domingo, 29 de septiembre de 2019

Proemio del Cardenal Billot al Tratado De Ecclesia Christi (II de IV)

La pesca milagrosa, de Henry-Pierre Picou


   Pero en verdad, nunca olvida la oración de los pobres, ni aleja su rostro de los que en Él esperan. Por lo cual abiertamente dice aquí que los vio fatigarse remando. Los vio, en efecto, el Señor trabajando en el mar, aunque desde la tierra, ya que, si bien parecería que el auxilio de la tribulación se difiere hasta la hora convenida, sin embargo, para que no defeccionen en la tribulación, protege a los suyos por piedad e incluso algunas veces los libera con manifiesta ayuda al vencer las adversidades como pisando y calmando las inmensas olas, como aquí también subsecuentemente se insinúa cuando dice:

Y a la cuarta vigilia de la noche vino a ellos, caminando sobre el mar. Mas los discípulos viéndolo andar sobre el mar, se turbaron diciendo: Es un fantasma; y en su miedo, se pusieron a gritar. Pero en seguida les habló Jesús y dijo: “¡Animo! soy Yo. No temáis”. Entonces, respondió Pedro y le dijo: “Señor, si eres Tú, mándame ir a Ti sobre las aguas.” Él le dijo: “¡Ven!”. Y Pedro saliendo de la barca, y andando sobre las aguas, caminó hacia Jesús. Pero, viendo la violencia del viento, se amedrentó, y como comenzase a hundirse, gritó: “¡Señor, sálvame!” Al punto Jesús tendió la mano, y asió de él diciéndole: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” Y cuando subieron a la barca, el viento se calmó[1].

La cuarta vigilia es la última parte de la noche. Trabajan, pues, durante todo el tiempo de la oscura noche, mas al acercarse el alba, y al despuntar el sol y el día eterno cual Lucífero Prometido, vino el Señor caminando sobre los furores del mar, aunque no es todavía el fin de la tempestad. Incluso parece crecer, al no reconocer al Señor cuando viene, al confundirlo con un fantasma, al salir Pedro de su nave como de su sede a caminar sobre las aguas con temor y finalmente al ya dejarse ver el impetuoso viento. Pero Cristo le tendió la mano para que no se sumerja en lo profundo y cuando ambos, Jesús y Pedro, volvieron a la nave, inmediatamente cesó el viento y como narra Juan, inmediatamente la nave fue a la tierra a donde iban (Jn. VI, 21).

Aquí ves la imagen de la nave apostólica que finalmente llega, al fin del siglo, a la costa de la tierra de los vivientes. Faltaba prefigurar lo que sucedería al final de esta felicísima navegación, pasada la noche y llegado el día. Esto está figurado en la pesca milagrosa que acontece después de la resurrección de Cristo.


“Después de esto, Jesús se manifestó otra vez a los discípulos a la orilla del mar de Tiberíades. He aquí cómo: Simón Pedro, Tomás, llamado Dídimo; Natanael, el de Cana de Galilea; los hijos de Zebedeo, y otros dos discípulos, se encontraban juntos. Simón Pedro les dijo: “Yo me voy a pescar.” Le dijeron: “Vamos nosotros también contigo.” Partieron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Cuando ya venía la mañana, Jesús estaba sobre la ribera, pero los discípulos no sabían que era Jesús.  Jesús les dijo: “Muchachos, ¿tenéis algo para comer?” Le respondieron: “No.” Entonces les dijo: “Echad la red al lado derecho de la barca, y encontraréis.” La echaron, y ya no podían arrastrarla por la multitud de los peces. Entonces el discípulo, a quien Jesús amaba, dijo a Pedro: “¡Es el Señor!” Oyendo que era el Señor, Simón Pedro se ciñó la túnica —porque estaba desnudo— y se echó al mar. Los otros discípulos vinieron en la barca, tirando de la red (llena) de peces, pues estaban sólo como a unos doscientos codos de la orilla. Al bajar a tierra, vieron brasas puestas, y un pescado encima, y pan. Jesús les dijo: “Traed de los peces que acabáis de pescar.” Entonces Simón Pedro subió (a la barca) y sacó a tierra la red, llena de ciento cincuenta y tres grandes peces y a pesar de ser tantos, la red no se rompió” (Jn. XXI, 1-11).

Todas estas cosas insinúan el fin de los tiempos y la bienaventurada consumación de los trabajos de la Iglesia.

“A esto pertenece aquello de cuando ya venía la mañana, Jesús estaba sobre la ribera, ya que la ribera es también el fin del mar y, por lo tanto, significa el fin del siglo. Lo cual también se ve en el hecho de que Pedro arrastró la red a la tierra, esto es, a la ribera; la cual el mismo Señor abrió y dio una semejanza cuando en otro lugar habló de la red tirada al mar, y la trajeron a la ribera, y para explicar qué era la ribera, dijo: así será en la consumación del siglo.

