial Jerusalén, “que desciende del cielo de
parte de Dios” (Apoc XXI, 2). Esta santa ciudad se debe componer únicamente de
santos de insigne santidad “qui sunt Christi… qui
dormierunt per Jesum... qui carnem suam crucifixerunt cum vitiis et
concupiscentiis”, que padecieron persecución por la justicia y resistieron
constantemente “usque ad sanguinem”, sino en efecto, a lo menos en afecto,
“quibus dignus non erat mundos, etc”. No debe componerse de personas tibias y
frías que apenas entraron en la vida por misericordia, sin llevar de aquí otra
cosa que un poco de fe casi enteramente sine operibus”[3].
¡Aquí
tienes, amice lector, una hermosa razón para ser miembro de la
Iglesia Católica y para aspirar al máximo a la santidad!
Vale!
[1] Fenómeno VIII,
Párrafo VI.
[2] III
Parte, cap. VII, sexta observación.
[3] Todo esto se puede
corroborar también por la interesante variante que propone Zerwick en su
“Analysis Philologica Novi Testamenti Graeci”, Roma, 1953 al Cap.
II, vers. 26 donde, en lugar de leer:
“Y al que venciere y al que guardare hasta el fin
mis obras, le daré autoridad sobre las naciones”
Dice que el segundo καὶ (y) debe traducirse como “esto es”, con lo cual la frase quedaría:
“Y al que venciere, esto es, el que guardare hasta
el fin mis obras, le daré autoridad sobre las naciones”
Siendo este un ejemplo más de la figura literaria llamada hendíadys que se
vé en las Escrituras en varias oportunidades.