Hasta la invasión de los bárbaros.
En
los tiempos primitivos ofrece la Iglesia particular el espectáculo de una mayor
simplicidad.
Está
en la naturaleza de las cosas que las relaciones de las personas y las necesidades
del gobierno se multipliquen y se compliquen con el paso del tiempo y el desarrollo
de las instituciones.
Pero
¡qué bello espectáculo nos
ofrece una Iglesia de los primeros siglos en los lazos de la sagrada jerarquía,
que mantiene reunidas todas sus partes, y de la caridad que la anima!
A su cabeza aparecen el obispo y los presbíteros; debajo, el pueblo de
los fieles; más allá, los diferentes órdenes de catecúmenos. La Iglesia se va
formando poco a poco, a la manera de los astros. Los catecúmenos, acercándose
cada vez más por el progreso de su conversión al núcleo del pueblo fiel, se
iluminan y se caldean a los resplandores
de este foco y acaban por quedar absorbidos por él, haciéndolo así más vasto y
más intenso.
Toda
la vida sobrenatural irradia y se agita por un movimiento fecundo en el seno de
la Iglesia bajo la acción del sacerdocio que hay en ella.
Todos
sus miembros están unidos con este sacerdocio y entre sí por la comunicación de
esta vida. Beben de la misma fuente las aguas refrigerantes de la verdad, y su
obispo es su único predicador. Reciben de él, de su mano o por el ministerio de
sus sacerdotes, el bautismo y el alimento de la vida. Se inclinan bajo su
gobierno pastoral y reciben de él directrices, consejos y correcciones.
El domingo se puede ver a toda esta Iglesia congregada alrededor de un
mismo altar. Los sacerdotes de su
presbiterio rodean este altar, y el misterio de la jerarquía sacerdotal se
manifiesta por la acción principal del obispo y por la asistencia del senado
sacerdotal que celebra con él.
Los
diáconos van del altar al pueblo, y la multitud fiel llena con sus filas los
espacios de la basílica[1].
Es
el espectáculo cuyo tipo sagrado celebra san Juan en su Apocalipsis: un trono pontificio (Ap.
IV, 2), veinticuatro ancianos
sentados en derredor (Ap.
IV, 4), un altar erigido en medio
(Ap. V, 6), la voz de los mártires que resuena bajo el altar
(Ap. VI, 9) siete antorchas ardientes, que son los siete
espíritus o los diáconos prestos a descender a dondequiera que sean enviados (Ap. IV, 5; V, 4); finalmente, ante los ojos de ese pontífice y de
ese senado, la multitud y el pueblo de los elegidos cantando su cántico al son
de las arpas de oro (Ap.
IV, 6; XIV, 2; XV, 2-3).
Las
Iglesias de la tierra descritas en esta magnífica pintura de la Iglesia del
cielo forman desde los tiempos apostólicos comunidades perfectas y cuyo vínculo
sagrado conserva toda su fuerza. Hay
en ellas comunidad de bienes espirituales: la predicación de la palabra de Dios
y los sacramentos forman el tesoro de tal comunidad (Act. II, 42); comunidad
incluso de bienes temporales: las ofrendas se ponen en común; los bienes mismos, al comienzo, se vendían y se depositaba
su precio a los pies del presbiterio (Act. II, 44-45). Finalmente, unidad de
gobierno en la cátedra del obispo y en la autoridad de los presbíteros unidos a
la suya.
Entonces
se ven desarrollarse en el seno de la Iglesia todas las consecuencias de la
vida de comunidad y todos los aspectos de esta vida. Todas las fuerzas y todas
las actividades de las almas contribuyen a sostenerla y a mantener su vigor.
Y
en primer lugar vemos
la grande y única asociación de oración en la sagrada liturgia.
Los fieles no conocen otra devoción pública que la de las sagradas
sinaxis, de la liturgia, de las santas salmodias y de las vigilias sagradas.
Así la oración de la Iglesia no se distingue de la religión popular, y
san Cipriano nos refiere cómo todos los fieles, a las horas de tercia, de sexta
y de nona contribuían a porfía a formar esa poderosa aclamación que se eleva de
la Iglesia al cielo[2].
El pueblo era convocado para las vigilias y para las salmodias[3], a las que se mostraba asiduo. Allí oía leer las
Sagradas Escrituras, las Actas de las mártires, las exposiciones de los
doctores[4], o bien, solícito en torno a la cátedra de su obispo, recibía por su
magisterio toda la enseñanza de la religión[5].
La Iglesia era también la única y grande asociación caritativa. Su
tesoro, incesantemente renovado por las ofrendas de los fieles, se agotaba sin
cesar por las grandes obras emprendidas.