Pero estas son parábolas y no los sucesos mismos, los cuales, así como en esta ocasión indicó lo que sucedería en el futuro, así el Señor, por medio de la primera pesca quiso simbolizar la Iglesia tal cual existe ahora. La cual hizo al inicio de su predicación, mientras que esto sucedió después de su resurrección; en aquélla se pescaron peces buenos y malos a fin de significar los miembros que la Iglesia tiene actualmente; en ésta sólo los buenos que tendrá eternamente, una vez acaecida la resurrección de los muertos al fin del siglo. Finalmente, allí (en la primera pesca), el Señor no estaba en la ribera como en este caso, cuando ordenó pescar, sino que, al subir en una nave, que era la de Simón, dijo: “conduce mar adentro y lanza vuestras redes para pescar”, y lo que pescaron quedó en la nave y no llevaron la red a tierra como en este caso.

Por medio de estos signos, y otros que pudieran observarse, se simbolizó primero la Iglesia en este siglo y luego en el fin del mundo; por eso aquella fue antes y ésta después de la resurrección del Señor, ya que en la primera éramos llamados y en la segunda resucitados. Allí la red no se tira a la derecha, a fin de no significar sólo los buenos, ni a la izquierda, por los malos, sino a cualquier parte: “lanza vuestras redes para pescar”, a fin de que entendamos tanto a los buenos como a los malos. Aquí en cambio: “Echad la red, dijo, al lado derecho de la barca”, a fin de significar sólo a los buenos que han de estar a la derecha. Allí, la red estaba a punto de romperse, para simbolizar el cisma; aquí, en cambio, puesto que ningún cisma puede darse en la suma tranquilidad de los santos, el Evangelista agrega: “y a pesar de ser tantos, esto es, tan grandes, la red no se rompió”, como si tuviera en mente (el Evangelista) aquella vez en que la red no se rompió y, en comparación con aquel suceso, quiso remarcar la mayor perfección del presente caso. Allí se pescó tal multitud de peces de forma que las dos naves se sumergían; no se sumergieron, sino que amenazaban hundirse. ¿De dónde surgen en la Iglesia tantas cosas que gemimos sino del hecho de no poder contener tanta multitud que entra para sumergir la disciplina con sus costumbres completamente ajenas a la vía de los santos? Aquí, en cambio, lanzaron la red a la derecha, y ya no podían arrastrarla por la multitud de los peces.

¿Qué quiere decir y ya no podían arrastrarla, sino que lo que pertenece a la resurrección de la vida, es decir, a la derecha y que mueren entre las redes del nombre cristiano, no es sino en la ribera, esto es, aparecerán cuando resuciten al fin del siglo? Por lo tanto, no pudieron arrastrar la red de forma de poner en la nave los peces capturados como sucedió con aquellos con los cuales se rompía la red y estaban cargadas las naves.

La Iglesia tiene a estos de la derecha después del fin de su vida en el sueño de la paz como escondidos en lo profundo hasta que lleguen a la ribera con la red que era arrastrada por casi doscientos codos. Por último, en aquella pesca no se da el número, para que suceda allí lo que fue predicho por el Profeta: “Yo quisiera anunciarlos y proclamarlos, pero su número excede a todo cálculo” (Sal. XXXIX, 6). Aquí, en cambio, no exceden todo cálculo, sino que es un número cierto: ciento cincuenta y tres[2].

Con estos y otros muchos indicios es claro que está admirablemente prefigurada la verdadera Iglesia de Cristo en la humilde nave apostólica y con respecto a todas y cada una de las cosas que le pertenecen. Está prefigurada la jerarquía, resumida en Simón Pedro, el capitán de la nave; están prefigurados los miembros, reconocidos en los peces buenos y malos; prefigurada el destino y la obra perenne en cuanto que la Iglesia no es una suntuosa nave de tres remos para comodidad de la navegación, no es una nave de guerra construida con letíferas armas de guerra, sino una simple barca de pescador y no matan lo capturado sino que lo reservan y extraen las presas vivas de lo profundo a la luz, conducen arriba a los que nadan en las partes inferiores. Prefigurado, finalmente, el éxito feliz de tantas obras ya que los peces concurren a cualquier parte del abismo que se tiran las redes de la navecilla, ya que la nave fluctúa, pero no se sumerge, dado que tiene como auxiliador a aquel a quien obedecen los vientos y el mar, ya que está cierta de arribar a la ribera de la bienaventurada eternidad, según el gran misterio que en el Evangelio de Juan se recomienda insistentemente al final.


 [1] Mt. XIV, 25-32.

    [2] Beda, in S. Ioannis Evangelium Expositio, cap. 21.