Tiempos modernos.
Estamos
entrando en los tiempos modernos. Al
alborear estos tiempos nuevos y en el momento mismo en que se abren con el gran
desastre de la defección protestante, el Espíritu de Dios, que no cesa de
sostener a la Iglesia y de renovar la faz de la tierra, va a suscitar en el
universo cristiano un admirable movimiento de reforma de la disciplina y de las
costumbres.
Por
todas partes aparecen hombres de Dios que, como otras tantas antorchas luminosas,
van a consolar y a reanimar la fe de los pueblos: san Felipe Neri, san Ignacio
de Loyola, san Carlos Borromeo, san Francisco de Sales, san Vicente de Paul, M.
Olier y tantos otros…
Las órdenes religiosas nuevas brillan por su celo apostólico; las
órdenes antiguas se renuevan con heroicas reformas.
En
una palabra, la Iglesia entera, animada por los mismos movimientos del Espíritu
Santo y pronta a emprender bajo el impulso divino la inmensa tarea de
renovación de las costumbres y de la disciplina, se reúne en Trento y en aquel
memorable concilio traza el plan de las reconstituciones del porvenir.
No
vamos a emprender aquí la considerable tarea, tan bien desempeñada por otros,
de describir los trabajos de aquella asamblea ni los esfuerzos realizados con
éxito por los grandes hombres de aquella época para hacer penetrar por todas
partes el espíritu de sus decretos. Nos urge terminar esta rápida exposición de
la historia de las instituciones y de la vida de las Iglesias particulares.
Nos
limitaremos a observar que el sagrado Concilio se propuso en su obra disciplinaria
dos objetos principales: poner
remedio a los abusos, preparar el porvenir.
Pero para llevar a cabo este doble designio afirmará el Concilio sobre
todo el primado soberano e independiente de san Pedro, obscurecido por las teorías
del gran cisma, y pondrá empeño en restaurar la santa libertad del episcopado,
libertad que nunca tuvo mayor garantía ni más válido sostén que la cátedra de
san Pedro.
En
todos sus decretos no cesará de destacar la independencia y la soberanía de los
obispos a la cabeza de sus Iglesias. Desbaratará en cuanto sea posible las mil trabas puestas por los siglos
y por las costumbres locales a su paterna y benéfica autoridad, y a cada página
afirmará su deseo de ver a la cátedra episcopal reunir en sí, como en los
primeros tiempos, todas las fuerzas de la Iglesia y volver a ser el centro de
todos los impulsos vitales[1].
La
autoridad del Papa, nuevamente afirmada, y la de los obispos, sostenida por
aquellos inmortales decretos, van a trabajar eficazmente de común acuerdo para
remediar los males del pasado.
La Iglesia había sufrido todas las consecuencias del régimen
beneficiario; en todas partes estaba constituida bajo este régimen. Había que
comenzar por oponerse a los abusos a que daba pie.
El sagrado Concilio desempeña esta primera parte de su quehacer mediante
la condenación de la acumulación de beneficios y de otros desórdenes que se
habían producido en el pasado[2], pero sobre todo mediante el establecimiento
del concurso[3] y la institución de los seminarios[4].
En
presencia de la organización beneficiaria y de los derechos de patronato extendidos
por todas partes, era necesario proporcionar a la Iglesia, mediante alguna nueva
institución, ministros dignos de sus funciones sagradas y de la confianza de
los pueblos.
No estamos ya en los tiempos en que el clero crecía en el seno de su Iglesia
bajo la dirección de su obispo y a los ojos de todo el pueblo, ascendiendo
sucesivamente de los ministerios inferiores a los órdenes superiores bajo esta
doble garantía. La nueva situación reclama precauciones de otra índole.
Por medio del concurso serán descartados del cargo pastoral los indignos
y los incapaces.
Por medio de los seminarios y gracias a un prudente reclutamiento se preparará
y se tendrá en reserva a disposición de los obispos, para el servicio de las
Iglesias, una milicia eclesiástica que se renovará constantemente, y las escuelas
de las Iglesias catedrales, antorchas extinguidas por las calamidades de los
tiempos, se reanimarán bajo esta nueva forma.
¿Pero
cuáles fueron las intenciones del sagrado concilio de Trento con respecto al
porvenir de la Iglesia? ¿Qué grandes designios concibió? ¿Cuáles fueron las
aspiraciones y los ardientes deseos que en la misma época hacía nacer el
Espíritu de toda santidad en el corazón de los santos, de un san Carlos
Borromeo, en quien se había encarnado, por decirlo así, el alma del concilio, y
en el corazón de los otros grandes siervos de Dios?
