miércoles, 1 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. X (VIII Parte)

Tiempos modernos.

Estamos entrando en los tiempos modernos. Al alborear estos tiempos nuevos y en el momento mismo en que se abren con el gran desastre de la defección protestante, el Espíritu de Dios, que no cesa de sostener a la Iglesia y de renovar la faz de la tierra, va a suscitar en el universo cristiano un admirable movimiento de reforma de la disciplina y de las costumbres.
Por todas partes aparecen hombres de Dios que, como otras tantas antorchas luminosas, van a consolar y a reanimar la fe de los pueblos: san Felipe Neri, san Ignacio de Loyola, san Carlos Borromeo, san Francisco de Sales, san Vicente de Paul, M. Olier y tantos otros…
Las órdenes religiosas nuevas brillan por su celo apostólico; las órdenes antiguas se renuevan con heroicas reformas.
En una palabra, la Iglesia entera, animada por los mismos movimientos del Espíritu Santo y pronta a emprender bajo el impulso divino la inmensa tarea de renovación de las costumbres y de la disciplina, se reúne en Trento y en aquel memorable concilio traza el plan de las reconstituciones del porvenir.
No vamos a emprender aquí la considerable tarea, tan bien desempeñada por otros, de describir los trabajos de aquella asamblea ni los esfuerzos realizados con éxito por los grandes hombres de aquella época para hacer penetrar por todas partes el espíritu de sus decretos. Nos urge terminar esta rápida exposición de la historia de las instituciones y de la vida de las Iglesias particulares.
Nos limitaremos a observar que el sagrado Concilio se propuso en su obra disciplinaria dos objetos principales: poner remedio a los abusos, preparar el porvenir.
Pero para llevar a cabo este doble designio afirmará el Concilio sobre todo el primado soberano e independiente de san Pedro, obscurecido por las teorías del gran cisma, y pondrá empeño en restaurar la santa libertad del episcopado, libertad que nunca tuvo mayor garantía ni más válido sostén que la cátedra de san Pedro.
En todos sus decretos no cesará de destacar la independencia y la soberanía de los obispos a la cabeza de sus Iglesias. Desbaratará en cuanto sea posible las mil trabas puestas por los siglos y por las costumbres locales a su paterna y benéfica autoridad, y a cada página afirmará su deseo de ver a la cátedra episcopal reunir en sí, como en los primeros tiempos, todas las fuerzas de la Iglesia y volver a ser el centro de todos los impulsos vitales[1].

