Desarrollo del monacato.
Más
arriba dejamos expuesto cómo por una parte la plena libertad dada a la vida
cristiana, y por otra el desarrollo natural de la semilla apostólica depositada
en la Iglesia naciente hizo que del estado primitivo de los ascetas surgiera la
rama vigorosa y distinta del orden monástico.
Es,
en efecto, natural que cuando el tallo único de una planta tierna, que contiene
en sí las fibras y las ramas del árbol entero, demasiado débiles en un
principio para sostenerse distintamente, alcanza finalmente su pleno desarrollo,
esas fibras contenidas hasta entonces en la unidad del tronco se separen
formando otras tantas ramas poderosas. Obedeciendo a esta ley el orden
monástico, confundido hasta entonces en el seno del pueblo cristiano, tomó el
vuelo y apareció en forma de instituto distinto.
Este instituto, como antes hemos dicho, contaba tantas Iglesias, que vivían
bajo su disciplina, como eran los monasterios, Iglesias excelentes que no
tardaron en tener su jerarquía tomada de su seno. Luego, por un viraje
providencial y de resultas de admirables vicisitudes, así como en un principio
habían formado los monjes parte de las Iglesias comunes a todo el pueblo antes
de constituirse ellos mismos en Iglesias distintas, a su vez las Iglesias
monásticas fueron abiertas a los pueblos; el clero de los monasterios dio
apóstoles y pastores a las poblaciones cristianas; y las Iglesias monásticas,
que cobijaban a los pueblos bajo el cayado de monjes sacerdotes y pontífices,
fueron para aquéllos Iglesias episcopales y parroquias.
Bajo esta primera forma y por el instituto monástico llamado a perpetuarse
hasta el fin de los tiempos, se propagó la vida religiosa por
toda la extensión de la cristiandad tomando cuerpo y constituyéndose en el
estado de Iglesias particulares, numerosas y florecientes. El monje laico es el
fiel de la Iglesia de su monasterio; el monje sacerdote o ministro es su
clérigo y, conforme al célebre canon de Calcedonia, está vinculado a él por el
título de su ordenación, como lo están en cada una de las otras Iglesias los
clérigos de éstas. Es su canónigo, si podemos expresarnos así, y le pertenece
por el vínculo del título canónico. Los
clérigos monjes forman, pues, el presbiterio y el cuerpo de los ministros de su
monasterio, es decir, de una verdadera Iglesia constituida jerárquicamente y
que tiene su puesto en la gran armonía de las Iglesias particulares.
Por lo que atañe a la disciplina monástica en sí misma, ésta consiste en
un conjunto de observancias depositadas, en cuanto a la sustancia, desde el
tiempo de los apóstoles, en el tesoro de la tradición. Son las Sagradas leyes
de la abstinencia, del ayuno y del trabajo manual, pues no queremos incluir
aquí especialmente las vigilias sagradas y las santas salmodias, ya que en este
particular no tienen los monasterios nada que no les sea común con todas las
demás Iglesias.
Por lo demás, las mismas observancias propiamente monásticas no les están
reservadas en forma tan exclusiva que el común de las Iglesias no conserve
restos de las mismas en la institución de la cuaresma y de los ayunos
apostólicos; y así como estas observancias
comunes del pueblo cristiano en el seno de las Iglesias fueron poco a poco
precisadas y reducidas a fórmulas más estrictas, así también las grandes
tradiciones del ascetismo primitivo fueron reducidas a reglas fijas y
claramente determinadas por los grandes hombres suscitados por Dios para que fueran
los legisladores del orden monástico[1].
San Pacomio (292-345) fue el primero que, por una revelación especial[2], recibió
esta misión para todo el estado de los cenobitas y para el gobierno de los monasterios, donde la precisión de las reglas es más necesaria
que en el interior de los desiertos y en el estado de los ermitaños o
anacoretas.
El
gran san Antonio (250-356) nos informa de que esta misión había sido
ofrecida primeramente a otro solitario, que no había correspondido a ella[3]. La regla de san Pacomio, muy poco conocida hoy,
contiene, con un detalle que sorprende en aquellos tiempos tan remotos, todo el
conjunto de las observancias que forman el fondo de las reglas más recientes, y
con toda razón se le puede considerar como el primer patriarca de las
instituciones cenobíticas.
Pronto apareció la regla de san Basilio (330-370), común a los monasterios del campo y a los de las ciudades y que, como se
dijo en su tiempo, condujo la vida monástica al seno de éstas.
En
Occidente, las reglas tomadas de Oriente y trasladadas a Lérins, a Saint-Victor, a Agaune, a Condat,
como también las reglas célticas y las instituciones de san Columbano, cedieron
poco a poco el puesto a la admirable constitución monástica de san
Benito.
Este gran santo fue suscitado por Dios para dar a la vieja tradición
monástica su fórmula definitiva; no pretendió crear reglas absolutamente nuevas
y desconocidas, sino recoger y renovar la antigua doctrina de los padres; y el
Martirologio romano consagra su misión asignándole la calidad de «reformador y
restaurador de la vida monástica» (21 de marzo).
Pero
esta restauración fue como el coronamiento de la obra comenzada y proseguida
por los siglos precedentes, y la regla de san Benito es ya el tesoro común
en el que reposa el depósito de toda la antigua tradición monástica y en el que
los monjes irán a buscar hasta el fin de los tiempos la sustancia de la misma
sin agotar jamás sus riquezas.
[1] La pobreza y la comunidad de bienes no es
tampoco tan exclusivamente privilegio de los monasterios, que las otras Iglesias
ni tengan en ella cierta participación mediante la puesta en común de las
ofrendas y de los diezmos, es decir, de una cantidad de los bienes de los fieles;
también aquí hay tradición apostólica y determinación de derecho eclesiástico.