II
VALOR
DOCTRINAL DE LA DEVOCIÓN AL PADRE
La oportunidad de la
devoción al Padre habrá de ser reconocida con facilidad. Sólo se han
manifestado ciertas inquietudes por parte de aquellos para los cuales esta devoción
se presenta como una novedad. Vamos a agruparlas en torno a tres objeciones:
1) ¿Es conciliable la
devoción al Padre con el culto de la Santísima Trinidad?
2) ¿No se correrá el
riesgo de hacer olvidar por ella la actuación que corresponde en la obra de la
Redención, a la Humanidad Santísima del Salvador?
3) ¿Quedan con esta
devoción suficientemente salvaguardadas la veneración, el respeto, la adoración,
que caracterizan la virtud de religión en las relaciones del hombre con Dios?
Estimamos, por el contrario,
que el valor doctrinal de esta devoción se reconoce precisamente por estos
tres caracteres:
1) Por su medio, el dogma
de la Trinidad se vuelve para las almas una viva realidad.
2) Hace comprender mejor
la actuación que incumbe a la Humanidad Santísima de Jesús.
3) Es una forma muy
elevada y muy pura de la virtud de religión.
1° El dogma de la
Santísima Trinidad.
El dogma de la Santísima
Trinidad es el punto culminante de la doctrina, la verdad sublime que alumbra
las cumbres de la fe.
Para la inmensa mayoría de
los cristianos ¿no es, empero, letra muerta?
Si se quiere que este
dogma vuelva a ser para las almas una verdad viviente, ¿acaso no bastaría
ponernos todos directamente en la escuela del Maestro y seguir su divina
pedagogía?
Jesús no enseñó de golpe a
sus oyentes la existencia de las tres Personas en la unidad de la divina
esencia, sino que progresivamente fué revelando este altísimo misterio a sus
Apóstoles y discípulos.
Parece ser que se puedan
distinguir de algún modo tres períodos de la enseñanza del Salvador sobre el
Padre.
PRIMER PERIODO:
desde el comienzo de su ministerio apostólico, Nuestro Señor da a conocer
a los hombres que Dios es Padre.
Es el asunto de que trata
principalmente el sermón de la montaña (Mateo, 5-7).
Cuando pide
a sus discípulos que practiquen las buenas obras, es para que el mundo, al
verlas, glorifique al Padre que está en los cielos (Mt., 5, 16).
Cuando exige ciertas
disposiciones interiores y condena la hipocresía que se desliza hasta en los
actos más sagrados, en la limosna, la oración, el ayuno, es porque no se
consigue engañar al Padre, para el cual no hay nada secreto, y porque el Padre
que todo lo ve recompensará las intenciones rectas (Mt., 6, 2-18).
Cuando enseña a sus
discípulos a orar, les hace decir: "Padre nuestro, que estás en los cielos"
(Mt., 6, 9), y les asegura que el Padre que está en los cielos se dejará
conmover por aquellos que lo invoquen (Mt., 7, 11).
Cuando les enseña la
perfección, les señala por modelo la perfección del Padre (Mt., 5,
48) y la hace consistir en el cumplimiento de la voluntad del Padre
(Mt., 7, 21).
Nuestro Señor se complace
en describir los atributos de este Divino Padre:
muestra su providencia que conoce todas las necesidades de sus creaturas, y que
cuida de las avecillas y lirios de los campos (Mt., 6, 24-34).
Semejante doctrina
constituía ya de por sí una verdadera revolución.
Es verdad que los judíos
habían logrado desentrañar de los Sagrados Libros una cierta noción de la
paternidad divina, aunque del todo jurídica y nacional, destinada, por lo
tanto, a ejercerse exclusivamente en favor del pueblo elegido. Pero jamás se
habrían atrevido a tener a Dios por paternalmente bueno y misericordioso, y
esto no obstante que los profetas y los salmos habían cantado a veces, en
términos emocionantes, la misericordia divina. Temblaban ante Yahvé. Y
he aquí que Jesús en su primer discurso, según la narración evangélica,
pronuncia diecisiete veces el nombre del Padre. Así también el Evangelio
agrega que "al terminar Jesús su discurso, el pueblo estaba en la
admiración de su doctrina".
