Elección del obispo.
A
estas dos funciones del presbiterio, a saber, la asistencia que presta al
obispo y el encargo de suplirlo cuando falta, hay que añadir el encargo ordinario
de elegir y de presentar al superior, as decir, al Soberano Pontífice, al patriarca
o al metropolitano, la persona que debe recibir de él la herencia de la sede
vacante y la dignidad episcopal.
Ya
hemos tenido ocasión de hacer resaltar la naturaleza de esta elección; hemos
demostrado que no constituye un derecho absoluto para el elegido, que no liga
absolutamente al superior, por lo menos por su esencia y por su sola fuerza, y
que en el fondo no es sino una representación que puede siempre ser suplida o
suprimida al arbitrio de quien es cabeza del episcopado.
La Iglesia romana es, como hemos
dicho, la única que no puede ser despojada de su derecho de elección, por ser
la única que no tiene superior aquí en la tierra. Pero en el seno mismo de esta
Iglesia no cambia de carácter la elección ni confiere propia-mente la potestad
eclesiástica y la misión episcopal.
El
obispo elegido es presentado con las súplicas de la Iglesia vacante a la cabeza
del episcopado, único que puede conferir la jurisdicción y darle la institución
canónica.
La misión desciende de lo alto, del trono de Dios sobre Jesucristo, de
Jesucristo sobre los apóstoles y sus sucesores, y en ningún sentido compete al
presbiterio conferir parte alguna de la misma al obispo que va a ser su cabeza.
Los votos de las Iglesias, aun cuando son dignos de ser escuchados, no pueden
nada en cuanto a la jurisdicción porque no está en ellas la fuente del poder de
los obispos que les son enviados.
Y por lo que hace al elegido de la Iglesia romana, aunque la elección de
esta Iglesia parezca soberana aquí abajo, no obtiene tampoco de ella su autoridad,
sino que es instituido invisiblemente por Dios mismo, como expusimos en su
lugar.