Mons. E. Guerry |
I
OPORTUNIDAD
DE LA DEVOCIÓN AL PADRE
Esas razones las
encontramos, ora en la vida de la Iglesia, ora fuera de ella.
1) En la vida de la
Iglesia.
Jesucristo es el camino
que conduce al Padre. Era menester que fuese conocido primero.
Todos los rasgos de la
fisonomía de Cristo están sin duda fijados por la Revelación. Pero se ha
necesitado la larga serie de los siglos trascurridos desde los comienzos del
cristianismo para que se propusiesen a la contemplación de las almas
cristianas, en harmoniosa síntesis, los tesoros de sabiduría y de ciencia que
estaban encerrados en el Verbo encarnado, sin que aun así puedan pretender
llegar a conocer la plenitud de santidad de la Humanidad del Salvador.
Las herejías de los
primeros siglos dieron ocasión a la Iglesia para mejor estudiar y conocer las
perfecciones del Hombre-Dios, al definir los dogmas de la Encarnación, de la
Redención, de la Trinidad.
Por otra parte, en su
Liturgia ofrecía a la adoración de los fieles todos los misterios de la vida de
Jesús, haciéndoselos recordar en su ciclo anual, para hacerlos revivir íntimamente,
por el pensamiento y los afectos, las diversas fases de la existencia humana
del Salvador, desde el Adviento y la Natividad, hasta la Resurrección y
Pentecostés.
Notémoslo de paso: Por
la fiesta de la Santísima Trinidad, la Iglesia honra con un mismo culto a las
Tres divinas Personas y se ha abstenido de autorizar alguna fiesta que tenga
por objeto honrar la naturaleza divina considerada en una sola de las Personas;
del mismo modo tampoco ha instituido una fiesta para celebrar las
manifestaciones de la bondad del Padre para con nosotros.
La liturgia está orientada
a la celebración de los misterios de Cristo Jesús. Mas no puede dejar de
notarse que las dos fiestas litúrgicas más recientes, la del Sacratísimo
Corazón de Jesús y la de Nuestro Señor Jesucristo Rey, coronamiento grandioso
de los impulsos del pueblo cristiano para honrar el amor y la omnipotencia del
Salvador del mundo, constituyen una invitación a considerar la devoción al
Padre como un elemento fundamental de la piedad cristiana, que entra
lógicamente en la gran corriente de la liturgia católica. Al esforzarse en
auscultar, con gran respeto y delicadeza, los latidos del Corazón de Jesús,
procurando encontrar en lo más hondo el motivo que regla el ritmo de su amor,
la teología descubre emocionada, en el centro de ese Corazón y dominándolo por
completo, el amor de Jesús por su Padre, a la vez que comienza a comprender
mejor que las ternuras y misericordias del Sagrado Corazón para con los hombres
son la manifestación de las ternuras infinitas y de las misericordiosas
bondades del Padre.
Jesús había dicho a
Felipe: "Quien me ve a Mí, ve a mi Padre". Pues bien, ¡el Sagrado
Corazón es la revelación del Corazón invisible del Padre!
Por otra parte, Jesús
posee como hombre la realeza y la ejerce sobre las almas y las sociedades,
porque es el Hijo Unigénito del Padre. La proclamación de la realeza de Cristo
Jesús prepara el reinado del Padre, ese acontecimiento que Jesús nos enseñó Él
mismo a pedir como gracia suprema en la oración, que tan a menudo pronuncian
nuestros labios: "Padre nuestro... venga Tu reino". Nos lo explica el
Apóstol San Pablo diciéndonos que la realeza de Cristo debe hallar su
consumación en la entrega al Padre por el Hijo, del género humano conquistado y
reconstituído en un solo Cuerpo, el Cuerpo místico[1].
¡Cómo no ver que la
devoción al Padre es la realidad magnífica que hace efectiva en el culto
cristiano la palabra de Jesús a la Samaritana! "La hora está cerca y ya es
llegada en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en
verdad: tales son los adoradores que el Padre busca" (Juan IV, 23).
Ahora bien, al profundizar
en nuestros días ciertas verdades contenidas en la Sagrada Escritura y otros
instrumentos de la Tradición, la teología ha sido conducida a un mayor
conocimiento de la adorable Persona del Padre. Para no citar sino algunos
ejemplos, entresacados de los trabajos teológicos de los últimos años, vemos
que ha colocado en el primer plan de sus indagaciones la doctrina del Cuerpo
Místico, cuyos puntos de contacto con el culto al Padre, acabamos de señalar.