Tenemos
la impresión de que aquellos grandes hombres entrevieron en una visión
celestial las bellezas eternas y el plan divino de la Jerusalén de las
Iglesias. Ésta les apareció despejada de las construcciones pasajeras y de las
ruinas que habían ido acumulando en ella los siglos. La vieron en toda la
simplicidad de los tiempos de su fundación. Saludaron esta visión
resplandeciente del pasado y del futuro, siempre antigua y siempre nueva, y los
padres del Concilio decretaron su restablecimiento integral mediante dos
solemnes prescripciones.
Por una parte ordenan que en el seno de cada Iglesia se restablezca lo antes
posible en toda su integridad y actividad toda la jerarquía de los ministerios
eclesiásticos: los diáconos y los ministros recobrarán en ella su antigua y
seria importancia y todo el orden de sus útiles funciones[5].
Con un segundo decreto todavía más considerable hacen revivir en su vigor
el canon sexto del concilio de Calcedonia aboliendo generalmente las
ordenaciones vagas[6].
Los
clérigos no podrán ya recibir el orden sagrado sin el oficio que le corresponde
y sin quedar ligados por este oficio en la ordenación misma al servicio de una
Iglesia determinada.
Cierto
que el obispo podrá todavía tener en torno a sí, por excepción, algunos eclesiásticos
separados del servicio de las Iglesias, ordenados sin el vínculo particular del
título y destinados a servir bajo su dirección a los pueblos que le están
confiados. Formarán, a disposición de cada obispo, como un cuerpo apostólico restringido,
desligado del servicio de las Iglesias particulares y ligado únicamente a la
diócesis. Tales clérigos ordenados bajo la condición de este servicio general
serán puestos por el hecho mismo a disposición del obispo, y en lugar del
vínculo que entraña la inscripción en el canon de una Iglesia, hallarán en su
ordenación esa obligación de trabajar en la obra de Dios bajo sus órdenes.
Estas dos grandes prescripciones del concilio de Trento, en las que un
teólogo del Concilio, Genciano Hervet, entreveía todo el restablecimiento de la
disciplina y de la vida jerárquica de las Iglesias, pasaron en un principio
casi inadvertidas, sin recibir aplicaciones prácticas. Seguramente no estaban
destinadas por la divina Providencia a entrar inmediatamente en la línea de los
hechos. Y hasta se puede dudar que fueran prácticamente compatibles con todas
las exigencias creadas por el régimen beneficiario y por los derechos de los
patronos que conferían los beneficios.
Imprescriptibles, sin embargo, como toda la obra del concilio de Trento,
están ahí como salientes de pared de un edificio sin concluir.
Actualmente, el movimiento de las cosas humanas y las necesidades de los
tiempos han introducido una práctica muy distante de la aplicación de estas
reglas.
Las ordenaciones vagas han prevalecido casi universalmente; sólo el episcopado
no se ha visto afectado por ellas. Los mismos títulos eclesiásticos son muy
poco numerosos; los clérigos en su mayoría están sencillamente sometidos al
obispo sin vínculo particular y se mantienen a su libre y plena disposición; y
como en los días de sus primeras conquistas, la Iglesia, sobre un terreno poco
consolidado, conserva toda su libertad de movimientos y aguarda la hora de las
reconstrucciones.
Es que desde el concilio de Trento se ha visto el mundo agitado por
nuevas revoluciones. La vieja Europa, profundamente sacudida, ha visto violentamente
trastornado el estado de las Iglesias en gran parte de su territorio. Han
surgido nuevas Iglesias, desligadas de los vínculos del pasado en el nuevo
mundo y en las regiones protestantes. En el seno de las mismas naciones
católicas, después de las destrucciones y de las ruinas, ha vuelto a nacer la
jerarquía a la voz del vicario de Jesucristo y de él han recibido las Iglesias
una nueva institución.
No
podemos dudar de que en medio de las angustias de la hora presente y al precio
de sus tristezas está preparando Dios grandes beneficios al mundo. En las
ruinas mismas prepara el divino Arquitecto las reconstrucciones del futuro[7].
Las
Iglesias liberadas y rejuvenecidas verán seguramente la realización de la obra
del concilio de Trento: la autoridad episcopal plenamente consolidada en su
paternal soberanía; la jerarquía de los sacerdotes y de los levitas restaurada
en su poderosa integridad; el antiguo vínculo que une al clérigo a su Iglesia
en el misterio mismo de su consagración, restablecido y, por el hecho mismo,
renovada la antigua sociedad del pueblo fiel estrechamente unido al cuerpo de
su sacerdocio.
