sábado, 30 de agosto de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. X (II Parte)

Hasta la invasión de los bárbaros.

En los tiempos primitivos ofrece la Iglesia particular el espectáculo de una mayor simplicidad.
Está en la naturaleza de las cosas que las relaciones de las personas y las necesidades del gobierno se multipliquen y se compliquen con el paso del tiempo y el desarrollo de las instituciones.
Pero ¡qué bello espectáculo nos ofrece una Iglesia de los primeros siglos en los lazos de la sagrada jerarquía, que mantiene reunidas todas sus partes, y de la caridad que la anima!
A su cabeza aparecen el obispo y los presbíteros; debajo, el pueblo de los fieles; más allá, los diferentes órdenes de catecúmenos. La Iglesia se va formando poco a poco, a la manera de los astros. Los catecúmenos, acercándose cada vez más por el progreso de su conversión al núcleo del pueblo fiel, se iluminan y se caldean a los  resplandores de este foco y acaban por quedar absorbidos por él, haciéndolo así más vasto y más intenso.
Toda la vida sobrenatural irradia y se agita por un movimiento fecundo en el seno de la Iglesia bajo la acción del sacerdocio que hay en ella.
Todos sus miembros están unidos con este sacerdocio y entre sí por la comunicación de esta vida. Beben de la misma fuente las aguas refrigerantes de la verdad, y su obispo es su único predicador. Reciben de él, de su mano o por el ministerio de sus sacerdotes, el bautismo y el alimento de la vida. Se inclinan bajo su gobierno pastoral y reciben de él directrices, consejos y correcciones.
El domingo se puede ver a toda esta Iglesia congregada alrededor de un mismo altar. Los sacerdotes de su presbiterio rodean este altar, y el misterio de la jerarquía sacerdotal se manifiesta por la acción principal del obispo y por la asistencia del senado sacerdotal que celebra con él.
Los diáconos van del altar al pueblo, y la multitud fiel llena con sus filas los espacios de la basílica[1].
Es el espectáculo cuyo tipo sagrado celebra san Juan en su Apocalipsis: un trono pontificio (Ap. IV, 2), veinticuatro ancianos sentados en derredor (Ap. IV, 4), un altar erigido en medio (Ap. V, 6), la voz de los mártires que resuena bajo el altar (Ap. VI, 9) siete antorchas ardientes, que son los siete espíritus o los diáconos prestos a descender a dondequiera que sean enviados (Ap. IV, 5; V, 4); finalmente, ante los ojos de ese pontífice y de ese senado, la multitud y el pueblo de los elegidos cantando su cántico al son de las arpas de oro (Ap. IV, 6; XIV, 2; XV, 2-3).

Las Iglesias de la tierra descritas en esta magnífica pintura de la Iglesia del cielo forman desde los tiempos apostólicos comunidades perfectas y cuyo vínculo sagrado conserva toda su fuerza. Hay en ellas comunidad de bienes espirituales: la predicación de la palabra de Dios y los sacramentos forman el tesoro de tal comunidad (Act. II, 42); comunidad incluso de bienes temporales: las ofrendas se ponen en común; los bienes  mismos, al comienzo, se vendían y se depositaba su precio a los pies del presbiterio (Act. II, 44-45). Finalmente, unidad de gobierno en la cátedra del obispo y en la autoridad de los presbíteros unidos a la suya.
Entonces se ven desarrollarse en el seno de la Iglesia todas las consecuencias de la vida de comunidad y todos los aspectos de esta vida. Todas las fuerzas y todas las actividades de las almas contribuyen a sostenerla y a mantener su vigor.
Y en primer lugar vemos la grande y única asociación de oración en la sagrada liturgia.
Los fieles no conocen otra devoción pública que la de las sagradas sinaxis, de la liturgia, de las santas salmodias y de las vigilias sagradas.
Así la oración de la Iglesia no se distingue de la religión popular, y san Cipriano nos refiere cómo todos los fieles, a las horas de tercia, de sexta y de nona contribuían a porfía a formar esa poderosa aclamación que se eleva de la Iglesia al cielo[2].
El pueblo era convocado para las vigilias y para las salmodias[3], a las que se mostraba asiduo. Allí oía leer las Sagradas Escrituras, las Actas de las mártires, las exposiciones de los doctores[4], o bien, solícito en torno a la cátedra de su obispo, recibía por su magisterio toda la enseñanza de la religión[5].
La Iglesia era también la única y grande asociación caritativa. Su tesoro, incesantemente renovado por las ofrendas de los fieles, se agotaba sin cesar por las grandes obras emprendidas.
Los fieles sabían que una gracia particular acompañaba a su limosna cuando ésta pasaba por el tesoro de la Iglesia y por las manos del obispo; que venía a ser como un sacrificio unido místicamente a la oblación eucarística y que adquiría un carácter sagrado al ser llevada al altar o depositada en el tesoro del altar[6].
Sólo el obispo tenía la responsabilidad de la santa administración de aquellas riquezas[7].
De este fondo siempre móvil y siempre inagotable alimentaba la Iglesia a los pobres y, a la cabeza de ellos, a los ministros mismos del altar, que en pobreza voluntaria vivían del altar; sostenía a las vírgenes sagradas y a las viudas; recogía a los huérfanos, ejercitaba la hospitalidad y procuraba, con santa profusión, aumentar el esplendor del culto divino[8].
Y si sucedía así ya en los tiempos de las persecuciones, esta vida caritativa de las Iglesias adquirió todavía mucho mayor desarrollo cuando pudieron gozar de paz y de libertad. Entonces se levantaron por todas partes magníficas basílicas hospicios «comparables a ciudades»[9], monasterios para los ascetas y las vírgenes.
La Iglesia poseyó entonces bienes raíces, «no porque no hubiera preferido, dice san Juan Crisóstomo, a los engorros terrenales que causan tales bienes, las simples limosnas cotidianas de los pueblos»[10], sino por prudente precaución y para garantizar el porvenir contra el entibiamiento de la caridad y las necesidades de los tiempos.
No obstante, aquellas limosnas cotidianas eran todavía tan abundantes que san Ambrosio declara a su pueblo que bastarían para satisfacer todas las necesidades y todas las exigencias de la caridad en la gran Iglesia de Milán, aun en el caso en que le fueran usurpados violentamente por el fisco los bienes que poseía[11].
Tales limosnas eran primeramente los diezmos; después de haber en un principio puesto en común los fieles todos sus bienes mostrando así al mundo la vida perfecta de comunidad, en lo sucesivo siguieron la práctica de la Iglesia primitiva en cuanto a una parte de sus bienes y pusieron en común en el tesoro de la Iglesia el diezmo de sus ingresos[12].
A los diezmos hay que añadir en segundo lugar, las primicias[13].
En tercer lugar, los ayunos públicos abrían nuevas fuentes de limosnas a los pueblos, pues debían a la caridad todo lo que sustraían al placer[14].