Los fieles sabían que una gracia particular acompañaba a su limosna
cuando ésta pasaba por el tesoro de la Iglesia y por las manos del obispo; que
venía a ser como un sacrificio unido místicamente a la oblación eucarística y
que adquiría un carácter sagrado al ser llevada al altar o depositada en el
tesoro del altar[6].
Sólo el obispo tenía la responsabilidad de la santa administración de
aquellas riquezas[7].
De este fondo siempre móvil y siempre inagotable alimentaba la Iglesia a
los pobres y, a la cabeza de ellos, a los ministros mismos del altar, que en
pobreza voluntaria vivían del altar; sostenía a las vírgenes sagradas y a las
viudas; recogía a los huérfanos, ejercitaba la hospitalidad y procuraba, con
santa profusión, aumentar el esplendor del culto divino[8].
Y
si sucedía así ya en los tiempos de las persecuciones, esta vida caritativa de
las Iglesias adquirió todavía mucho mayor desarrollo cuando pudieron gozar de
paz y de libertad. Entonces se levantaron por todas partes magníficas basílicas
hospicios «comparables a ciudades»[9],
monasterios para los ascetas y las vírgenes.
La Iglesia poseyó entonces bienes raíces, «no porque no hubiera
preferido, dice san Juan Crisóstomo, a los engorros terrenales que causan tales
bienes, las simples limosnas cotidianas de los pueblos»[10], sino por prudente precaución y para
garantizar el porvenir contra el entibiamiento de la caridad y las necesidades
de los tiempos.
No obstante, aquellas limosnas cotidianas eran todavía tan abundantes
que san Ambrosio declara a su pueblo que bastarían para satisfacer todas las
necesidades y todas las exigencias de la caridad en la gran Iglesia de Milán,
aun en el caso en que le fueran usurpados violentamente por el fisco los bienes
que poseía[11].
Tales limosnas eran primeramente los diezmos; después de haber en un principio puesto en común
los fieles todos sus bienes mostrando así al mundo la vida perfecta de
comunidad, en lo sucesivo siguieron la práctica de la Iglesia primitiva en cuanto
a una parte de sus bienes y pusieron en común en el tesoro de la Iglesia el
diezmo de sus ingresos[12].
A los diezmos hay que añadir en segundo lugar, las primicias[13].
En tercer lugar, los ayunos públicos abrían nuevas fuentes de limosnas a
los pueblos, pues debían a la caridad todo lo que sustraían al placer[14].
[1] Didascalia de los Apóstoles, 12 (Constituciones
apostólicas, l. 2, c. 57); PG 1, 726-738.
[3] Constituciones apostólicas, l. 2, c. 59; PG 1,
743: «Reuníos cada día, mañana y tarde, para cantar los salmos y para orar, en
las casas del Señor... Sobre todo el día del sábado y el día de la resurrección
del Señor, es decir, el domingo, corred con diligencia a la iglesia para honrar
a Dios, que lo creó todo por Jesús»; Didascalia de los apóstoles 13, ed. Nau, p. 116.
San Basilio (330-379), Carta 207, a los clérigos de Neocesarea, PG 32, 763: «Entre
nosotros se levanta el pueblo por la noche para dirigirse a la casa de oración
y en pena, aflicción y lágrimas ininterrumpidas se confiesan a Dios; finalmente,
al salir de las oraciones se levantan y se pasa a la salmodia. Entonces los
fieles, divididos en dos coros, cantan los salmos respondiéndose unos a otros.
Así, después de pasar la noche en la variedad de una salmodia entrecortada con
oraciones, tan pronto comienza a alborear el día, todos juntos, como con una
sola boca y un solo corazón, hacen que se eleve al Señor el salmo de confesión
(Sal. 50), y cada uno se apropia las palabras del arrepentimiento. Si huís de nosotros
por causa de esto, huiréis de los egipcios; huiréis de los habitantes de las
dos Libias, de los tebanos, de los habitantes de Palestina, de los árabes, de
los fenicios, de los sirios y de los que viven en las márgenes del Éufrates, en
una palabra, de todos aquellos entre quienes están en vigor las vigilias, las
oraciones y las salmodias en común». Cf. Thomassin, Discipline
ecclésiastique, parte 1, l. 2, c. 72, t. 2, p. 191 ss.
[4] Constituciones
apostólicas, l. 2, c. 57, PG 1, 126-727: «El lector, en medio, de pie en algún lugar
elevado, lea los libros de Moisés y de Josué, hijo de Navé, los
libros de los Jueces y de los Reyes, así como los Paralipómenos y lo que se escribió
sobre el retorno del pueblo, y sobre todo los libros de Job y de Salomón.» Concilio
III de Cartago (397), can. 47; Labbe 2, 1177; Mansi 3, 924: «Está
permitido leer también las pasiones de los mártires cuando se celebra su
aniversario.»
