jueves, 26 de septiembre de 2019

La actividad doctrinal del Concilio Ecuménico, por Mons. Fenton (III de III)


El concilio en su función doctrinal sirve también, como hemos visto, para la propagación de la fe cristiana. Y en esta línea también la integridad del mensaje revelado es de gran importancia. El concilio ecuménico trabaja para la apropiada propagación de la fe Católica insistiendo en el carácter revelado de las verdades que, aunque nos han sido en realidad comunicadas sobrenaturalmente por Dios, son menos conformes con los prejuicios y modas del mundo no-cristiano.

En uno de los pronunciamientos doctrinales más importantes y trascendentales del siglo XIX, León XIII reprobó explícitamente el error de aquellos que afirmaban que “para ganar las voluntades de aquellos que disienten de nosotros, es oportuno omitir ciertos puntos de la doctrina como si fueran de menor importancia, o moderarlos de tal manera que no conservarían el mismo sentido que la Iglesia constantemente les ha dado”[1]. Este fue el error fundamental denunciado en la Testem benevolentiae. Era la base del sistema conocido en teología como Americanismo. Era también la raíz de la teoría modernista.

Nuestro Señor ordenó a sus Apóstoles exponer a todas las naciones todas las verdades que le impuso a ellos. La propagación y difusión del mensaje cristiano forma parte integral de la actividad doctrinal de Su Iglesia. Objetivamente, no hay nada más ridículo que imaginar que cualquier hombre ha sido autorizado por Dios para limitar o modificar Su mensaje a fin que su doctrina pueda ser más aceptable o agradable a las personas por las cuales Cristo murió y a quienes está dirigido el mensaje. Nuestro Señor quiere que Su mensaje sea predicado. No consiente la difusión de algún cuerpo de doctrina que sea una falsificación parcial o errónea del Suyo.

El concilio ecuménico, en su actividad doctrinal, trabaja en contra de esta tendencia. Los Padres del concilio congregados, reunidos bajo el liderazgo y dirección de la cabeza del colegio apostólico, describen a la vista de todos los hombres la doctrina saludable de Cristo. Reprueban y condenan, no cualesquiera errores teóricos, sino aquellos que son virulentos y amenazantes al momento mismo de su convocación. Así, trabajan para hacer realidad la integridad de la fe cristiana en los miembros de la Iglesia y la integridad del mensaje cristiano que es predicado a aquellos que están fuera del rebaño.

El fin último y que corona la actividad doctrinal del concilio es pues la gloria del Dios Trino.


Se debe enfatizar que esto es cierto mucho más que en sentido general. Gloria es el conocimiento claro con alabanza. La gloria de Dios consiste en el reconocimiento de Su infinita excelencia, y la aceptación y alabanza de esa perfección. La gloria interna de Dios se encuentra en el acto infinitamente comprehensivo de Su propio conocimiento, que se identifica absolutamente en realidad con Su propio ser y esencia, y en el acto infinitamente perfecto de Su amor por Sí mismo. Obviamente que nada de lo que pueda hacer una creatura puede contribuir de alguna manera a esta gloria esencial e interna del Creador divino.

De todas formas, la gloria externa de Dios, consiste en la percepción de Su suprema y soberana bondad por parte de una creatura intelectual, y en el amor o alabanza que la creatura intelectual le da a Dios, a quien conoce. Así, el acto más perfecto en el que Dios recibe Su gloria externa es el acto de la Visión Beatífica, el acto en el que la creatura, elevada por el poder de la gracia de Dios, entiende directa e inmediatamente a Dios en la Trinidad de Sus Personas y en la Unidad de Su Naturaleza.

Este acto, en el cual se adquiere básicamente la gloria externa de Dios, es el objetivo final de toda la vida y orden sobrenatural. Y, de hecho, todo el universo creado existe precisamente para contribuir a la gloria externa de Dios, que se ha de obtener en la claridad y perfección de la Visión Beatífica. Incluso los objetos inanimados tienen el ser para que puedan ser usados por las creaturas racionales, fortalecidas y elevadas por el poder de la gracia sobrenatural de Dios, para la obtención de ese acto en el cual en última instancia se ha de producir la gloria externa de Dios. En último término, todos los descubrimientos científicos recientes y espectaculares van a mostrar algo de la perfección y complejidad intrínseca de lo que es en sí mismo un instrumento creado para servir a Dios ayudando al hombre a alcanzarlo, poseerlo, y glorificarlo en la Visión Beatífica.

