El
concilio en su función doctrinal sirve también, como hemos visto, para la
propagación de la fe cristiana. Y en esta línea también la integridad del
mensaje revelado es de gran importancia. El concilio ecuménico trabaja para la
apropiada propagación de la fe Católica insistiendo en el carácter revelado de
las verdades que, aunque nos han sido en realidad comunicadas sobrenaturalmente
por Dios, son menos conformes con los prejuicios y modas del mundo
no-cristiano.
En
uno de los pronunciamientos doctrinales más importantes y trascendentales del
siglo XIX, León XIII reprobó explícitamente el error de aquellos que afirmaban
que “para ganar las voluntades de aquellos que disienten de nosotros, es
oportuno omitir ciertos puntos de la doctrina como si fueran de menor
importancia, o moderarlos de tal manera que no conservarían el mismo sentido
que la Iglesia constantemente les ha dado”[1]. Este fue el error
fundamental denunciado en la Testem
benevolentiae. Era la base del sistema conocido en teología como Americanismo. Era también la raíz de la
teoría modernista.
Nuestro
Señor ordenó a sus Apóstoles exponer a todas las naciones todas las verdades
que le impuso a ellos. La propagación y difusión del mensaje cristiano forma
parte integral de la actividad doctrinal de Su Iglesia. Objetivamente, no
hay nada más ridículo que imaginar que cualquier hombre ha sido autorizado por
Dios para limitar o modificar Su mensaje a fin que su doctrina pueda ser más
aceptable o agradable a las personas por las cuales Cristo murió y a quienes
está dirigido el mensaje. Nuestro Señor quiere que Su mensaje sea
predicado. No consiente la difusión de algún cuerpo de doctrina que sea una
falsificación parcial o errónea del Suyo.
El
concilio ecuménico, en su actividad doctrinal, trabaja en contra de esta
tendencia. Los Padres del concilio congregados, reunidos bajo el liderazgo y
dirección de la cabeza del colegio apostólico, describen a la vista de todos
los hombres la doctrina saludable de Cristo. Reprueban y condenan, no
cualesquiera errores teóricos, sino aquellos que son virulentos y amenazantes
al momento mismo de su convocación. Así, trabajan para hacer realidad la
integridad de la fe cristiana en los miembros de la Iglesia y la integridad del
mensaje cristiano que es predicado a aquellos que están fuera del rebaño.
El
fin último y que corona la actividad doctrinal del concilio es pues la gloria
del Dios Trino.
Se
debe enfatizar que esto es cierto mucho más que en sentido general. Gloria
es el conocimiento claro con alabanza. La gloria de Dios consiste en el
reconocimiento de Su infinita excelencia, y la aceptación y alabanza de esa
perfección. La gloria interna de Dios se encuentra en el acto infinitamente
comprehensivo de Su propio conocimiento, que se identifica absolutamente en
realidad con Su propio ser y esencia, y en el acto infinitamente perfecto de Su
amor por Sí mismo. Obviamente que nada de lo que pueda hacer una creatura puede
contribuir de alguna manera a esta gloria esencial e interna del Creador divino.
De todas formas, la gloria
externa de Dios, consiste en la percepción de Su suprema y soberana bondad por
parte de una creatura intelectual, y en el amor o alabanza que la creatura
intelectual le da a Dios, a quien conoce. Así, el acto más perfecto en el que
Dios recibe Su gloria externa es el acto de la Visión Beatífica, el acto en el
que la creatura, elevada por el poder de la gracia de Dios, entiende directa e
inmediatamente a Dios en la Trinidad de Sus Personas y en la Unidad de Su
Naturaleza.
Este acto, en el cual se
adquiere básicamente la gloria externa de Dios, es el objetivo final de toda la
vida y orden sobrenatural. Y, de hecho, todo el universo creado existe
precisamente para contribuir a la gloria externa de Dios, que se ha de obtener
en la claridad y perfección de la Visión Beatífica. Incluso los objetos
inanimados tienen el ser para que puedan ser usados por las creaturas
racionales, fortalecidas y elevadas por el poder de la gracia sobrenatural de
Dios, para la obtención de ese acto en el cual en última instancia se ha de
producir la gloria externa de Dios.
En último término, todos los descubrimientos científicos recientes y
espectaculares van a mostrar algo de la perfección y complejidad intrínseca de
lo que es en sí mismo un instrumento creado para servir a Dios ayudando al
hombre a alcanzarlo, poseerlo, y glorificarlo en la Visión Beatífica.
