VI
LAS OPERACIONES JERÁRQUICAS EN LA IGLESIA PARTICULAR
Acción de la cabeza sola.
No
basta con exponer la constitución del senado de la Iglesia particular y la
distribución de los empleos especiales que con el tiempo se produjo entre los
miembros que la componen en diferentes grados.
El
obispo se sienta en su trono pontificio; su sacerdocio, en su plenitud, basta a
su Iglesia, y como una fuente copiosa brota sobre sus presbíteros y por éstos
se derrama cuanto es necesario. Los diáconos y los ministros, de pie junto al
trono, preparan los caminos a su autoridad, la ilustran y la hacen eficaz con
su vigilante asistencia.
Hemos
descrito esta forma de la Iglesia en su esencia.
Pero
hay que mostrar todavía cómo este cuerpo animado se mueve y, por el orden de
sus operaciones, manifiesta la vida que de su cabeza irradia sobre él.
Aquí volvemos a hallar las grandes leyes de la actividad jerárquica y
una bella imitación del orden que se manifiesta en las operaciones divinas tal como lo hemos expuesto en nuestra parte segunda.
En Dios mismo — permítasenos recordarlo — nos hace ver la Sagrada Escritura
el tipo sagrado de tres formas accidentales impresas a sus operaciones siempre
análogas a sí mismas en la sustancia.
Unas veces habla el Padre solo; otras veces habla Dios en número plural
y como en el consejo de la Divinidad; otras, finalmente, aparece solo el Hijo,
y sin embargo nos enseña que no está solo y que su Padre está en Él y hace las
obras.
Análogamente, en la Iglesia universal, el Sumo Pontífice, que hace las veces
de Cristo, parece a veces obrar solo a fin de que aparezca bien claro que se
basta a sí misma la soberanía de que es depositario. Pero en ciertas circunstancias
más solemnes se muestra al mundo el concurso del episcopado, y el senado de la
Iglesia universal se reúne en torno a su cabeza. Finalmente, hay casos en que
el episcopado, unido siempre indivisiblemente a esta cabeza en la comunicación
del poder, aparece al exterior como obrando solo para suplir su ausencia
aparente; como si el sol del papado, oculto tras las nubes, continuara moviendo
y rigiendo invisiblemente el coro de sus satélites.
Estas augustas propiedades de la operación jerárquica se reproducen en
un grado inferior en la Iglesia particular.
Y en primer lugar el obispo, que es la cabeza y el principio, puede
obrar solo en el gobierno de su Iglesia, y su autoridad basta para dar pleno
valor a sus actos. Viene de lo alto y se sostiene por sí misma. No toma nada de
los elementos inferiores; comunica de su plenitud a los presbíteros y no recibe
nada de ellos.
Así desde el origen, y en todos los tiempos, el obispo ha establecido
leyes, ha formulado juicios, ha gobernado a su pueblo. Él administra lo
temporal como lo espiritual de la Iglesia; y si se procura cooperadores en sus
presbíteros, no es porque su autoridad sea insuficiente en sí misma, sine para
hacerla más eficaz y elevar su propia actividad, que ejerce por medio de ellos,
al nivel de esta misma autoridad. Así pues, los sacerdotes, recibiendo la comunicación
de dicha autoridad, no pueden disminuirla en su fuente: en su fondo, la parte
que tienen de ella, no cesa de depender del obispo, puesto que siempre es él su
principio único y permanente.
Así, en la augusta Trinidad, el Padre es el único principio de todo
poder y de toda operación comunicada al Hijo: en la Iglesia católica,
Jesucristo, su divina cabeza, es a su vez, en Sí mismo y por su vicario, el solo principio del que
todos los obispos reciben su autoridad, sin que él mismo tome nada de los
obispos ni reciba el menor acrecentamiento por su concurso.
El
obispo solo debe, por tanto, tener en la mano el timón de la nave de su
Iglesia. Su autoridad debe ser siempre limitada en su ejercicio por la
autoridad, superior a la suya, del vicario de Jesucristo o de los que lo
representan y por las leyes que emanan de esta autoridad superior, pero fuera
de esto no debe conocer otra dependencia.
En
este orden natural y necesario los presbíteros, como toda la grey, pertenecen
al obispo y le pertenecerán en toda la sucesión de los siglos, pero no pueden
trazarle leyes ni disminuir su imperio, como esos hijos rebeldes de que habla
la Escritura, que dicen a su padre: «¿Por qué nos has dado la existencia y qué
importa que te debamos la vida?» (Is.
XLV, 10).
La
antigüedad nos ha transmitido esta doctrina.
Las
Constituciones apostólicas, monumentos de la disciplina recibida
universalmente en los primeros siglos, lo expresan altamente: «Aplícate,
obispo, a mostrarte puro e irreprochable, y
responda tu vida a tu dignidad; porque como imagen de Dios en medio de
los hombres, presides a todos los sacerdotes, los reyes, los magistrados, los padres
y los hijos te están igualmente sumisos. Asciende, pues, al trono de tu Iglesia
y habla como quien tiene el poder de juzgar. Porque a vosotros, obispos, se os
ha dicho: "Todo lo que atareis... en la tierra quedará atado en el cielo,
y todo lo que desatareis en la tierra quedará desatado en el cielo" (Mt XVIII, 18)»[1].
Podrían
multiplicarse indefinidamente los testimonios, y este poder del obispo es tan
constantemente establecido en su independencia y en su soberanía sobre la
Iglesia particular, que los concilios están llenos de advertencias acerca del
mal uso que los particulares pueden hacer de él.
[1] Constituciones apostólicas, L 2, c. 11; PG 1,
612-614.