Lo que Jesús predica a las
turbas desde los comienzos de su ministerio público, lo enseña en particular a
ciertas almas, por ejemplo a la Samaritana (Jn. 4): una misma enseñanza sobre
las disposiciones interiores, pues lo que vale es "la adoración en espíritu
y en verdad"; una misma enseñanza sobre la caridad para con los enemigos,
al extremo que la Samaritana se extraña de que El, judío, hable con una
extranjera; una misma revelación del Padre.
La novedad de esta
doctrina consistía, por consiguiente, en que Jesús mostraba en Dios un Padre y
no ya el Juez severo o Legislador terrible.
Pero no había revelado aún
la filiación del hombre respecto de Dios, las relaciones de intimidad filial
que Dios llamaba al hombre a tener con El. Jesús habla de la bondad de Dios:
Dios es bueno, paternalmente bueno para con sus creaturas. Lo que Jesús pone de
manifiesto es, sobre todo, la providencia paternal de Dios. Ya dice por cierto
"vuestro Padre", pero el vocablo podía ser entendido, y lo era
realmente, en un sentido metafórico, a la manera que se diría de un soberano
inclinado a favorecer a sus súbditos: es un padre.
SEGUNDO PERIODO: Jesucristo
da a conocer a los hombres que Dios es su Padre.
Pondrá tres años en probar
que Él es el Hijo de Dios, igual a su Padre. También entonces no manifiesta
sino progresivamente su divinidad. Alega signos visibles, sus milagros, para
atestiguar su poder divino y demostrar que Él es verdaderamente el Enviado del
Padre (Jn, 6, 36). Porque es el Padre quien le ha dado a cumplir sus obras;
mejor aún, dice ser el Padre quien las cumple con Él (Jn. 10, 32-38).
Al principio del segundo
año de su ministerio público confirma solemnemente la declaración de fe de
Pedro en Cesarea, cuando éste reconoció a su Maestro en nombre de todos los
Apóstoles, como "El Hijo de Dios vivo" (Mt., 16, 16). La víspera de
su muerte, Jesús afirma categóricamente delante de sus jueces que Él es el Hijo
de Dios (Mt., 26, 63-66).
Al mismo tiempo, Jesús
revela a su Padre por medio de la actitud que observa para con Él. No vive sino
para el Padre. No ha venido sino para hacer la voluntad del Padre. Toda gloria
debe ser tributada al Padre. Refiere al Padre todo lo que es y todo lo que
tiene Jesús como hombre. Nada podía dar a los Apóstoles una más alta
idea de la Majestad soberana del Padre y de su infinito amor que el ejemplo de
su Maestro.
Suma sorpresa debieron de
causar, por otra parte, en los Apóstoles, las palabras de Nuestro Señor sobre
sus relaciones inefables con su Padre: relaciones de conocimiento y amor recíprocos
(Mt., 11, 27; Jn., 3, 25; 11, 20); sobre la unidad de acción y de vida que
entrambos existía (Jn. 5, 19-23; 10,29; 14).
¿Qué es lo que comprenden
los oyentes del Maestro? Que son dos las Personas que poseen la misma vida
divina, pero que uno de ellos es Padre, el otro es Hijo. Comienzan a vislumbrar
las relaciones de las divinas personas entre Sí, a través de las relaciones
entre el Padre y este hombre que aman y que es Hijo de Dios. Pero no han
comprendido, no saben aún que ellos mismos habrán de tener relaciones de
intimidad con esas divinas personas. Lejos de eso todavía, la persona de Jesús
aparece ahora ante ellos como infinitamente distante de ellos, pobres seres humanos.
Si Jesús es Dios, igual a su Padre, ¿qué otra cosa podía existir entre Jesús y
ellos, débiles creaturas, sino un abismo infranqueable? Sin
embargo, habían llegado a concebir que Jesús venía a colmar ese abismo...
Jesús los conforta. ¡Oh
inaudito prodigio! Les da a conocer por una tierna parábola, la de la vid y los
sarmientos, los lazos de íntima unión que existen entre Él y las almas. Jesús
es la verdadera vid, ellos son los sarmientos. Permanecen en Jesús. Una misma
savia vital circula en ellos y en Él. Mientras permanezcan unidos a Él
producirán frutos para la gloria del viñador. Ahora bien, el viñador es el
Padre (Jn. 15).
