Confederaciones monásticas.
Ya
dijimos que las grandes abadías tenían subordinadas comunidades menos considerables
que formaban como los miembros de un mismo cuerpo mediante la unidad de
gobierno y la unidad de origen de los religiosos que las poblaban. Formados
todos ellos en la escuela de la abadía y vinculados a la abadía por la estabilidad
de sus votos, eran enviados a estas residencias sin cesar de pertenecer a la
misma familia y de formar una misma comunidad.
Con
el tiempo se fueron multiplicando estos establecimientos secundarios o prioratos,
se establecieron en regiones distantes, adquirieron mayor importancia. Todas
las grandes abadías tenían establecimientos de este género; sin embargo, la de
Cluny, con más esplendor que todas las demás, extendía sus brotes por todo el
mundo católico. Algunas de estas casas secundarias se convirtieron a su vez en
abadías, aunque conservando algo de su primitiva dependencia.
Estos comienzos de organización central fueron el preludio de una institución
considerable que había de asegurar al instituto monástico en los tiempos
modernos la conservación de su vida y de su vigor. Nos referimos a las grandes
confederaciones o congregaciones monásticas.
Esta
nueva idea nació y se nos presenta en su pleno desarrollo con la orden del Cister.
No
se ven ya solamente prioratos, es decir, simples destacamentos de la legión monástica
situados en residencias más o menos alejadas de la abadía a la que los religiosos
que las componen no dejan de pertenecer por el vínculo estrecho de la profesión,
sino que desaparecen los
prioratos, se multiplican las abadías, las cuales a su vez forman entre sí una
vasta asociación. Se confederan bajo la residencia de una abadía principal a
fin de mantener mediante la unión de todas las fuerzas la observancia exacta de
las reglas. Incluso se subordinan entre sí por las leyes de la afiliación,
última imitación de la antigua
dependencia de los prioratos.
Los abades se reúnen en un capítulo general, cuya autoridad se impone a
todos[1]. La cabeza de la
Confederación continúa la acción del capítulo sobre el cuerpo entero, y una
jerarquía de visitadores, que parte del centro, ejerce vigilancia hasta las
partes más remotas.
Sin embargo, en esta nueva organización[2], el instituto monástico
conserva su antigua y esencial propiedad: no cesa de contener tantas Iglesias
constituidas canónicamente como monasterios y ésta es la razón de que usemos el
término de confederación para expresar el vínculo de las congregaciones
monásticas. Cada monasterio, al entrar en ella, conserva a
sus miembros ligados con el vínculo que los une a él; guarda su gobierno, se
pertenece a sí mismo. Los religiosos que componen el monasterio le pertenecen
primeramente y sólo pertenecen a la orden entera por intermedio del monasterio
que los cobija y que consigo mismo los lleva a esta grande asociación.
El
lenguaje mismo de aquellos tiempos expresa la naturaleza jerárquica de los monasterios
y les conserva el nombre de Iglesias. La gran constitución cisterciense, llamada
Carta de caridad, y el Exordio del Cister hablan a cada página de
las Iglesias del Cister, de Claraval y de las otras para designar las abadías[3].
Por lo demás, la forma misma de la transmisión del poder en la cabeza de
la orden indica suficientemente la naturaleza federal de la asociación. El abad
del Cister, por ejemplo, no es elegido por la orden entera que preside, sino
que, por ser abad particular del Cister antes que cabeza de la orden, es
elegido por el colegio particular de su abadía, como también, por debajo de él,
los cabezas de las ramas principales, los abades de Morimond, de la Ferté, de
Claraval, de Pontigny, tienen origen semejante y son elegidos por sus capítulos
particulares, y de esta manera caen bajo el derecho común de todas las abadías,
con lo cual se echa de ver que las abadías existen por sí mismas y
anteriormente al vínculo que las une entre sí, tal como conviene a los miembros
de una confederación.
Así
las grandes órdenes monásticas no destruyen el carácter local de los
monasterios y, aun aportándoles la ayuda y las fuerzas de la sociedad que
mantienen entre sí, dejan que la vida religiosa adopte, como en el pasado, la
forma de Iglesias particulares y penetre en las filas de las Iglesias,
participando en el elemento jerárquico que las constituye.
Pero
antes de seguir adelante deberemos volver atrás para seguir la historia del orden
canónico.
[1] La orden del Cister tiene la gloria de haber
sido, en esto, el modelo que no tardaron en imitar las otras órdenes. En los
estatutos de varias de ellas se hace mención de la orden del Cister como el
tipo primero y original del que se derivó la celebración de los capítulos generales; Privilèges de l'Ordre de Cîteaux, París 1713, p. 2.
[2] Esta organización fue juzgada tan útil que fue
adoptada por todos los reformadores de las órdenes monásticas. El Concilio
IV de Letrán (1215), can. 12, hizo obligatoria la celebración de los capítulos
generales entre los abades y cabezas de las casas, y exigió que se llamase a
dos abades de Cîteaux para enseñar el orden que se había de seguir en ellos; Labbe 11, 163; Mansi 22, 999; Hefele 5, 1342-1343.