La gran reforma del siglo XI.
Pero
llegó un momento en el que este estado de cosas se vio sujeto a profunda decadencia.
El
elemento imperfecto, debido a la natural proclividad de lo humano, se inclinó hacia
los más deplorables relajamientos.
Las guerras que habían devastado a Europa durante los siglos IX y X y, por
encima de todo, el debilitamiento de la autoridad de la Santa Sede, secuela del
triste estado en que Dios había permitido que cayera la misma Iglesia romana en
los últimos años de aquel doloroso período, todo ello contribuyó a fomentar el
desorden.
La
tiranía de los príncipes invadió y corrompió con la simonía las grandes sedes
episcopales, con lo cual se relajaron todos los vínculos de la disciplina y la
jerarquía se halló sin fuerza.
Entonces se vio al clero de los campos, privado de los auxilios de la
vida común, entregarse generalmente al desorden; y el mal no tardó en invadir
las grandes Iglesias por la connivencia o la negligencia de los primeros pastores.
Mas,
como la piscina del evangelio, que, agitada por el ángel a determinados tiempos,
recobraba la virtud de curar a los inválidos (cf. Jn V, 4) así la Iglesia,
piscina misteriosa destinada a curar a la humanidad de sus grandes achaques, se
nos muestra en la historia como recibiendo igualmente en momentos
providenciales nuevos movimientos del Espíritu Santo; y cuando parece haberse
agotado su virtud, se renueva de repente por la santidad y las obras de los
grandes siervos de Dios.
Esto
se vio en el siglo XI.
De repente suscita Dios los grandes Pontífices San León IX (1048-1054) y
San Gregorio VIII (1073-1085), y con ellos comienza la reforma.
Los reformadores salen del orden monástico. El orden monástico viene,
por decirlo así, en ayuda del orden canónico y es el instrumento elegido por
Dios para levantarlo de sus ruinas.
Son dos hermanos que se ayudan mutuamente (cf. Prov. XVIII, 19).
El plan de los grandes pontífices que acabamos de mencionar consistía en
hacer que todo el orden canónico volviera a la perfección de su estado, es
decir, a la vida común e incluso a la vida religiosa[1].
Por todas partes hubo admirables resurrecciones, pero no fue posible imponer
eficazmente el estado religioso a todo el clero; pronto hubo que contar con las
necesidades y la diversidad de las vocaciones y sufrir las condiciones que la
antigüedad había conocido y aceptado.
Entonces fue cuando se hizo definitivamente dentro del orden canónico la
separación entre el elemento religioso y el elemento sometido a una disciplina
menos perfecta.
El elemento secular fue todavía obligado a la vida en común; pero pronto
debía abandonarla en general para convertirse en el tronco de que brotaría el
clero secular moderno que brilla en el seno de nuestras sociedades por sus trabajos
y sus virtudes verdaderamente
eclesiásticas y que, a lo largo de los siglos siguientes, tuvo sus reguladores
y sus maestros, sus santos y sus modelos.
El
elemento religioso cobró nuevos impulsos con una mayor libertad bajo el nombre de
orden canónico regular, nombre que, con un cierto pleonasmo y reduplicación, recuerda
su origen, su esencia y sus tradiciones.
En
efecto, los canónigos regulares representan entonces en el mundo en todo su vigor
el estado primitivo y apostólico de los clérigos, y los diplomas apostólicos y
los textos de los doctores los muestran siempre como sucesores de los apóstoles
y de los varones apostólicos y como los herederos de su género de vida en el
seno de la Iglesia[2].
Por
la fuerza de las cosas, el instituto de los canónigos regulares, en la
independencia que tenía ya adquirida, debió hallarse singularmente próximo al
orden monástico, elevado en todas partes al estado clerical.
Son clérigos por esencia, nos dice santo Tomás, mientras que los monjes
han venido a serlo per accidens[3]. Pero en realidad tanto el orden canónico regular
como el orden monástico nos presenta en sus establecimientos Iglesias
constituidas canónicamente y servidas por un clero titular que hace profesión
de vida religiosa.
Hasta
las observancias de los unos y de los otros tienden naturalmente a aproximarse
e incluso a confundirse.
Esto
se explica no sólo por la semejanza de los empleos, sino también por los orígenes
históricos de la disciplina claustral.
