Nota del Blog: En esta
oportunidad presentamos la traducción del hermoso proemio que el Cardenal Billot,
el mejor teólogo del siglo XX, escribió al mejor de sus libros, el insuperable tratado
sobre la Iglesia.
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Nada más común en los Escritores Sacros que mostrar el siglo presente
bajo la similitud del basto y borrascoso mar en el que se encuentra sumergido
el género humano después de la prevaricación de Adán como en un abismo profundo
y tenebroso de perdición. De aquí que el Verbo, viniendo de lo alto a fin de
librarnos de las profundidades y conducirnos a la tierra de los vivientes,
eligió expresamente a los apóstoles que destinaba como vicarios de su obra, de
entre los pescadores del mar de Galilea, diciendo:
“Venid en pos de Mí y os haré pescadores de
hombres” (Mt. IV, 19).
Además, quiso que su Iglesia, que instituía como
medio universal de salvación, fuera figurada por aquella barca que usó continuamente
y en la cual tuvo, por así decirlo, su cuasidomicilio, mientras recorría
las ciudades y villas de la costa del lago de Genesareth predicando el
Evangelio.
“Y sucedió que la
muchedumbre se agolpaba sobre Él para oír la palabra de Dios, estando Jesús de
pie junto al lago de Genesaret. Y viendo dos barcas amarradas a la orilla del
lago, cuyos pescadores habían descendido y lavaban sus redes, subió en una de
aquéllas, la que era de Simón, y rogó a éste que la apartara un poco de la
tierra. Y sentado, enseñaba a la muchedumbre desde la barca. Cuando acabó de
hablar, dijo a Simón: “Guía adelante, hacia lo profundo, y echad las redes para
pescar.” Simón le respondió y dijo: “Maestro, toda la noche estuvimos bregando
y no pescamos nada, pero, sobre tu palabra, echaré las redes.” Lo hicieron, y
apresaron una gran cantidad de peces. Pero sus redes se rompían. Entonces
hicieron señas a los compañeros, de la otra barca, para que viniesen a
ayudarles. Vinieron, y se llenaron ambas barcas, a tal punto que se hundían.
Visto lo cual, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús, y le dijo: “¡Apártate
de mí Señor, porque yo soy un pecador!”. Es que el estupor se había apoderado
de él y de todos sus compañeros, por la pesca que habían hecho juntos; y lo
mismo de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran socios de Pedro. Y Jesús
dijo a Simón: “No temas; desde ahora pescarás hombres”[1].
Esto es: así como hoy
llenaste tus redes con tan gran multitud de peces por medio de un prodigio
admirable, así también luego, y con el mismo poder y por un milagro aún mayor,
sacarás las almas del profundo abismo del mundo y las conducirás a tu barca y
de allí a la costa de la quietud sempiterna. Con estas palabras el Señor se dignó exponer el magno misterio (lit. sacramentum) de la pesca milagrosa, a
fin de mostrarnos con este hecho lo que sucederá en la Iglesia hasta la consumación del tiempo.
Hay dos barcas, una de Pedro y otra de los hijos del Zebedeo, que representan
a los dos pueblos, el de la circuncisión y el de los gentiles, de los cuales se
congrega la Iglesia. Pero, a causa de la unidad del misterio, el Señor subió sólo
a una de las barcas: la de Pedro y sólo a él le ordenó conducir mar adentro y
lanzar las redes para pescar; finalmente, Juan y Santiago, que eran compañeros
de Pedro, cumplieron su trabajo bajo sus órdenes y participaron de su bendición
y abundancia.
La razón por la cual la multitud de
peces fue tan grande, a punto tal que las redes se rompían, es que a la
confesión de la fe entran indistintamente buenos y malos, los cuales son los
que desgarran la red apostólica. Por eso, la red llena de toda clase de peces
no es conducida todavía a la costa, a fin de reservar allí a todos los peces,
sino que tanto los peces buenos como los malos llenan la nave, en lo cual está
significado el estado presente de la Iglesia. Luego vendrá el tiempo en que, sentados
a lo largo de la costa, juntarán los buenos en canastos, mientras a los malos los arrojarán
afuera; lo cual sucederá en la consumación del siglo.
Pero detengámonos todavía
un poco más en la consideración de la Iglesia tal cual existe ahora. La misma barca
mostró en bella forma su destino, si es lícito hablar así, desde la cual Jesús
enseñaba a las turbas, adornándola con el privilegio de recoger en sus redes a
los habitantes de las profundidades. No
fue destinada a los mares tranquilos, sino más bien estuvo sujeta a crueles
tempestades, no obstante la benéfica presencia de Jesús, lo cual de ninguna
manera se aleja de la alegoría propuesta por nosotros. ¿Cómo es que el abismo no pudo tomar para sí
esa presa? ¿Cómo es que enmudeció? ¿Cómo es que no intentó destrozar y devorar
aquella barca del pescador por la que tanto teme ser destruida?
