II
Gran
luz arrojan sobre nuestro problema las profecías del Antiguo Testamento. Sean
ellas la antorcha que nos ilumine en el estudio de tan oscura y compleja
materia.
¿Quién
no conoce los grandiosos cuadros proféticos en que los vates de Israel pintan
el regreso de su pueblo al país de sus padres? Cuadros que a primera vista
parecen haberse cumplido y realizado en la repatriación de los cautivos después
del regreso de Babilonia; pero sin negar que algunas profecías se refieren
solamente a aquel acontecimiento histórico hay, sin embargo, otras muchas
que sobrepasan el estrecho marco de aquel período de la historia de Israel y
apuntan a una repatriación completa y definitiva, porque abarcan a todas las
tribus de Israel y no solamente a las dos tribus de Judá y Benjamín que
volvieron del destierro.
Abriendo
el Libro Sagrado hallamos ya en el Deuteronomio
(XXX, 1-6), una hermosa profecía de Moisés, relativa al retorno de
Israel. Moisés profetiza a los Israelitas no solamente el destierro sino
también, para el caso de arrepentirse ellos de la apostasía, el regreso a su
patria y a la vez la circuncisión del corazón, de modo que esta profecía
encierra ambos aspectos, el nacional y el religioso, que al parecer siempre
están entre-lazados en el pueblo judío. Dice Moisés:
“Cuando te sobrevengan todas estas cosas, la
bendición y la maldición que hoy te he expuesto, si las tomas a pecho en medio
de las naciones a las que Yahvé, tu Dios, te haya desterrado, y te vuelves
hacía Yahvé, tu Dios, y escuchas su voz conforme a cuanto hoy te ordeno, tú y
tus hijos, con todo tu corazón y toda tu alma, Yahvé, Dios tuyo, cambiará tu
destino, se compadecerá de ti y volverá a juntarte de en medio de todos los
pueblos, entre los cuales te habrá dispersado. Aunque estuviesen tus proscriptos
en el extremo de los cielos, de allí te juntará Yahvé, tu Dios, y de allí te
recogerá, te conducirá a la tierra que tus padres poseyeron, y la poseerás, y
Él te favorecerá y te multiplicará más que a tus padres. Yahvé, tu Dios,
circuncidará tu corazón y el corazón de tu prole para que ames a Yahvé, tu
Dios, con todo tu corazón y toda tu alma por amor de tu vida”.
Sobre
el destino del pueblo judío no hay vaticinio más claro que éste, que le profetizara
su profeta más grande. Nadie dirá que ya se haya cumplido del todo.
Sobre el sentido de la circuncisión del corazón véase Jer. XXXII, 39; Ez. XI,
19; Hech. VII, 51.
El Profeta
Isaías nos ha dejado el siguiente cuadro:
En aquel día
el Señor extenderá nuevamente su mano,
para
rescatar los restos de su pueblo
que
aún quedaren,
de
Asiria, de Egipto, de Patros,
de
Etiopía, de Elam, de Sinear,
de
Hamat, y de las islas del mar.
Alzará
una bandera entre los gentiles,
y
reunirá los desterrados de Israel,
y
congregará a los dispersos de Judá
de
los cuatro puntos de la tierra.
(Is.
XI, 11-12)
Según
San Jerónimo, anuncia aquí Dios por boca del profeta, la vuelta definitiva
de Israel a la tierra de promisión. Dios, después de haber extendido su
mano sobre los convertidos a su fe, la extenderá por segunda vez sobre los
Hebreos al fin de los tiempos para que también ellos la abracen.
El
Doctor Máximo no se ha equivocado, pues en los versículos que siguen, se
refiere el profeta claramente a todas las tribus de Israel, no solamente a las
dos que volvieron del cautiverio de Babilonia.
El Profeta
Jeremías consuela a su pueblo varias veces, vaticinándole un glorioso
retorno. Citamos solamente dos vaticinios.
Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas,
de
todos los países donde las he dispersado,
y las haré volver a sus prados,
y crecerán y se multiplicarán.
Les suscitaré pastores que las apacienten;
no temerán más, ni tendrán que temblar;
y no faltará ninguna de ellas.
(Jer. XXIII, 3-4)
“He aquí que vendrán días, dice Yahvé, en que trocaré
el cautiverio de me pueblo, Israel y Judá, dice Yahvé, y los haré regresar al país
que di a sus padres y lo poseerán... En aquel día, dice Yahvé de los
ejércitos, quebraré el jugo del enemigo sobre tu cerviz y romperé tus coyundas.
No lo sojuzgarán más los extranjeros; pues servirá a Yahvé su Dios y a David
su rey, que Yo le suscitaré” (Jer. XXX, 3-9).
También
estos vaticinios están muy lejos de haberse cumplido después de la vuelta
del cautiverio de Babilonia, ya que no volvieron los hijos de ambos reinos
(Israel y Judá), y mucho menos se rompieron las coyundas que los extranjeros
habían puesto sobre su cerviz. El padre Páramo, S. J., comenta este último
pasaje de Jeremías con las siguientes palabras:
“El Profeta parece que habla principalmente de la
libertad completa en que será puesto el pueblo de Israel cuando todo entero
reconocerá al Mesías y entrará en la Iglesia por la fe, porque tan sólo una
pequeña parte de la Nación fue la que se convirtió en tiempos del Mesías. Tal
vez por esto se añade en el ver. 24 que las cosas que aquí se dicen serán
entendidas al fin de los tiempos”.