[7] Cánones apostólicos, can. 39; Labbe 1, 34: «Tenga
el obispo cuidado de los bienes de la Iglesia y gástelos como en presencia de
Dios.»
Ibid., can. 40, Labbe 1, 34: «Ordenamos que el obispo tenga bajo su
autoridad los bienes de la Iglesia.» Estos textos reproducen los can. 24 y 25
del concilio de Antioquía (341): «Los bienes pertenecientes a la Iglesia deben
ser conservados con gran cuidado y con conciencia escrupulosa y también pensando
que Dios lo ve y lo juzga todo. Deben administrarse bajo la vigilancia y la
autoridad del obispo... Es justo y agradable a Dios y a los hombres que el
obispo disponga a su arbitrio de sus propios bienes...» (can. 24). «El obispo tiene la disposición de
los bienes de la Iglesia para gastarlos en favor de los indigentes, con
discernimiento y temor de Dios» (can. 25); cf. Hefele 1, 721-722. Cf. Thomassin, Discipline ecclésiastique,
parte 3, l. 2, c. 1-10, t. 6, p. 509-548.
[8] Constituciones apostólicas, l. 3, c. 3; PG 1,
766: «Obispo, acuérdate también de los pobres, tiéndeles una mano caritativa;
y dales lo que necesitan, como dispensador de Dios. Distribuye a sus tiempos
los socorros necesarios a cada uno, a las viudas, a los huérfanos, a los que
carecen de todo auxilio humano y a los que están sumidos en alguna desgracia.» Didascalia de los
apóstoles, 14: «Ten, pues, cuidado de ellas (de las viudas), ¡oh
obispo!, y acuérdate también de los pobres, tómalos de la mano y aliméntalos. Aunque
algunos de ellos no sean viudos o viudas, si tienen necesidad de socorro y
están en la estrechez, por causa de su indigencia o de una enfermedad o para
criar a sus hijos, tienes que ocuparte de todos y tener cuidado de todos; así
los que dan... te entregarán (sus limosnas), a fin de que las distribuyas bien
a los que tienen necesidad de ellas... De todas formas, ten cuidado de los pobres». Concilio
de Antioquía (341), can. 25; Labbe 2, 574; Mansi 2, 1319; cf. Hefele 1, 722: «Puede
usar de ellos para sí mismo, para sus necesidades, las de sus allegados, o de
los hermanos que reciben hospitalidad en su casa y que no deben carecer nunca
de lo necesario, según la palabra del Apóstol "Teniendo alimento y con qué
vestirnos, debemos estar satisfechos" (I Tim. VI, 8).
[10] San Juan Crisóstomo (344-407), Homilía
85 sobre san Mateo, 3-4; PG 58, 761-762. Posidio, Vida de san
Agustín, 23; PL 32, 53: «Se dirigía a los fieles y les decía que prefería
vivir de las ofrendas del pueblo de Dios a tener que soportar el cuidado de la
administración de tales bienes, y que estaba dispuesto a renunciar a éstos, a fin
de que todos los servidores y los ministros de Dios vivieran de la manera
indicada en el Antiguo Testamento (Deut. XVIII, 1), es decir, que quienes
servían al altar vivieran del altar. Pero los laicos no quisieron nunca
aceptar aquellos bienes»; cf. Perrone, loc. cit.,
t. 1, p. 15.16.
[13] Ibid., l. 7, c. 29; PG 1, 1019-1020: «Darás a los
sacerdotes todas las primicias que provengan del trujal, del aire, de los ganados
de bueyes y de corderos... Darás a los sacerdotes todas las primicias de los
panes calientes, del vino de tonel, de aceite, de miel, de los frutos, de las
obras y las primicias de todos los demás artículos alimenticios.» Ibid., l. 8,
c. 30; PG 1, 1126: «Sean llevadas todas las primicias al obispo, a
los presbíteros y a los diáconos para su sustento.» Didascalia de los apóstoles
9: «Dadle vuestras primicias, vuestros diezmos, vuestras ofrendas y vuestros
presentes, de lo que debe sustentarse y dar también a los indigentes, a cada
uno según su necesidad».
[14] San
León I (440-461), Sermón 2, para el ayuno de diciembre (sermón 13); PL 54, 172 «Coronemos
nuestro ayuno con las obras de misericordia para con los pobres. Concedamos a
la virtud lo que sustraemos al placer. Aliméntese el pobre de las privaciones
del que ayuna.» Id., Sermón 4, para el ayuno de septiembre (sermón 89), 5, PL 34, 145:
«Lo que sustraéis a vuestros usos por religiosa moderación, transformadlo
en alimento para los pobres y en comida para los débiles».