La autoridad del Papa, nuevamente afirmada, y la de los obispos, sostenida por aquellos inmortales decretos, van a trabajar eficazmente de común acuerdo para remediar los males del pasado.
La Iglesia había sufrido todas las consecuencias del régimen beneficiario; en todas partes estaba constituida bajo este régimen. Había que comenzar por oponerse a los abusos a que daba pie.
El sagrado Concilio desempeña esta primera parte de su quehacer mediante la condenación de la acumulación de beneficios y de otros desórdenes que se habían producido en el pasado[2], pero sobre todo mediante el establecimiento del concurso[3] y la institución de los seminarios[4].
En presencia de la organización beneficiaria y de los derechos de patronato extendidos por todas partes, era necesario proporcionar a la Iglesia, mediante alguna nueva institución, ministros dignos de sus funciones sagradas y de la confianza de los pueblos.
No estamos ya en los tiempos en que el clero crecía en el seno de su Iglesia bajo la dirección de su obispo y a los ojos de todo el pueblo, ascendiendo sucesivamente de los ministerios inferiores a los órdenes superiores bajo esta doble garantía. La nueva situación reclama precauciones de otra índole.
Por medio del concurso serán descartados del cargo pastoral los indignos y los incapaces.
Por medio de los seminarios y gracias a un prudente reclutamiento se preparará y se tendrá en reserva a disposición de los obispos, para el servicio de las Iglesias, una milicia eclesiástica que se renovará constantemente, y las escuelas de las Iglesias catedrales, antorchas extinguidas por las calamidades de los tiempos, se reanimarán bajo esta nueva forma.
¿Pero cuáles fueron las intenciones del sagrado concilio de Trento con respecto al porvenir de la Iglesia? ¿Qué grandes designios concibió? ¿Cuáles fueron las aspiraciones y los ardientes deseos que en la misma época hacía nacer el Espíritu de toda santidad en el corazón de los santos, de un san Carlos Borromeo, en quien se había encarnado, por decirlo así, el alma del concilio, y en el corazón de los otros grandes siervos de Dios?
Tenemos la impresión de que aquellos grandes hombres entrevieron en una visión celestial las bellezas eternas y el plan divino de la Jerusalén de las Iglesias. Ésta les apareció despejada de las construcciones pasajeras y de las ruinas que habían ido acumulando en ella los siglos. La vieron en toda la simplicidad de los tiempos de su fundación. Saludaron esta visión resplandeciente del pasado y del futuro, siempre antigua y siempre nueva, y los padres del Concilio decretaron su restablecimiento integral mediante dos solemnes prescripciones.
Por una parte ordenan que en el seno de cada Iglesia se restablezca lo antes posible en toda su integridad y actividad toda la jerarquía de los ministerios eclesiásticos: los diáconos y los ministros recobrarán en ella su antigua y seria importancia y todo el orden de sus útiles funciones[5].
Con un segundo decreto todavía más considerable hacen revivir en su vigor el canon sexto del concilio de Calcedonia aboliendo generalmente las ordenaciones vagas[6].
Los clérigos no podrán ya recibir el orden sagrado sin el oficio que le corresponde y sin quedar ligados por este oficio en la ordenación misma al servicio de una Iglesia determinada.
Cierto que el obispo podrá todavía tener en torno a sí, por excepción, algunos eclesiásticos separados del servicio de las Iglesias, ordenados sin el vínculo particular del título y destinados a servir bajo su dirección a los pueblos que le están confiados. Formarán, a disposición de cada obispo, como un cuerpo apostólico restringido, desligado del servicio de las Iglesias particulares y ligado únicamente a la diócesis. Tales clérigos ordenados bajo la condición de este servicio general serán puestos por el hecho mismo a disposición del obispo, y en lugar del vínculo que entraña la inscripción en el canon de una Iglesia, hallarán en su ordenación esa obligación de trabajar en la obra de Dios bajo sus órdenes.
Estas dos grandes prescripciones del concilio de Trento, en las que un teólogo del Concilio, Genciano Hervet, entreveía todo el restablecimiento de la disciplina y de la vida jerárquica de las Iglesias, pasaron en un principio casi inadvertidas, sin recibir aplicaciones prácticas. Seguramente no estaban destinadas por la divina Providencia a entrar inmediatamente en la línea de los hechos. Y hasta se puede dudar que fueran prácticamente compatibles con todas las exigencias creadas por el régimen beneficiario y por los derechos de los patronos que conferían los beneficios.
Imprescriptibles, sin embargo, como toda la obra del concilio de Trento, están ahí como salientes de pared de un edificio sin concluir.
Actualmente, el movimiento de las cosas humanas y las necesidades de los tiempos han introducido una práctica muy distante de la aplicación de estas reglas.
Las ordenaciones vagas han prevalecido casi universalmente; sólo el episcopado no se ha visto afectado por ellas. Los mismos títulos eclesiásticos son muy poco numerosos; los clérigos en su mayoría están sencillamente sometidos al obispo sin vínculo particular y se mantienen a su libre y plena disposición; y como en los días de sus primeras conquistas, la Iglesia, sobre un terreno poco consolidado, conserva toda su libertad de movimientos y aguarda la hora de las reconstrucciones.
Es que desde el concilio de Trento se ha visto el mundo agitado por nuevas revoluciones. La vieja Europa, profundamente sacudida, ha visto violentamente trastornado el estado de las Iglesias en gran parte de su territorio. Han surgido nuevas Iglesias, desligadas de los vínculos del pasado en el nuevo mundo y en las regiones protestantes. En el seno de las mismas naciones católicas, después de las destrucciones y de las ruinas, ha vuelto a nacer la jerarquía a la voz del vicario de Jesucristo y de él han recibido las Iglesias una nueva institución.
No podemos dudar de que en medio de las angustias de la hora presente y al precio de sus tristezas está preparando Dios grandes beneficios al mundo. En las ruinas mismas prepara el divino Arquitecto las reconstrucciones del futuro[7].
Las Iglesias liberadas y rejuvenecidas verán seguramente la realización de la obra del concilio de Trento: la autoridad episcopal plenamente consolidada en su paternal soberanía; la jerarquía de los sacerdotes y de los levitas restaurada en su poderosa integridad; el antiguo vínculo que une al clérigo a su Iglesia en el misterio mismo de su consagración, restablecido y, por el hecho mismo, renovada la antigua sociedad del pueblo fiel estrechamente unido al cuerpo de su sacerdocio.
Séanos permitido, a imitación de san Carlos Borromeo y de tantos otros grandes siervos de Dios[8] y con el sentimiento profundo de los íntimos votos de la Iglesia y de los divinos gemidos del Espíritu en ella, manifestados por las aspiraciones de tantas almas sacerdotales hacia la vida común, hacer todavía votos por una última y feliz restauración.
El sacerdocio, bajo el régimen de la vida común, convirtió a los pueblos y los formó en la vida cristiana; bajo el régimen de la propiedad de los clérigos vio debilitarse su acción, mermarse la herencia de Cristo por las defecciones y la disminución de la fe y del espíritu cristiano, y fue impotente para contener el lento debilitamiento de la religión en el seno de las sociedades modernas. Por todas pares los pastores del rebaño se lamentan de la ineficacia de sus esfuerzos para defenderlo contra el trabajo incesante de la impiedad y para retenerlo bajo su cayado. Ahora bien, las antiguas fuerzas y la fecundidad de su ministerio volverán a hallarlas en un generoso retorno a la antigua comunidad apostólica y a aquel filial abandono bajo la guía de los obispos, que constituía su unidad y su invencible poder[9].
Vuelva, pues, el patrimonio de la Iglesia a ser el tesoro común bajo la paternal administración del obispo. En todas partes, sin presión, sino bajo los suaves impulsos del espíritu apostólico, únanse los clérigos en la gloriosa pobreza de la vida común que practicaron sus antepasados y que puso al mundo en sus manos[10].
Este espectáculo nos lo ofrece ya generosamente el sacerdocio de los países de misión. Ahora bien, el mundo entero no es ya hoy día sino un vasto campo de misión; y  frente a la revolución, que es el anticristo social, ¿podrá renovarse a no ser mediante una inmensa expansión del espíritu apostólico dentro del clero?
Las Iglesias volverán a florecer al soplo de este espíritu.
Su propio sacerdocio les comunicará de nuevo todos los impulsos sociales de la religión y de la caridad y las convertirá de nuevo en sociedades activas y dotadas de potente vitalidad.
Las Iglesias se convertirán en las grandes tesoreras de Dios, dispensadoras de las gracias espirituales por la autoridad que Él comunica a su jerarquía, y en dispensadoras de las limosnas y de las asistencias temporales por la confianza y la fe de los pueblos.
Las asambleas eclesiásticas volverán a ser las grandes y solemnes manifestaciones de la religión de las multitudes y harán que se eleve a Dios la gran voz de los pueblos en la liturgia que habrá recobrado su antigua popularidad.
En efecto, hay que reconocer que esta vida de las Iglesias particulares es el estado normal de la religión en el seno de la humanidad. Es el orden de cosas instituido divinamente en la jerarquía. Las Iglesias deben ser el foco y hogar perpetuo y habitual de la vida sobrenatural de los hombres; a fundarlas y a hacerlas florecer deben concurrir todas las fuerzas cristianas, y el mismo apostolado de los misioneros y de los religiosos no tiene fin más elevado. Nada, en efecto, puede ocupar, aquí en la tierra, el lugar de las Iglesias ni reemplazar su vida en diferentes aspectos.
En el orden de la oración, ninguna devoción particular, por santa y autorizada que sea, tendrá nunca el valor completamente divino de la liturgia ni podrá estar llamada a ocupar el puesto que corresponde a la liturgia en la religión cristiana.
En el orden del ministerio divino, todos los auxilios necesarios que los misioneros pueden aportar a las almas no son capaces de abolir el estado de los pastores ordinarios, ni las misiones pueden sustituir a las Iglesias.
El papel de las misiones en la vida de la Iglesia católica es inmenso, pero está subordinado a la constitución de la jerarquía, a la que deben servir de todas las maneras.
En todos los lugares donde no existen todavía las Iglesias deben prepararlas las misiones, tender a su establecimiento y rematar en él; en todos los lugares donde ya están establecidas debe colaborar el apostolado y trabajar por hacerlas florecientes.
Tal es su fin principal; debe santificar las almas y, para que esta obra sea duradera, debe santificar las Iglesias, que son las familias de las almas, divinamente instituidas en el episcopado y en el sacerdocio ordinario.
Ninguna organización humana, ninguna asociación piadosa suscitada por el espíritu cristiano, por santa y útil que sea, podrá jamás reemplazar el orden divino e inmortal de las Iglesias, es decir, el misterio divino de la jerarquía que desciende del trono de Dios por Jesucristo a la Iglesia universal y por el episcopado a la Iglesia particular, misterio estable, sociedad sagrada indisolublemente «ligada a los misterios de Dios mismo»[11].
El Espíritu Santo, que suscita a su hora providencial las grandes obras religiosas, las destina a sostener en lo exterior al gran cuerpo de la jerarquía y a asistir, aquí en la tierra, a las Iglesias en su vida laboriosa, pero jamás a levantarse sobre las ruinas de su orden eterno.