“Surcaban en naves el mar, traficando sobre las
vastas ondas, ésos vieron las obras del Señor, y sus maravillas en el piélago.
Con Su palabra suscitó un viento borrascoso, que levantó las olas del mar;
subían hasta el cielo y descendían hasta el abismo, Su alma desmayaba en medio
de sus males. Titubeaban y se tambaleaban como ebrios, y les fallaba toda su
pericia. Y clamaron a Yahvé en su angustia, y Él los sacó de sus tribulaciones.
Tornó el huracán en suave brisa, y las ondas del mar callaron. Y se alegraron
de que callasen, y los condujo al puerto deseado”[2].
En verdad, todas estas
cosas se verificaron literalmente más bien en la barca pescadora de Cristo que
en las grandes naves que atravesaron el océano hasta Ofir.
“Entró Jesús[3] en casa de
Pedro y vio a la suegra de éste, en cama, con fiebre. La tomó de la mano y la
fiebre la dejó. Llegada la tarde les mandó ir hasta la otra orilla. Cuando
subió después a la barca, sus discípulos lo acompañaron y de pronto el mar se
puso muy agitado y las olas se lanzaron sobre la barca, hasta el punto que ella
estaba por llenarse. Mas Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Los
discípulos se acercaron y lo despertaron diciéndole: “Señor sálvanos que
perecemos”, y les dijo Jesús: “¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces
increpó al viento y al oleaje y cesaron y hubo gran bonanza”.
De nuevo en la nave de Pedro, pues saliendo de su casa le ordenó que lo
transportara. De nuevo la imagen de la Iglesia en este mundo fluctuante y arribando al
puerto con la ayuda celeste, la cual se cree continuamente a punto de sumergir,
al crecer por todas partes el ímpetu de los espíritus inmundos y de los hombres
malvados. A punto está de ser pisoteada, de perecer todo, y lo que es el colmo
de los males, parecería que Jesús se ha olvidado del peligro de los suyos en
medio del mar borrascoso. Pero a su debido tiempo se despertará de su sueño e
impondrá silencio a la tempestad con su mano; entonces su aspecto sobre las
olas será como el rayo del sol; entones las superficies de las aguas resplandecerán
inundadas de luz con leve movimiento como si exultaran de alegría mientras el
soplo ligero acaricia dulcemente las velas de la nave. Sin embargo, calmada una
tempestad, pronto se sucede otra, y a medida que más se acerque el fin del
mundo, tanto más crecerán los errores, crecerán los terrores, crecerá la
iniquidad, crecerá la infidelidad. Y así en otra circunstancia vemos peligrar la
nave durante toda la noche hasta la cuarta vigilia, mientras Jesús estaba solo
en el monte, como si morara en un velo de celestial altitud, y los discípulos
luchaban en el mar contra un fuerte viento.
“E inmediatamente, dijo,[4] obligó a sus discípulos a reembarcarse y a
adelantársele hacia la otra orilla, en dirección a Betsaida, mientras Él
despedía a la gente. Habiéndola en efecto despedido, se fue al monte a orar.
Cuando llegó la noche, la barca estaba en medio del mar y Él solo en tierra. Y
viendo que ellos hacían esfuerzos penosos por avanzar, el viento les era
contrario”.
Aquí de nuevo, como dice
Beda super Marcum, el trabajo de los
discípulos remando y el viento contrario señalan los trabajos de la santa
Iglesia, la cual entre las olas del siglo enemigo se esfuerza por llegar al
descanso de la patria celestial. Con razón, pues, se dice que la barca estaba
en medio del mar y Él sólo en tierra, porque a veces la Iglesia no sólo es
afligida sino también mancillada con tanta persecución de parte de los gentiles
de modo que, si fuera posible, parecería que su Redentor la ha abandonado del
todo. De donde sale su voz de entre las olas y tempestades llenas de
tentaciones y solicita el auxilio de su protección gimiendo con clamor:
“¿Por
qué, Yahvé, te estás lejos? ¿Te escondes en el
tiempo de la tribulación?”.
Y también muestra
igualmente la voz del enemigo que le persigue al agregar:
“Dice
en su corazón: “Dios está desmemoriado, apartó su rostro,
nunca ve nada”[5].
[1]
Lc. V; 1-10
[2] Sal. CVI, 23-30.
[3] Mt. VIII, 14-26; Mc. IV, 35-39; Lc. VIII,
22-24.
[4] Mc. VI,
45-51; Mt. XIV, 22-32; Io. VI, 16-21-
[5]
Sal. IX, 22.32.