Jerarquía de las Iglesias.
La sede episcopal da a la Iglesia que la posee la preeminencia sobre
todas las Iglesias de la diócesis.
En
esta sede y por la posesión de esta sede recibe el obispo la herencia de sus predecesores
y su autoridad sobre toda la diócesis.
Desde
esta sede y desde el seno de esta Iglesia principal preside el gobierno de todas
las demás.
Su presbiterio le asiste en su gobierno con el consejo y la acción. Los
oficiales de este presbiterio son sus principales ministros, y el archidiácono
de la Iglesia principal, al que se llama el ojo del obispo dentro de esta
Iglesia, es todavía el ojo del obispo para vigilar a la diócesis entera.
Cuando está vacante esta sede, el presbiterio de esta primera Iglesia,
guardián natural de la cátedra episcopal, ejerce por sí solo los derechos de la
misma con respecto a los presbíteros y a los cuerpos de clero, a los sacerdotes
y al pueblo de todas las Iglesias inferiores.
Así
esta preeminencia del presbiterio de la Iglesia episcopal se ha visto afirmada
por la práctica de todos los tiempos. En todas partes ha tenido la precedencia.
Por
causa de esta precedencia, el concilio de Neocesarea prohíbe a los sacerdotes
del campo y de la diócesis celebrar en el altar de la ciudad episcopal en
presencia de los sacerdotes de la Iglesia de la ciudad[1], y como se ve por este
ejemplo, la antigüedad practicaba estas reglas de respeto y conocía estos
privilegios, que son expresión de las disposiciones jerárquicas.
Por la misma razón, en la asamblea de los sacerdotes de Alejandría, los
sacerdotes de las Iglesias diocesanas no suscribían sino después de los sacerdotes
y de los diáconos de aquella ilustre Iglesia.
Apoyados
en estos venerables ejemplos veremos sin asombro hasta en los tiempos modernos
en muchas Iglesias, como antes hemos referido, a los canónigos de las catedrales,
y hasta a los titulares de las Iglesias suburbanas, asociados con los canónigos
en esta acción como los presbíteros cardenales de los títulos de la ciudad,
rodear al obispo a la cabeza de la asamblea sinodal y distinguirse por encima
de todo el clero diocesano en esa unión que tienen con la cátedra episcopal.
Por
lo demás, recordemos todavía que las Iglesias de las diócesis habían sido las
más de las veces establecidas en sus
orígenes por las predicaciones de los sacerdotes de la Iglesia episcopal,
y que ésta poseía frente a todas las otras, tanto de hecho como de derecho, la
calidad de Iglesia madre y que todas las otras se consideraban como sus hijas.
Así,
la autoridad de los sacerdotes de la Iglesia episcopal, sostenida por estos recuerdos
y por estas tradiciones de origen, llegó a veces en los primeros siglos a rebasar
sus justos límites, y el concilio de Ancira creyó deber reprimir sus intervenciones
excesivas en las Iglesias diocesanas[2].
Apoyadas,
pues, en la más antigua tradición, aparecen en nuestros días la autoridad y la
preeminencia del capítulo de las Iglesias catedrales, en el que se perpetúan
todos los derechos del antiguo presbiterio.
Pero hay que ir todavía más lejos y reconocer en esta prerrogativa la
aplicación de un principio que propusimos ya con ocasión de la augusta dignidad
que eleva al presbiterio de la Iglesia romana y al sacro colegio de los cardenales
por encima de todas las Iglesias del mundo.
Con la jerarquía de las sedes episcopales se formó una jerarquía de las
Iglesias.
Éstas,
como esposas, comparten el honor de la corona real de sus esposos, al mismo
tiempo que son asociadas a su solicitud y a su imperio.
Por encima de todas aparece la Iglesia romana, luego las Iglesias patriarcales
y metropolitanas; por debajo, las Iglesias episcopales, y finalmente, en el
último rango, las Iglesias de las diócesis que no tienen obispos en su seno y dependen
enteramente del título de una Iglesia principal.
Así la santa Iglesia viene a ser corno un cielo espiritual.
El cielo primitivo, en el que los soles y los astros inferiores gravitan
en un orden admirable, fue creado primeramente para ser el magnífico reino de
los ángeles. Allí los astros principales arrastran en su órbita como una corte
pomposa de soles secundarios. Éstos, a su vez, tienen sus satélites, hasta esos
mínimos planetas desprovistos de luz propia, que no brillan sino por la
irradiación del astro cuya corona forman.
El mundo futuro, que es la Iglesia, no fue sometido al ángel, sino a
Cristo (cf. Heb. II, 5).
A Cristo le corresponde un cielo con astros dignos de Él.
Veamos
cómo este cielo espiritual totalmente iluminado por la claridad y los esplendores
divinos se forma por la palabra de Jesucristo y de los apóstoles.
Las Iglesias, astros nuevos, salen de las tinieblas de la ignorancia del
antiguo género humano. Responden: «Henos aquí» (Bar. III, 35) a la voz de la
predicación evangélica que las llama «a la admirable luz» (I Ped. II, 9).
Ocupan su lugar y se disponen con orden: en el centro está un sol único y
primero, la Iglesia romana. Jesucristo, presidiendo en esta Iglesia por su vicario,
la reviste de su luz y hace de ella la fuente del resplandor y del calor, del
movimiento y de la vida[3].
Los astros secundarios gravitan alrededor en un orden y una paz admirables.
Las Iglesias patriarcales y las Iglesias metropolitanas forman centros armoniosos
que reciben y transmiten el impulso divino. En el último rango de los soles
secundarios se mueven las Iglesias episcopales.
Todos
estos astros tienen por el episcopado como una luz propia. Son antorchas celestiales
encendidas en la fuente misma de la luz y que en adelante proyectan sus llamas
ardientes.
Más allá, como satélites oscuros por sí mismos, aparecen las Iglesias de
las diócesis, Iglesias que no tienen en sí mismas la antorcha del episcopado y
que, como los últimos astros, reciben la luz de un foco principal que no está
en ellas.
He
aquí el cielo animado que, a través de las edades y a través de la caducidad de
los tiempos, presenta a nuestra contemplación la santa Iglesia católica.
Este concierto no se callará ya. El gran sol de la Iglesia romana no se
extinguirá jamás. Sin embargo, el mundo y el tiempo pasarán. Pero si ya en esta
era imperfecta, y hasta en medio de las condiciones de lucha y de flaqueza de
la vida presente, se nos muestra tan magnífico el cielo de la Iglesia, ¿qué
decir de las magnificencias y de las claridades de esta misma Iglesia en la
eternidad de su triunfo?
[1] Concilio de Neocesarea (entre 314 y 325),
can. 13.
[3] San Cipriano, De la unidad de la Iglesia católica,
5. PL 4, 502: «Lo mismo sucede a la Iglesia del Señor: difunde
por el universo entero los rayos de su luz, pero es una la luz que así se
derrama por todas partes... No hay sino una sola fuente, un solo origen, una
sola madera, rica por los éxitos sucesivos de su fecundidad».