[1] Concilio de Trento, sesión 6 (1546), Decreto de reforma, can. 2-4; Ehses 5, 803.804; Hefele 10, 164-165. Sesión 7 (1547), Decreto de reforma, can 5.8. 13-15; Ehses 5, 997-999; Hefele 10, 233-236. Sesión 13 (1551) Decreto de reforma, can. 3-6; Hefele 10, 285-286; cf. Richter, Canones et Decreta Concilii Tridentini, Leipzig 1853, p. 70 ss. Sesión 14 (1551), Decreto de reforma, preámbulo y can. 4.12-13; Hefele 10, 384-387 y 390. Sesión 21 (1562), Decreto de reforma, can. 4-8; Ehses 8, 703-704; Hefele 10, 422-424. Sesión 22 (1562), Decreto de reforma, can. 5.8-10; Ehses 8, 996-997; Hefele 10, 463-464. Sesión 23 (1562), Decreto de reforma, can. 1.4-6; Ehses 9, 623-625; Hefele 10, 494-497. Sesión 25 (1563), Decreto; Ehses 8, 966-967; Hefele 10, 463-464. Sesión 25 (1563), Decreto (de reforma) sobre los regulares y las monjas, can. 3.9-10; Ehses 9, 1080-1082; Hefele 10, 601.602.605.