Séanos
permitido, a imitación de san Carlos Borromeo y de tantos otros grandes siervos
de Dios[8] y
con el sentimiento profundo de los íntimos votos de la Iglesia y de los divinos
gemidos del Espíritu en ella, manifestados por las aspiraciones de tantas almas
sacerdotales hacia la vida común, hacer todavía votos por una última y feliz restauración.
El sacerdocio, bajo el régimen de la vida común, convirtió a los pueblos
y los formó en la vida cristiana; bajo el régimen de la propiedad de los
clérigos vio debilitarse su acción, mermarse la herencia de Cristo por las
defecciones y la disminución de la fe y del espíritu cristiano, y fue impotente
para contener el lento debilitamiento de la religión en el seno de las
sociedades modernas. Por todas pares los pastores del rebaño se lamentan de la
ineficacia de sus esfuerzos para defenderlo contra el trabajo incesante de la
impiedad y para retenerlo bajo su cayado. Ahora bien, las antiguas fuerzas y la
fecundidad de su ministerio volverán a hallarlas en un generoso retorno a la
antigua comunidad apostólica y a aquel filial abandono bajo la guía de los obispos,
que constituía su unidad y su invencible poder[9].
Vuelva, pues, el patrimonio de la Iglesia a ser el tesoro común bajo la
paternal administración del obispo. En todas partes, sin presión, sino bajo los
suaves impulsos del espíritu apostólico, únanse los clérigos en la gloriosa
pobreza de la vida común que practicaron sus antepasados y que puso al mundo en
sus manos[10].
Este espectáculo nos lo ofrece ya generosamente el sacerdocio de los países
de misión. Ahora bien, el mundo entero no es ya hoy día sino un vasto campo
de misión; y frente a la revolución, que
es el anticristo social, ¿podrá renovarse a no ser mediante una inmensa
expansión del espíritu apostólico dentro del clero?
Las
Iglesias volverán a florecer al soplo de este espíritu.
Su
propio sacerdocio les comunicará de nuevo todos los impulsos sociales de la religión
y de la caridad y las convertirá de nuevo en sociedades activas y dotadas de potente
vitalidad.
Las
Iglesias se convertirán en las grandes tesoreras de Dios, dispensadoras de las
gracias espirituales por la autoridad que Él comunica a su jerarquía, y en
dispensadoras de las limosnas y de las asistencias temporales por la confianza
y la fe de los pueblos.
Las
asambleas eclesiásticas volverán a ser las grandes y solemnes manifestaciones
de la religión de las multitudes y harán que se eleve a Dios la gran voz de los
pueblos en la liturgia que habrá recobrado su antigua popularidad.
En
efecto, hay que reconocer que esta vida de las Iglesias particulares es el
estado normal de la religión en el seno de la humanidad. Es el orden de cosas
instituido divinamente en la jerarquía. Las Iglesias deben ser el foco y hogar
perpetuo y habitual de la vida sobrenatural de los hombres; a fundarlas y a
hacerlas florecer deben concurrir todas las fuerzas cristianas, y el mismo
apostolado de los misioneros y de los religiosos no tiene fin más elevado.
Nada, en efecto, puede ocupar, aquí en la tierra, el lugar de las Iglesias ni
reemplazar su vida en diferentes aspectos.
En el orden de la oración, ninguna devoción particular, por santa y
autorizada que sea, tendrá nunca el valor completamente divino de la liturgia
ni podrá estar llamada a ocupar el puesto que corresponde a la liturgia en la
religión cristiana.
En
el orden del ministerio divino, todos los auxilios necesarios que los
misioneros pueden aportar a las almas no son capaces de abolir el estado de los
pastores ordinarios, ni las misiones pueden sustituir a las Iglesias.
El
papel de las misiones en la vida de la Iglesia católica es inmenso, pero está
subordinado a la constitución de la jerarquía, a la que deben servir de todas
las maneras.
En todos los lugares donde no existen todavía las Iglesias deben prepararlas
las misiones, tender a su establecimiento y rematar en él; en todos los lugares
donde ya están establecidas debe colaborar el apostolado y trabajar por
hacerlas florecientes.
Tal
es su fin principal; debe santificar las almas y, para que esta obra sea
duradera, debe santificar las Iglesias, que son las familias de las almas,
divinamente instituidas en el episcopado y en el sacerdocio ordinario.