El acto de fe, y por lo tanto la presentación de aquellas verdades que son aceptadas en el acto de fe, tienen un lugar preciso y único en relación a la gloria externa de Dios. En primer lugar, Dios es glorificado de una manera perfecta, sobrenatural pero aún así preparatoria en el acto de fe divina y en el acto de caridad que debe acompañarlo. En el acto de fe hay un conocimiento real de Dios. El hombre que cree en el mensaje divinamente revelado está cierto en su posesión de verdades genuinas sobre Dios, tal como es conocido en la Trinidad de sus Personas y en la Unidad de su Naturaleza. El conocimiento de fe constituye lo que puede llamarse como el trabajo preliminar de la gloria de Dios. Cuando esa fe va acompañada, como debería serlo, por la caridad divina, aquel que posee estas virtudes y realiza estos actos glorifica realmente a Dios.

Este punto resalta todavía más cuando consideramos la razón de la necesidad moral del acto de fe divina. La Constitución dogmática Dei Filius del Concilio Vaticano nos dice que:

“Ya que el hombre depende totalmente de Dios como su creador y Señor, y ya que la razón creada está completamente sujeta a la verdad increada; nos corresponde rendir a Dios que revela el obsequio del entendimiento y de la voluntad por medio de la fe”[2].

Según esta enseñanza, es fácil darse cuenta que la obediencia de fe en sí misma constituye un acto en el cual la creatura racional, fortalecida y elevada por la gracia sobrenatural de Dios, glorifica definitivamente a Dios. Le da a Dios la obediencia de su fe porque reconoce el hecho de que estaría incumpliendo su deber como hombre si no lo obedeciera. Ese servicio le es estrictamente debido a Dios porque dependemos completamente de Él en cuanto a nuestra existencia y a nuestra vida. También le es debida porque la verdad que Dios envía a los hombres y que les ordena aceptar con asentimiento de fe divina es la misma verdad para la cual el intelecto humano ha sido creado para percibir y poseer.

La función doctrinal inmediata de la Iglesia Católica, y por lo tanto del concilio ecuménico dentro de la Iglesia, es presentar el cuerpo de enseñanza que Dios reveló y que quiere y ordena que los hombres acepten como cierto con asentimiento de fe divina. Cualquier relajamiento en la presentación de ese mensaje es algo obvia y seriamente derogatorio de la gloria externa de Dios. Dios es insultado más que reverenciado cuando los hombres son influenciados para aceptar en su autoridad algunas doctrinas diversas a las que reveló por medio de su divino Hijo y que la Iglesia Católica ha sido constituida y comisionada para enseñar y proteger. De la misma manera, la causa de la gloria de Dios se vé afectada adversamente cuando los hombres tienen dudas sobre el estado de alguna verdad que Dios ha enseñado en realidad, y que de hecho forma parte del mensaje cristiano. Y finalmente la causa de la gloria de Dios se daña cuando los fieles son llevados a creer que alguna doctrina revelada puede ser tratada como un tema abierto a discusión dentro de la Iglesia.

El concilio ecuménico trabaja definitiva y directamente por la gloria de Dios cuando enseña la doctrina salvadora de Cristo de tal forma que resuelve definitivamente cuestiones sobre su significado y contenido y condena los errores actuales y más importantes que se oponen a esa doctrina. Trabaja por la gloria de Dios cuando hace avanzar la causa de la integridad y vitalidad de la fe Católica. La enseñanza cierta y precisa de lo que Dios ha revelado por medio de Jesucristo es siempre algo bueno, y es algo que siempre contribuye a esa gloria divina por la cual todo el universo fue creado.

Especialmente ahora, cuando estamos ante el prospecto de otro concilio ecuménico en un futuro próximo, es bueno que recordemos estas verdades fundamentales. Durante el tiempo del Concilio Vaticano los fieles fueron molestados con sugestiones de que la definición de un dogma de fe Católica podía ser inoportuna. Se los influenció para que pensaran que podía haber intereses mundanos tan importantes e influyentes que podían hacer que la declaración completa y sin compromisos del mensaje revelado de Dios podía ser otra cosa que no sea completamente conveniente.

Además, floreció en aquellos días una especie de minimalismo que incentivaba a los fieles a ver en las definiciones dogmáticas y en los pronunciamientos doctrinales auténticos del magisterio eclesiástico en cierta manera como onerosos y como actos que había que evitar tanto como fuera posible. Afortunadamente, esa manera particular de pensar ya no es sostenida explícitamente en nuestro tiempo, pero siempre existe la posibilidad que su influencia reviva.

La afirmación clara y cierta de las verdades reveladas por Dios no es una carga impuesta sobre el creyente. La condena de errores opuestos a las enseñanzas de fe no debe ser considerada de manera alguna como una restricción a la libertad humana. En última instancia es el acto que la Iglesia, e incidentalmente el concilio ecuménico, debe realizar. Es un acto que conduce a y se requiere para la consecución de la gloria de Dios.



[1] DH 3340/1967.

[2] ​Acta et Decreta, col. 251. DH 3008/1789.