[2] Concilio de Trento, sesión 7 (1547), Decreto de reforma can. 2 y 4; Ehses 5, 997; Hefele 10, 233. Sesión 24 (1562), Decreto de reforma, can. 17; Ehses 9, 986; Hefele 10, 579.

[3] Concilio de Trento, sesión 24 (1562), Decreto de reforma, can. 18; Ehses 9, 986; Hefele 10, 579-582.

[4] Concilio de Trento sesión 43 (1562), Decreto de reforma, can. 18; Ehses 628; Hefele 10, 301-582.

[5] Concilio de Trento, ibid., can. 17, Ehses 9, 627-628, Hefele 10, 501.

[6] Concilio de Trento, ibid., can. 16; Ehses 9, 627; Hefele 10, 500.501.

[7] Nota del Blog: Sea. Solo resta saber hasta dónde llegarán las ruinas y en qué consistirá la reconstrucción.

[8] San Carlos Borromeo (1538-1584) deseó inducir a la vida común a todos los canónigos de su catedral; como no pudiera realizar su deseo fundó los oblatos, clérigos consagrados a la vida común. San Cayetano (1480-1547) y otros siervos de Dios se propusieron también el restablecimiento de la vida apostólica en el clero; pero sus esfuerzos dieron por resultado el establecimiento de diversas congregaciones religiosas, aunque no lograron que tal vida penetrara en las filas del clero titular de las Iglesias.

[9] Concilio de Roma (1063), can. 4; Labbe 9, 1176; Mansi 19, 1025; Hefele 4, 1167: «Prescribimos que los clérigos de los órdenes arriba enumerados (sacerdotes, diáconos, subdiáconos)... tengan, como conviene a clérigos verdaderamente piadosos, refectorio y dormitorio comunes, situados cerca de las iglesias para las que hayan sido ordenados; además que pongan en común todos sus ingresos de dichas iglesias. Les pedirnos que tiendan con todas sus fuerzas a la vida apostólica.» Este canon no es sino la reproducción del canon 4 del Concilio de Roma (1059). Sería demasiado prolijo mencionar aquí todos los documentos que atestiguan la tradición doctrinal y los deseos de la Iglesia a propósito de la vida apostólica de los clérigos; diversos autores han hecho de ello tratados especiales. Contentémonos con citar aquí al gran Pío IX: «Vemos que las antiguas leyes de la Iglesia no sólo aprobaban, sino que ordenaban que los sacerdotes, los diáconos y los subdiáconos vivieran juntos, poniendo en común todo lo que obtenían del ministerio de las Iglesias; y se les recomendaba que tendieran con todas sus fuerzas a reproducir la vida apostólica, que es la vida común. Así pues, no podemos menos de alabar y de recomendar a todos los que se unen para llevar este género de vida eclesiástica» (breve de 17 de marzo de 1866).

[10] ¿Cuál será en el futuro la forma precisa de las santas renovaciones y de los progresos de la vida eclesiástica? Aquí proponemos nuestros deseos y nuestras conjeturas apoyadas en los monumentos de la tradición; pero solamente lo hacemos con timidez. «Los pensamientos de los hombres son tímidos e inciertos», dice la Sagrada Escritura; "¿quién entró en el consejo de Dios" y conoció sus secretos? Este gran Dios no suele revelarnos sus designios sino mediante su realización. Pero hay una cosa de la que no podemos dudar: a través de las pruebas de la hora presente prepara a su Iglesia nuevos triunfos y magníficos progresos.

[11] San Cipriano, De la anidad de la Iglesia católica 6; PL 4, 504.