Ya hemos dicho que san Benito, cuya regla vino a ser la carta única del
orden monástico, no hizo ni pretendió hacer otra cosa que formular y precisar
la antigua y primitiva tradición de la vida ascética. Ahora bien, en los
albores de la Iglesia, por la naturaleza misma de las cosas, esta tradición
había sido común a los clérigos y a los laicos religiosos. Estos
últimos, los ascetas, que fueron la semilla de la que brotó el orden monástico,
lejos de tener una disciplina aparte, tomaban como modelo a los clérigos,
discípulos de los apóstoles, y a sus pastores, en los que veían reflorecer la
disciplina apostólica. Los clérigos se convertían en «la forma de la grey» (I
Pe V, 3) por la perfección de su género de vida y los ascetas o monjes
primitivos aspiraban a aproximarse más que el resto de los fieles a aquellos
ejemplares de vida apostólica que se les proponían; no tenían otros maestros ni
otros superiores que los obispos y los clérigos.
Así los primeros rudimentos de la vida monástica derivaron del clero al
orden laico, y cuando los religiosos de este orden se separaron para constituir
los primeros monasterios, llevaron a éstos aquellas enseñanzas, que al desarrollarse
se convirtieron en las reglas monásticas.
Las observancias monásticas, en la sustancia y por su origen, pertenecen,
pues, tanto a los clérigos como a los monjes, o más bien los clérigos las enseñaron
primero a los monjes como a los más caros entre su grey.
Se explica, por tanto, por una posesión común y no por un préstamo tomado
de alguna fuente extraña el que el orden canónico usara desde la antigüedad y
en la sucesión de los tiempos observancias semejantes a las del orden
monástico.
Por
lo demás sería fácil mostrar, mediante los monumentos de la historia, en la
vida de los santos eclesiásticos de la Iglesia primitiva, la-sustancia de las observancias
monásticas, los ayunos, las abstinencias, la pobreza laboriosa y las vigilias
sagradas.
Las
vidas de los santos obispos de Oriente y de Occidente, san Atanasio, san Juan Crisóstomo, Teodoreto,
san Ambrosio, san Eusebio de Vercelli, san Germán de Auxerre, san Agustín y tantos otros nos dan numerosas pruebas de ello.
Más
tarde, en las transacciones que la vida común impuesta a todos ocasionó entre
la vida religiosa de los clérigos y un estado menos perfecto, san Crodegando se adaptó a la regla de san Benito para toda la disciplina
claustral.
Finalmente,
en la época en que cesaron tales transacciones y en que la vida religiosa cobró
auge con más libertad en el orden canónico gracias a la separación que en él se
produjo entre el elemento secular y el elemento religioso, el orden canónico regular
se halló, naturalmente y por una tradición interrumpida, regido por un conjunto
de observancias semejantes a las del orden monástico y tomó la fórmula de
dichas observancias tradicionales en el texto mismo de san Benito, que desde hacía tiempo les había dado su última precisión bajo la
sanción secular y universal de la Iglesia romana.
Esto
no dio entonces lugar a ninguna reclamación, ya que la cosa distaba mucho de
parecer una novedad; era más bien, por el contrario, la disciplina recibida de
las edades precedentes, que todos reconocían como un hecho público y constante.
Por lo demás, si el instituto de los canónigos regulares parece aproximarse
por sus observancias al orden monástico, éste, al encargarse del gobierno de
las Iglesias e iniciarse en el estado clerical, había hallado en el orden canónico
el tipo de la jerarquía de las grandes Iglesias y de los títulos menores y lo
había imitado con la institución de los grandes monasterios o abadías y de los
prioratos o monasterios menores, y los puntos de semejanza de los dos órdenes
se descubren en estos dos aspectos.
[1] El pontífice prescribe la vida común a todos los
clérigos con órdenes sagradas y los exhorta vivamente a la perfecta pobreza de
la vida religiosa. Concilio de Nimes (1096); Labbe 10, 605-609; Mansi 20, 933-936; Hefele 5, 447-452. San
Gregorio VII, con sus cartas inscritas en las Decretales, autoriza a un obispo
a obligar con censuras a la vida común a los clérigos de todas sus iglesias: «Ordenamos que,
después de verificar atentamente los bienes de vuestras Iglesias, os dignéis
precisar el número definitivo de clérigos que viven en cada una y establecer
que pongan los bienes en común, alimentándose en la misma casa, durmiendo y
reposando bajo un mismo techo... Séaos
permitido forzar sin apelación a esta observancia mediante la suspensión de su
oficio y de su beneficio o incluso con una pena más grave»; Decretales de Gregorio
IX, Lyón 1624, parte 2°, l. 3, c. 9, col. 994.
[3] Santo
Tomás,
q. 189, a. 8: «La religión de los monjes y la de los canónigos
regulares se refieren una y otra a las obras de la vida contemplativa; y entre estas
obras son las principales la celebración de los sagrados misterios, a la que
está ordenada directamente la orden de los canónigos regulares, que son
esencialmente clérigos religiosos (quibus per se competit ut sint clerici
religiosi). La religión de los monjes, por el contrario, no
implica necesariamente el estado clerical (ad religionem monachorum non per se
competit ut sint clerici)».