[1] Didascalia de los Apóstoles, 12 (Constituciones apostólicas, l. 2, c. 57); PG 1, 726-738.

[2] San Cipriano, De la oración del Señor, 34-36; 4, 541-541.

[3] Constituciones apostólicas, l. 2, c. 59; PG 1, 743: «Reuníos cada día, mañana y tarde, para cantar los salmos y para orar, en las casas del Señor... Sobre todo el día del sábado y el día de la resurrección del Señor, es decir, el domingo, corred con diligencia a la iglesia para honrar a Dios, que lo creó todo por Jesús»; Didascalia de los apóstoles 13, ed. Nau, p. 116. San Basilio (330-379), Carta 207, a los clérigos de Neocesarea, PG 32, 763: «Entre nosotros se levanta el pueblo por la noche para dirigirse a la casa de oración y en pena, aflicción y lágrimas ininterrumpidas se confiesan a Dios; finalmente, al salir de las oraciones se levantan y se pasa a la salmodia. Entonces los fieles, divididos en dos coros, cantan los salmos respondiéndose unos a otros. Así, después de pasar la noche en la variedad de una salmodia entrecortada con oraciones, tan pronto comienza a alborear el día, todos juntos, como con una sola boca y un solo corazón, hacen que se eleve al Señor el salmo de confesión (Sal. 50), y cada uno se apropia las palabras del arrepentimiento. Si huís de nosotros por causa de esto, huiréis de los egipcios; huiréis de los habitantes de las dos Libias, de los tebanos, de los habitantes de Palestina, de los árabes, de los fenicios, de los sirios y de los que viven en las márgenes del Éufrates, en una palabra, de todos aquellos entre quienes están en vigor las vigilias, las oraciones y las salmodias en común». Cf. Thomassin, Discipline ecclésiastique, parte 1, l. 2, c. 72, t. 2, p. 191 ss.

[4] Constituciones apostólicas, l. 2, c. 57, PG 1, 126-727: «El lector, en medio, de pie en algún lugar elevado, lea los libros de Moisés y de Josué, hijo de Navé, los libros de los Jueces y de los Reyes, así como los Paralipómenos y lo que se escribió sobre el retorno del pueblo, y sobre todo los libros de Job y de SalomónConcilio III de Cartago (397), can. 47; Labbe 2, 1177; Mansi 3, 924: «Está permitido leer también las pasiones de los mártires cuando se celebra su aniversario.»

[5] Constituciones apostólicas, l. 2, c. 57; PG 1, 730: «Los sacerdotes enseñarán al pueblo, es decir, cada uno a su vez, no todos juntos; y el último de todos, el obispo, semejante al capitán de navío.»

[6] Id., l. 2, c. 27; PG, 1, 671: «Debéis, por tanto, hermanos, llevar vuestros presentes y vuestras ofrendas al obispo, como sumo sacerdote (arkhierei), por vosotros mimos o por medio de los diáconos»; Didascalia de los apóstoles, 9.