Esta vez parece que la
revelación es completa. Pues bien, ¡no es así! El Divino Maestro anuncia algo
más grande todavía y acentúa este nuevo período de la revelación acerca del
Padre. "Os he dicho estas cosas en parábolas. Vendrá
la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que os manifestaré
abiertamente las cosas de mi Padre" (Jn. 16, 25). ¿Abiertamente? ¿En qué
sentido? Una sola palabra lo dice todo: "Es que el Padre os ama Él mismo,
a vosotros…" (Jn. 16, 27: "lpse enim Pater amat vos…").
TERCER PERIODO: Nuestro
Señor da a conocer a los hombres que Dios su Padre se vuelve Padre también de
ellos.
Fué en la hora de las
supremas confidencias, la hora de los secretos reservados para los momentos
decisivos. El alma del Maestro se entrega toda entera a la de sus Apóstoles.
Levanta los ojos al Cielo y ruega a su Padre delante de ellos (Juan, 17).
Le oyen decir que son del
Padre y que el Padre se los ha dado para que les revele su nombre de Padre.
Este Padre tan grande, cuya majestad soberana sumergía a su Maestro en la
adoración más profunda en su oración silenciosa de la montaña, se volvía Padre
de ellos, un Padre lleno de inmenso amor. Jesús se atrevía a pedirle que
extendiera hasta ellos su Amor, el amor con que lo amó el Padre: "a fin de
que el amor con que me amaste sea para ellos" (Juan, 17, 26). "Tú los
amaste, como me amaste a mí" (Jn., 17, 23).
También pedía que
estuviesen con Él allí adonde Él iba, el seno del Padre. Por último, Jesús daba
a conocer a los hombres que había merecido para ellos esa gloria de la
filiación que Él poseía por naturaleza, para que todos fuesen "uno"
así como Él y el Padre son "uno".
De este modo, el Padre de
Jesús se volvía Padre también de ellos. Se volvió nuestro Padre.
Así también, cuando
después de la Resurrección, Jesús se apareció a Magdalena, pudo decirle:
"Ve a mis hermanos y diles: subo a mi Padre que es asimismo vuestro Padre,
a mi Dios que es asimismo vuestro Dios" (Jn., 20, 17).
No se avergonzaba Jesús,
nos lo dirá San Pablo, de llamar en lo sucesivo a los hombres sus hermanos, y
esto no sólo porque había asumido la misma naturaleza que ellos, sino porque Él
y ellos tenían el mismo Padre.
***
Sin embargo, con el dolor de la separación
quedaba en sus almas un motivo de intranquilidad. El Maestro los iba a dejar
para volver a subir hacia el Padre. ¿Iban acaso a permanecer solos? Ausente
Jesús, ¿no perderían también al Padre? ¡No, por cierto! El Divino Salvador
les prometió no dejarlos huérfanos (Jn., 14, 18) y para que no lo fuesen,
enviarles a su Espíritu, el Espíritu Santo, su Espíritu de Hijo, que daría
testimonio de Él, los guiaría en toda la verdad y les recordaría cuantas cosas Él
les había enseñado. ¡Y vino Pentecostés! Y fueron trasformados. No recibieron
el espíritu de temor, de servidumbre, sino el Espíritu del Hijo, que a partir
de ese día, sin cesar, clamó en ellos hacia el Padre en el impulso del amor
filial: "¡Abba, Padre!" (Rom., 8, 15).
En Jesús, con Jesús, por
medio de Jesús, tenían derecho de decir, en el sentido verdadero y genuino de
la palabra Padre: "Padre nuestro."
El Hijo, por naturaleza,
los había "afiliado" mediante su encarnación redentora, a su
humanidad glorificada. Ya el Padre podía hacer refluir todo su amor infinito de
Padre sobre la gran familia de los hombres, tan unida por el mismo Espíritu,
que ya no había de formar sino un solo Cuerpo, el Cuerpo místico de Jesús. ¡Tal
es el inaudito misterio que predicaron en seguida los primeros Apóstoles!