Ninguna organización humana, ninguna asociación piadosa suscitada por el
espíritu cristiano, por santa y útil que sea, podrá jamás reemplazar el orden
divino e inmortal de las Iglesias, es decir, el misterio divino de la jerarquía
que desciende del trono de Dios por Jesucristo a la Iglesia universal y por el
episcopado a la Iglesia particular, misterio estable, sociedad sagrada
indisolublemente «ligada a los misterios de Dios mismo»[11].
El
Espíritu Santo, que suscita a su hora providencial las grandes obras
religiosas, las destina a sostener en lo exterior al gran cuerpo de la
jerarquía y a asistir, aquí en la tierra, a las Iglesias en su vida laboriosa,
pero jamás a levantarse sobre las ruinas de su orden eterno.
[1] Concilio de Trento, sesión 6 (1546), Decreto
de reforma, can. 2-4; Ehses 5, 803.804; Hefele 10, 164-165. Sesión
7 (1547), Decreto de reforma, can 5.8. 13-15; Ehses 5, 997-999; Hefele 10, 233-236. Sesión
13 (1551) Decreto de reforma, can. 3-6; Hefele 10, 285-286; cf. Richter, Canones et
Decreta Concilii Tridentini, Leipzig 1853, p. 70 ss. Sesión 14 (1551), Decreto
de reforma, preámbulo y can. 4.12-13; Hefele 10, 384-387 y 390.
Sesión 21 (1562), Decreto de reforma, can. 4-8; Ehses 8, 703-704; Hefele 10, 422-424. Sesión
22 (1562), Decreto de reforma, can. 5.8-10; Ehses 8, 996-997; Hefele 10, 463-464. Sesión
23 (1562), Decreto de reforma, can. 1.4-6; Ehses 9, 623-625; Hefele 10, 494-497. Sesión
25 (1563), Decreto; Ehses 8, 966-967; Hefele 10, 463-464. Sesión
25 (1563), Decreto (de reforma) sobre los regulares y las monjas,
can. 3.9-10; Ehses 9, 1080-1082; Hefele 10, 601.602.605.
[8] San Carlos Borromeo (1538-1584) deseó
inducir a la vida común a todos los canónigos de su catedral; como no pudiera
realizar su deseo fundó los oblatos, clérigos consagrados a la vida común. San
Cayetano (1480-1547) y otros siervos de Dios se propusieron también
el restablecimiento de la vida apostólica en el clero; pero sus esfuerzos
dieron por resultado el establecimiento de diversas congregaciones religiosas,
aunque no lograron que tal vida penetrara en las filas del clero titular de las
Iglesias.
[9] Concilio de Roma (1063), can. 4; Labbe 9, 1176; Mansi 19, 1025; Hefele 4, 1167: «Prescribimos
que los clérigos de los órdenes arriba enumerados (sacerdotes, diáconos, subdiáconos)...
tengan, como conviene a clérigos verdaderamente piadosos, refectorio y
dormitorio comunes, situados cerca de las iglesias para las que hayan sido
ordenados; además que pongan en común todos sus ingresos de dichas iglesias.
Les pedirnos que tiendan con todas sus fuerzas a la vida apostólica.» Este
canon no es sino la reproducción del canon 4 del Concilio de Roma (1059). Sería
demasiado prolijo mencionar aquí todos los documentos que atestiguan la tradición
doctrinal y los deseos de la Iglesia a propósito de la vida apostólica de los
clérigos; diversos autores han hecho de ello tratados especiales. Contentémonos
con citar aquí al gran Pío IX: «Vemos que las antiguas leyes de la Iglesia
no sólo aprobaban, sino que ordenaban que los sacerdotes, los diáconos y los
subdiáconos vivieran juntos, poniendo en común todo lo que obtenían del
ministerio de las Iglesias; y se les recomendaba que tendieran con todas sus
fuerzas a reproducir la vida apostólica, que es la vida común. Así pues, no
podemos menos de alabar y de recomendar a todos los que se unen para llevar
este género de vida eclesiástica» (breve de 17 de marzo de 1866).
[10] ¿Cuál será en el futuro la forma precisa de las santas
renovaciones y de los progresos de la vida eclesiástica? Aquí
proponemos nuestros deseos y nuestras conjeturas apoyadas en los monumentos de
la tradición; pero solamente lo hacemos con timidez. «Los pensamientos
de los hombres son tímidos e inciertos», dice la Sagrada Escritura; "¿quién
entró en el consejo de Dios" y conoció sus secretos? Este gran Dios no
suele revelarnos sus designios sino mediante su realización. Pero hay una cosa de
la que no podemos dudar: a través de las pruebas de la hora presente prepara a
su Iglesia nuevos triunfos y magníficos progresos.