Al estudiar el Santo Sacrificio de la Misa, ha puesto en plena luz el valor
capital de la oblación que se hace al Padre de la Víctima inmolada y
glorificada. Al analizar la naturaleza de la gracia santificante, gracia de
adopción filial, ha sido conducida a poner más y más de manifiesto el Amor
infinito del Padre.
Las obras de Don
Columba Marmion, que han atraído tantas almas a la luz de la verdad y
práctica del bien, están dominadas por este pensamiento, como lo vemos de un
modo especial en "Cristo, vida del alma".
Por lo demás, si
dirigimos la mirada hacia la espiritualidad que encuentra mayor resonancia
entre las almas de nuestro tiempo, hemos de reconocer que la doctrina de la
infancia espiritual, vivida por la Santa del Carmelo y sancionada por la
autoridad suprema de los Soberanos Pontífices, postula lógicamente, corno
fundamento, la doctrina de la paternidad divina.
Ser niño presupone tener
padre. Cuando se trata de imitar al niño, se habla en sentido filial; se trata
de reproducir su simplicidad llena de confianza con la cual nos exhorta Santa
Teresa del Niño Jesús a arrojarnos en los brazos de nuestro Padre Celestial.
Parece como que el Divino
Espíritu haya querido, por la rápida difusión de esta doctrina de la infancia
espiritual, preparar las almas para volver a encontrar, con la devoción al
Padre, la gran verdad del Evangelio.
2) Fuera de la Iglesia.
A la hora en que el
laicismo oficial produce espantosos estragos en las almas dejándolas desarmadas
frente a las luchas de la existencia, sin apoyo, sin sostén, sin esperanza,
puesto que llega hasta suprimir la creencia en la existencia de Dios, ¡cuán
oportuna parece ser la doctrina que revela a los hombres, que tienen en los
Cielos un Padre que los ama y extiende a todo instante sobre sus vidas la
protección de su providencia infinitamente buena!
El laicismo ha encontrado
su término lógico en el movimiento de los sin Dios. ¡Mas con qué tristeza se
recorre con el pensamiento las etapas, que han venido conduciendo nuestra época
a tan mortíferas teorías! Desde el Dios severo y terrible de los jansenistas al
Dios abstracto y lejano de los filósofos, desde el Ser Supremo de la Revolución
Francesa, al Dios distante e impersonal, axioma puro, ante el cual se postraba
el siglo XIX, es fácil seguir la curva de una serie de aberraciones desoladoras
para las almas.
¡Fué, empero, un Dios vivo
el que reveló Jesús! "Como mi Padre está vivo", dice, "y yo vivo
por medio del Padre" (Juan VI, 57). Es un Dios esencialmente Padre y que,
de pura misericordia, quiso adoptar nuevos hijos por medio del Unigénito.
Para remontar la corriente
que arrastra las almas lejos de Dios y las desvía de Él, hay que ir a la fuente
purísima de la doctrina evangélica y mostrar desde allí al mundo el verdadero
rostro del Padre.
Por lo demás, no sólo en
el terreno estrictamente religioso aparece soberanamente oportuna esta
doctrina. La cuestión social sigue siendo planteada y hasta con creciente
gravedad. Hay barreras levantadas entre las clases. El odio ha invadido los
corazones. En vano buscan los economistas remedios para esta situación. Al lado
de las soluciones de orden económico, el Soberano Pontífice señaló el remedio
salvador y dijo que "una verdadera colaboración de todos en pro del
bien común no se establecerá sino cuando los hombres tengan la íntima
convicción de ser los miembros de una gran familia e hijos todos de un mismo
Padre Celestial, y de formar en Cristo un solo Cuerpo cuyos miembros son, unos
de otros, de tal suerte que si el uno sufre, todos sufren en él" (Pío
XI, Encíclica Quadragessimo Anno, 15 de mayo de 1931).
Por último, en contraste
con la desconfianza con que se miran los pueblos unos a otros y en contraste
también con los nacionalismos exacerbados, mientras la Sociedad de las Naciones
busca penosamente los medios de apartar las causas de guerra y solventar los
conflictos por el arbitraje[2], se puede prever ¡cuán
grandes progresos habrá de realizar el establecimiento de la paz, cuando la
doctrina de la paternidad divina se haya extendido por doquiera, y por encima
de las fronteras legítimas de los pueblos, las almas se sientan unidas en el
amor de un mismo Padre!
[1] I
Corintios XV, 24, 25, 28:
"Después el fin, cuando Él entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya
derribado todo principado y toda potestad y toda virtud. Porque es necesario
que Él reine hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies… Y
cuando le hayan sido sometidas todas las cosas, entonces el mismo Hijo también
se someterá al que le sometió todas las cosas para que Dios sea todo en
todo".
[2] El autor escribía esto en diciembre de 1935.