El Padre Páramo se dirige en
esta nota contra aquellos que quieren aplicar a los Cristianos las profecías que
hablan del porvenir de Israel. No es viable suponer que todas las promesas
hechas a Israel en el pasaje citado y semejantes, puedan aplicarse a la Iglesia
que formamos los gentiles, puesto que ésta surgió con bendiciones propias y de
un orden superior, y como Cuerpo Místico de Cristo, cuyo misterio, dicen los
Apóstoles, estuvo escondido por los siglos (Ef. III, 9; Col. I, 26; Rom. XVI,
25; I Ped. I, 20).
El Profeta
Ezequiel repite la promesa divina de una gloriosa y definitiva restauración
de Israel, especialmente en los capítulos XXXVI y XXXVII de su libro:
“Yo (Yahvé) os sacaré de entre los gentiles, os
recogeré de todos los países y os llevaré a vuestra tierra. Derramaré sobre
vosotros agua limpia para que quedéis limpios, y os purificaré de todas
vuestras inmundicias y de todos vuestros ídolos; os daré un corazón nuevo,
y pondré en vosotros un espíritu nuevo; quitaré de vuestra carne el corazón de
piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vuestros
corazones y haré que sigáis mis mandamientos y observéis mis leyes,
poniéndolas por obra. Y habitaréis en la tierra que Yo di a vuestros
padres, y vosotros seréis el pueblo mío, y Yo seré vuestro Dios” (Ez. XXXVI,
24.28).
En
el capítulo XXXVII de las profecías de Ezequiel dice Dios:
“He aquí que Yo sacaré a los hijos de Israel de
entre las naciones a donde fueron; los recogeré de todas partes y los llevaré a
su tierra. Y haré de ellos una sola nación en el país, en los montes de
Israel; un sólo rey reinará sobre ellos, nunca jamás serán dos naciones ni se
dividirán en dos reinos… Mi siervo David será rey sobre ellos, y todos tendrán
un solo pastor; observarán mis leyes y guardarán mis mandamientos y los
cumplirán. Y habitarán en la tierra que Yo di a mi siervo Jacob, donde
moraron vuestros padres; allí habitará por siempre (Ez. XXXVII, 21-25)
Nadie osará aplicar esta
profecía únicamente a los regresados del cautiverio de Babilonia. Aquel
retorno, a más de ser sumamente precario, como vemos en los libros de Esdras y
Nehemías, no fue para siempre. La
promesa del retorno definitivo y la mención del nuevo David (cfr. Jer. XXX, 9)
dan a la profecía de Ezequiel un significado superior a cuanto sucedió en
tiempos post-exílicos.
De los Profetas Menores escuchemos primero la
voz de Amós, cuya última profecía termina así:
“Yo los plantaré en su propio suelo; y no
volverán a ser arrancados de su tierra, que Yo les he dado, dice Yahvé, tu
Dios” (Am. IX, 15).
El profeta
Miqueas expresa la misma idea cuando anuncia:
“En aquel día, dice Yahvé, recogeré a la que
cojea, y congregaré a la desechada y a la que he afligido, y haré de la que
cojea un resto, y de la arrojada una nación fuerte; y reinará sobre ellos
Yahvé en el monte Sión, desde ahora y para siempre” (Miq. IV, 6-7).
El
profeta habla en este capítulo no de una época cualquiera de la historia de
Israel, sino de los tiempos del fin, como lo dice el primer versículo: Sucederá al fin de los días… De ahí
que Fillion refiera este vaticinio a un nuevo Israel transfigurado, muy
distinto del Israel que conocemos por la historia.
Si
con todo, alguien creyera que estas profecías tuviesen por objeto solamente el
regreso del destierro babilónico y la restauración de las dos tribus de Judá y
Benjamín le aconsejamos leer las profecías de los profetas post-exílicos que,
por supuesto no se refieren al pasado, sino necesariamente a un destierro
futuro y a una vuelta definitiva.
Citamos
a este respecto a Zacarías, quien dice en nombre de Dios:
“Volveos, ¡oh, cautivos!, a la fortaleza llenos de esperanza;
hoy mismo prometo que te daré doblados bienes… En aquel día Yahvé, su
Dios, los salvará, como ovejas del pueblo suyo, porque serán como piedras de
una diadema, que brillarán sobre su tierra” (Zac. IX, 12.16).
“Los llamaré con un silbido y los congregaré
porque los habré rescatado, y se multiplicarán como antes se multiplicaron.
Los he dispersado, sí, entre los pueblos, pero aún en (países) lejanos se
acordarán de Mí, y vivirán juntamente con sus hijos, y volverán; los conduciré
a la tierra de Galaad y al Líbano, pues no se hallará lugar para ellos”
(Zac. X, 8-10).
“Así dice Yahvé de los ejércitos: En aquellos días
diez hombres de todas las lenguas de las naciones se asirán de la falda (del
manto) de un judío y dirán: Iremos con vosotros, porque hemos oído que con vosotros
está Dios” (Zac. VIII, 23).
Las profecías de Zacarías que
acabamos de citar, revisten especial importancia no sólo por la época
post-exílica en que fueron pronunciadas, sino también por su semejanza con los
vaticinios de los anteriores.
No pueden, pues, limitarse a la repatriación de las dos tribus. Su último
sentido es más bien de carácter escatológico.
Pasamos
por alto los Salmos, que contienen muchas alusiones al regreso de los cautivos
(por ej. CV, 47; CVI, 3; CXXIV, 3; CXXV, 1-2; CXLVII, 1). No obstante su referencia
inmediata al regreso de Babilonia, dejan entrever un retorno de mucha mayor
envergadura y terminan en general pintándonos una restauración de colores
claramente mesiánicos.