[7] Cánones apostólicos, can. 39; Labbe 1, 34: «Tenga el obispo cuidado de los bienes de la Iglesia y gástelos como en presencia de Dios.» Ibid., can. 40, Labbe 1, 34: «Ordenamos que el obispo tenga bajo su autoridad los bienes de la Iglesia.» Estos textos reproducen los can. 24 y 25 del concilio de Antioquía (341): «Los bienes pertenecientes a la Iglesia deben ser conservados con gran cuidado y con conciencia escrupulosa y también pensando que Dios lo ve y lo juzga todo. Deben administrarse bajo la vigilancia y la autoridad del obispo... Es justo y agradable a Dios y a los hombres que el obispo disponga a su arbitrio de sus propios bienes...»  (can. 24). «El obispo tiene la disposición de los bienes de la Iglesia para gastarlos en favor de los indigentes, con discernimiento y temor de Dios» (can. 25); cf. Hefele 1, 721-722. Cf. Thomassin, Discipline ecclésiastique, parte 3, l. 2, c. 1-10, t. 6, p. 509-548.

[8] Constituciones apostólicas, l. 3, c. 3; PG 1, 766: «Obispo, acuérdate también de los pobres, tiéndeles una mano caritativa; y dales lo que necesitan, como dispensador de Dios. Distribuye a sus tiempos los socorros necesarios a cada uno, a las viudas, a los huérfanos, a los que carecen de todo auxilio humano y a los que están sumidos en alguna desgraciaDidascalia de los apóstoles, 14: «Ten, pues, cuidado de ellas (de las viudas), ¡oh obispo!, y acuérdate también de los pobres, tómalos de la mano y aliméntalos. Aunque algunos de ellos no sean viudos o viudas, si tienen necesidad de socorro y están en la estrechez, por causa de su indigencia o de una enfermedad o para criar a sus hijos, tienes que ocuparte de todos y tener cuidado de todos; así los que dan... te entregarán (sus limosnas), a fin de que las distribuyas bien a los que tienen necesidad de ellas... De todas formas, ten cuidado de los pobres». Concilio de Antioquía (341), can. 25; Labbe 2, 574; Mansi 2, 1319; cf. Hefele 1, 722: «Puede usar de ellos para sí mismo, para sus necesidades, las de sus allegados, o de los hermanos que reciben hospitalidad en su casa y que no deben carecer nunca de lo necesario, según la palabra del Apóstol "Teniendo alimento y con qué vestirnos, debemos estar satisfechos" (I Tim. VI, 8).

[9] San Gregorio de Nacianzo (330-390), Oración fúnebre de san Basilio (oración 43), 63; PG 36, 578-579.

[10] San Juan Crisóstomo (344-407), Homilía 85 sobre san Mateo, 3-4; PG 58, 761-762. Posidio, Vida de san Agustín, 23; PL 32, 53: «Se dirigía a los fieles y les decía que prefería vivir de las ofrendas del pueblo de Dios a tener que soportar el cuidado de la administración de tales bienes, y que estaba dispuesto a renunciar a éstos, a fin de que todos los servidores y los ministros de Dios vivieran de la manera indicada en el Antiguo Testamento (Deut. XVIII, 1), es decir, que quienes servían al altar vivieran del altar. Pero los laicos no quisieron nunca aceptar  aquellos bienes»; cf. Perrone, loc. cit., t. 1, p. 15.16.

[11] San Ambrosio (339-397), Carta  21, al emperador Valentín, 33; PL 16, 1060.

[12] Constituciones apostólicas l. 7 c. 29; PG 1, 1019: «Darás todo tu diezmo al huérfano y a la viuda, al pobre y al extranjero.» ibid., l. 8, c. 30; PG 1, 1126: «Sean ofrecidos todos los diezmos para mantener a todos los que sufren pobreza

[13] Ibid., l. 7, c. 29; PG 1, 1019-1020: «Darás a los sacerdotes todas las primicias que provengan del trujal, del aire, de los ganados de bueyes y de corderos... Darás a los sacerdotes todas las primicias de los panes calientes, del vino de tonel, de aceite, de miel, de los frutos, de las obras y las primicias de todos los demás artículos alimenticios.» Ibid., l. 8, c. 30; PG 1, 1126: «Sean llevadas todas las primicias al obispo, a los presbíteros y a los diáconos para su sustento.» Didascalia de los apóstoles 9: «Dadle vuestras primicias, vuestros diezmos, vuestras ofrendas y vuestros presentes, de lo que debe sustentarse y dar también a los indigentes, a cada uno según su necesidad».

[14] San León I (440-461), Sermón 2, para el ayuno de diciembre (sermón 13); PL 54, 172 «Coronemos nuestro ayuno con las obras de misericordia para con los pobres. Concedamos a la virtud lo que sustraemos al placer. Aliméntese el pobre de las privaciones del que ayuna.» Id., Sermón 4, para el ayuno de septiembre (sermón 89), 5, PL 34, 145: «Lo que sustraéis a vuestros usos por religiosa moderación, transformadlo en alimento para los pobres y en comida para los débiles».