El acto de fe, y por lo tanto
la presentación de aquellas verdades que son aceptadas en el acto de fe, tienen
un lugar preciso y único en relación a la gloria externa de Dios. En primer
lugar, Dios es glorificado de una manera perfecta, sobrenatural pero aún así
preparatoria en el acto de fe divina y en el acto de caridad que debe
acompañarlo. En el acto de fe hay un conocimiento real de Dios. El hombre que
cree en el mensaje divinamente revelado está cierto en su posesión de verdades
genuinas sobre Dios, tal como es conocido en la Trinidad de sus Personas y en
la Unidad de su Naturaleza. El conocimiento de fe constituye lo que puede
llamarse como el trabajo preliminar de la gloria de Dios. Cuando esa fe va
acompañada, como debería serlo, por la caridad divina, aquel que posee estas
virtudes y realiza estos actos glorifica realmente a Dios.
Este
punto resalta todavía más cuando consideramos la razón de la necesidad moral
del acto de fe divina. La Constitución dogmática Dei Filius del Concilio Vaticano nos dice que:
“Ya que el hombre depende totalmente de Dios como su
creador y Señor, y ya que la razón creada está completamente sujeta a la verdad
increada; nos corresponde rendir a Dios que revela el obsequio del
entendimiento y de la voluntad por medio de la fe”[2].
Según
esta enseñanza, es fácil darse cuenta que la obediencia de fe en sí misma
constituye un acto en el cual la creatura racional, fortalecida y elevada por
la gracia sobrenatural de Dios, glorifica definitivamente a Dios. Le da a
Dios la obediencia de su fe porque reconoce el hecho de que estaría
incumpliendo su deber como hombre si no lo obedeciera. Ese servicio le
es estrictamente debido a Dios porque dependemos completamente de Él en cuanto
a nuestra existencia y a nuestra vida. También le es debida porque la verdad
que Dios envía a los hombres y que les ordena aceptar con asentimiento de fe
divina es la misma verdad para la cual el intelecto humano ha sido creado para
percibir y poseer.
La
función doctrinal inmediata de la Iglesia Católica, y por lo tanto del concilio
ecuménico dentro de la Iglesia, es presentar el cuerpo de enseñanza que Dios
reveló y que quiere y ordena que los hombres acepten como cierto con
asentimiento de fe divina. Cualquier relajamiento en la presentación de ese
mensaje es algo obvia y seriamente derogatorio de la gloria externa de Dios.
Dios es insultado más que reverenciado cuando los hombres son influenciados
para aceptar en su autoridad algunas doctrinas diversas a las que reveló por
medio de su divino Hijo y que la Iglesia Católica ha sido constituida y
comisionada para enseñar y proteger. De la misma manera, la causa de la gloria
de Dios se vé afectada adversamente cuando los hombres tienen dudas sobre el
estado de alguna verdad que Dios ha enseñado en realidad, y que de hecho forma
parte del mensaje cristiano. Y finalmente la causa de la gloria de Dios se daña
cuando los fieles son llevados a creer que alguna doctrina revelada puede ser
tratada como un tema abierto a discusión dentro de la Iglesia.
El concilio ecuménico trabaja
definitiva y directamente por la gloria de Dios cuando enseña la doctrina
salvadora de Cristo de tal forma que resuelve definitivamente cuestiones sobre
su significado y contenido y condena los errores actuales y más importantes que
se oponen a esa doctrina. Trabaja por la gloria de Dios cuando hace avanzar la
causa de la integridad y vitalidad de la fe Católica. La enseñanza cierta y
precisa de lo que Dios ha revelado por medio de Jesucristo es siempre algo
bueno, y es algo que siempre contribuye a esa gloria divina por la cual todo el
universo fue creado.
Especialmente
ahora, cuando estamos ante el prospecto de otro concilio ecuménico en un futuro
próximo, es bueno que recordemos estas verdades fundamentales. Durante el
tiempo del Concilio Vaticano los fieles fueron molestados con sugestiones de
que la definición de un dogma de fe Católica podía ser inoportuna. Se
los influenció para que pensaran que podía haber intereses mundanos tan
importantes e influyentes que podían hacer que la declaración completa y sin
compromisos del mensaje revelado de Dios podía ser otra cosa que no sea
completamente conveniente.
Además, floreció en aquellos
días una especie de minimalismo que incentivaba a los fieles a ver en las definiciones
dogmáticas y en los pronunciamientos doctrinales auténticos del magisterio
eclesiástico en cierta manera como onerosos y como actos que había que evitar
tanto como fuera posible. Afortunadamente, esa
manera particular de pensar ya no es sostenida explícitamente en nuestro
tiempo, pero siempre existe la posibilidad que su influencia reviva.
La
afirmación clara y cierta de las verdades reveladas por Dios no es una carga
impuesta sobre el creyente. La condena de errores opuestos a las enseñanzas de
fe no debe ser considerada de manera alguna como una restricción a la libertad
humana. En última instancia es el acto que la Iglesia, e incidentalmente el
concilio ecuménico, debe realizar. Es un acto que conduce a y se requiere para
la consecución de la gloria de Dios.
[1] DH 3340/1967.
[2] Acta et Decreta, col. 251. DH 3008/1789.