La Restauración
del Reino de Israel
a la
Luz de la Sagrada Escritura, por Mons. Straubinger
Nota del
Blog: Un lector tuvo la
amabilidad de señalarnos este estudio de Mons. Straubinger, que en sustancia es
muy parecido al que ya publicamos AQUI.
En los tiempos que corren, no estamos como para andar desperdiciando una
sola de las palabras salidas de la pluma del magnífico exégeta alemán, así que,
a pesar de ser muy parecidos, hemos decidido publicarlo de todas formas.
El texto está tomado de la Revista
de Teología, La Plata, Año 1 (1951), Número 4, pp. 52-60.
I
La
creciente infiltración de los Judíos en otros pueblos, incluso los de América,
ha dado nueva importancia a un viejo problema, cuya solución ha inspirado una
multitud tan inmensa de libros, que apenas caben en los estantes de las
bibliotecas. Hasta revistas hay cuyo único tema es el problema judío; mas a
despecho de todos los esfuerzos literarios y periodísticos, el problema queda
en pie y aqueja a la Humanidad; y
ciertamente conmoverá al mundo mientras vivan Judíos entre los pueblos
cristianos.
Nos limitamos en este estudio
al aspecto bíblico-religioso del problema; y dentro del mismo, al sector más pequeño y prácticamente olvidado, que
podemos circunscribir con la pregunta: ¿Qué dice la Biblia sobre la
restauración del reino de Israel y el actual retorno de los Judíos al país de
Abrahán, Isaac y Jacob, sus padres, que vivieron hace tres mil años en la
tierra de Palestina? A tal pregunta y su posible solución nos estimulan los
acontecimientos modernos que han mostrado que se reconoce a Judá derechos, si
bien parciales, sobre el suelo de Palestina.
En la historia del género
humano no existe un caso semejante de que un pueblo hubiese reclamado el
derecho al territorio donde moraron sus antepasados en la antigüedad; los
habitantes de ese territorio y todas las naciones se hubieran opuesto y
considerado a ese pueblo como agresor e invasor. Con toda razón, porque es imposible
reconstruir el mundo antiguo sin destruir el moderno.
Sin
embargo, precisamente en esta argumentación consiste el error principal
de quienes ven un acto de injusticia en la ocupación judía de Palestina y el
consiguiente desplazamiento de la población árabe residente allí desde muchos
siglos.
Es
porque el pueblo judío es un pueblo especial, el único que tiene un
título divino e irrenunciable a su tierra. De ahí que triunfe siempre sobre las
leyes de la historia y el derecho internacional.
Considerado desde el punto de
vista bíblico, goza de promesas divinas no borradas por su apostasía, sino que al contrario extienden un puente sobre el
abismo de su reprobación y se vinculan íntimamente a su conversión final.
San
Pablo evoca estas promesas en la Carta a
los Romanos, revelándonos que la vocación de Israel es irrevocable (Rom. XI,
29) y que Dios no deja de amarlo a causa de sus padres (ibid. v. 28) aunque ha sido desobediente respecto del Evangelio (ibid. v. 28 y 31).
Su
endurecimiento durará "hasta que la plenitud de los gentiles haya
entrado" (ibid. v. 25), es decir,
como explica Scío, hasta que un número prodigioso de paganos se haya
incorporado a la Iglesia, con lo cual terminará lo que Jesús en Lc. XXI, 24
llama el tiempo de los gentiles.
Lo
que más llama nuestra atención es que San Pablo, en este admirable pasaje,
afirme expresamente que la vocación de los Judíos es irrevocable, o sea
incondicional, en contraposición a otras promesas de Dios vinculadas a
determinadas condiciones.
“En efecto,
dice Nácar-Colunga en la nota a Rom. XI, 29, muchas veces declara Dios renunciar al pacto de Sinaí, repudiar a su
infiel esposa, Israel; pero es para volver de nuevo, con entrañas de
misericordia, a renovar la alianza, en forma más noble (Jer. XXXI, 31), a tomar de nuevo la esposa, que había antes
repudiado, con mayores muestras de amor” (Os. I-III; Ez. XVI, 23).
La irrevocabilidad de la
vocación y elección de Israel es para San Pablo tan evidente, que no vacila en
revelarnos su futura readmisión (Rom.
XI, 15) a la grey de Cristo, lo cual constituirá la riqueza del mundo (ibid. v. 12); por eso nos exhorta a
no engreírnos (ibid. v. 18), porque
si nosotros, siendo un olivo silvestre, hemos sido injertados en el olivo
pingüe de Israel y participamos de su raíz y grosura (ibid. v 17), no tenemos ningún motivo para gloriamos, antes bien
debemos adorar la bondad del Padre Celestial, que nos ha hecho herederos de la
savia de aquel olivo pingüe y al mismo tiempo admirar la sabiduría divina que
ha conservado milagrosamente ese pueblo para el cumplimiento definitivo de su
misión.
Despreciar a los
Judíos caídos y actualmente desparramados sobre la faz de la tierra sería
imitar a los fariseos que despreciaban a otros pueblos, jactándose de tener el
monopolio de las promesas mesiánicas, y precisamente por eso cayeron en la
incredulidad y perdieron el fruto de las promesas.
La advertencia de San Pablo (Rom.
XI, 18) de no engreírnos, resulta tanto más apremiante cuanto que el Apóstol
predice también la apostaría de esos
gentiles, injertados en el olivo pingüe (II Tes. II, 3 ss.) y el mismo
Jesucristo nos anuncia la falta de fe en su segunda venida (Lc. XVIII, 8).
¿Qué
tiene que ver todo esto con la vuelta de los Judíos a Tierra Santa y la
organización de un Estado Judío independiente de otras naciones? Mucho en todo
sentido. Por de pronto, es muy inverosímil que los Judíos, mientras estén
dispersos entre los pueblos cristianos, mahometanos y paganos, se conviertan
todos al mismo tiempo. ¿No es obvio que a la conversión de Israel preceda su concentración
en un territorio geográficamente determinado, donde pueda desarrollarse como
pueblo? Exigir una conversión más o menos simultánea de los Judíos de Nueva
York, Buenos Aires, Londres, El Cairo, Hong Kong, etc., etc., aunque se
interpretase esta conversión sólo limitado como lo hacen algunos exégetas,
equivaldría a multiplicar sin necesidad los milagros.