¡Medítese con los Evangelios
en la mano, la primera Epístola de San Juan y las Epístolas de San Pablo! Se
comprenderá mejor de qué modo presentaban a sus oyentes el incomprensible
misterio del Amor.
La religión ya no
era un frío resumen de prohibiciones o preceptos negativos. Era una vida, una
vida "en sociedad con el Padre y el Hijo" (1 Jn., 1, 3), una vida en
familia, una vida que comportaba "relaciones" con personas vivas.
Y sin cambiar nada
a la posición del misterio, los Apóstoles lo hacían perceptible. Se volvía luz
para las inteligencias. Los más ignorantes sabían lo que era una familia, y si
no llegaban a entender la analogía, bastábales analizar los sentimientos más
nobles, los más humanos, los más naturales de sus corazones para sentirse
atraídos hacia Aquel que había querido hacerse llamar su Padre.
¿De dónde viene que estas
verdades sublimes permanezcan letra muerta?
Por lo general, es porque
se olvida al Padre, Aquel cuyo nombre todo lo explica, Aquel que es el
Principio y el Fin de todas las cosas.
***
¡Confesémoslo! Este es un
dominio muy poco explorado por la teología. Abramos los manuales clásicos, los
diccionarios y sólo encontraremos ocho, diez, veinte líneas a lo más, dedicadas
a Dios Padre. Una simple ojeada a una concordancia bíblica, al
mostrarnos la abundancia considerable de los textos que giran en torno de esta
palabra "Padre" nos llevará a averiguar el porqué de este silencio, o
al menos el porqué del escaso lugar reservado a la Primera Persona de la Santísima
Trinidad, en parangón del que ocupan las otras dos Divinas Personas.
No hay que extrañarse
entonces de que los fieles ignoren al Padre. Cualquiera podría pensar que hay
un verdadero peligro en hablarles de Él. Creemos por el contrario que la
devoción al Padre es la vía más segura para llevar las almas a vivir del dogma
de la augusta Trinidad.
Se han señalado para la fe
en la Trinidad dos peligros extremos, contra los cuales hay que defender a las
almas: olvidar, por una parte, la unidad de la naturaleza divina y, por otra,
la distinción de las tres Personas. Descartado el primer peligro citado, que no
existe sino en teoría (¿qué cerebro, por limitado que sea, puede admitir la
existencia de dos o más infinitos?), queda el segundo peligro señalado por Su
Santidad León XIII, en su encíclica Divinum illud munus, como grave
amenaza contra la fe: confundir las divinas Personas. Este peligro puede llegar
a ser tal que se suprima totalmente la distinción de Personas y se caiga en el
deísmo abstracto y meramente natural de los filósofos.
Pues bien, precisamente lo
que hace la seguridad de la devoción al Padre es que mantiene el alma en la
pura verdad: por una parte, distingue las Personas Divinas por el culto
tributado a la Primera y, por otra parte, salvaguarda la unidad de la
naturaleza divina, al hacer contemplar en la Trinidad a Aquel de quien las
otras dos reciben la vida; una de ellas procede del Padre por generación, y la
otra, por una operación misteriosa que los teólogos llaman
"spiratio", siendo el Padre la fuente original, eterna, única de la
vida divina[1].
El misterio de la Trinidad
permanece, ciertamente, verdad incomprensible. Por analogía empero, se hace
inteligible. Las palabras de "padre" y de "hijo" se
hacen pletóricas de sentido; ellas encuentran un eco fiel en los corazones, y
el alma vislumbra con gratitud el Amor Infinito de ese Dios tres veces Santo,
que se digna emplear las palabras más tiernas de nuestro lenguaje humano para
revelarnos el plan eterno por el cual el Padre quiso hacer de nosotros sus
hijos, al adoptarnos en su Hijo por medio del Espíritu.
[1] El
autor sobreentiende aquí la intervención del Hijo en la producción del Espíritu
Santo. Al recibir del Padre la Naturaleza Divina, recibe el Hijo la potestad o
capacidad de producir con el Padre al Espíritu Santo, el cual procede, como de
un solo principio y por un solo acto infinito, del mutuo amor del Padre y del
Hijo, y recibe, por consiguiente, de entrambos la vida divina.