13. El pormenor en la
profecía.
Nos
place sobremanera el comentario, que, a propósito de la ruina de Egipto, hace
el autor sobre Ez. XXX, 12: “Yo el Señor
lo he dicho”. Todo pormenor —dice— tendrá su cumplimiento, como solemnemente
anunciado por el Señor: “Yo el Señor lo
he dicho” (pág. 231). Sólo sería de desear que principio tan luminoso se
aplicara por igual al libro de Ezequiel en general, en que tantas veces se pone
sordina a las palabras del Sagrado Texto. ¿Por qué aquí se ha de cumplir la
palabra del Señor en todos sus pormenores y en otras partes no?
Hablando
el Señor de la Ley y los Profetas o bien de la Ley en sentido lato, que es
cuanto decir del A.T., como pronóstico del Nuevo, dice: Hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una
jota, ni un ápice de la Ley pasará, sin que todo se haya cumplido (Mt. V, 18). Todo se irá cumpliendo en Cristo oportunamente
(donec transeat…). El error de
muchos ha estado en quererlo ver cumplido todo desde el principio en su primera
venida, y como la realidad no parecía responder a la profecía, se puso sordina en
ésta, desdeñando en general los pormenores, y contentándose en consecuencia con
no sé cuál fondo messiano insubsistente, para todo lo cual prestó excelentes
servicios el socorrido alegorismo alejandrino de orientación espiritualista.
Una
exégesis fundada en tales principios suele cristalizar sus afirmaciones en
expresiones como ésta: Esto dice el
texto…, pero quiere decir esto otro… Creemos que para una exégesis seria el
texto no ha de decir más ni menos de lo que dice. Por eso nos place sobremanera
el principio de sentido común formulado aquí por el autor: “Todo pormenor
tendrá su cumplimiento”.
No tiene nada que hacer aquí
no sé qué principio mal formulado, que parece encuadrarse, ya en la teoría de
los géneros literarios, ya en la de la acomodación a la mentalidad del
auditorio, con lo que se pretende soslayar ciertas apremiantes conclusiones,
que arroja el texto de los vaticinios, como
aquel “Volverá el antiguo poderío, la realeza de la hija de
Jerusalén”, de Miq. IV, 8, al que hacen
coro todos los profetas, y entre ellos Ezequiel. “Son estas —dice— maneras de
hablar de los profetas propias del estilo oriental y acomodadas a la mentalidad
judaica, para darse a entender de aquel pueblo camal, rudo e ignorante”.
Darse
a entender ¿en qué? Aquel pueblo entendió siempre lo que las palabras
suenan, de la reintegración total de las doce tribus y de la universal
hegemonía de Israel reintegrado, y de la paz social del reino messiano. Si
ahora me decís que el significado es otro, no veo la manera de darse a entender
por tal camino. Eso sería halagar los supuestos falsos prejuicios de ese
pueblo, y eso no lo hicieron nunca, ni lo pudieron hacer, sin faltar a su
ministerio los profetas de Israel, ni los apóstoles de Cristo, ni menos el
mismo Cristo, que en tantas ocasiones contrarió la mentalidad judaica de las
turbas y de los propios discípulos.
Cuando, pues, lo mismo El que
sus enviados, dejan correr esa mentalidad y aun parecen secundarla con su manera
de hablar, no se nos venga con que ese es un caso de acomodación a cierta
mentalidad infantil; es que no hallaron nada importante que corregir en ella. Haga el Señor que así lo entendamos todos en la
exposición de las promesas divinas y hallaremos en ellas más consuelo, a la
larga más edificación en la lectura de los Libros Santos (Rom. XV, 4).
Ciertos
espiritualismos a ultranza, fuera del campo de la parenesis, pueden ser hasta
contraproducentes, por lo infundado de sus afirmaciones. Vaya como ilustración
el siguiente caso histórico, con que concluyo este punto.
Trátase
de un judío romano, que debe de vivir todavía, de cultura superior y con las
mejores disposiciones hacia el catolicismo, tanto que un sacerdote, amigo suyo
y mío se prometía de un día para otro su conversión definitiva. Sólo le detenía
una dificultad, pequeña al parecer, y era el cumplimiento tan precario de los
grandes vaticinios de Israel en la Iglesia histórica. El sacerdote catequista
hacía un verdadero derroche de exégesis bíblica, para convencer a su ilustrado
contrincante de que bien entendidas las antiguas profecías —alegóricamente por supuesto—, ya estaban
todas cumplidas en la Iglesia de Cristo. —Sí, como la profecía de Isaías y
Miqueas sobre el desarme universal (Is. II, 4; Miq. IV, 3)—repuso el
catecúmeno. Y no había manera de hacerle saltar la barrera.
Aconsejé
a mi buen amigo le hiciera leer y meditar el cap. XI de la epístola de S. Pablo
a los romanos sobre la conversión futura de Israel y los beneficios que esa
conversión traería a la Iglesia, para con ello hacer concebir al judío la
esperanza de que lo que no se ha cumplido aún, se cumplirá puntualmente algún
día. Mas como al instructor no le era familiar esta exégesis futurista, formado
como estaba en la exégesis corriente de la Escuela, penetrada toda ella de la
euforia alegorista, no acertó a esgrimir bien la nueva arma y le sobrevino la
muerte antes de dar cima a su empresa.
Con
sentimiento del interesado, fustránronsele dos ocasiones de entrevistarse con
el que esto escribe y luego, al sobrevenir la última guerra y haberme de volver
a España, le perdí enteramente de vista. Es caso que aún me escuece en el alma[1].
14) Sintetizando lo expuesto.
Los
profetas anuncian lo que oyen y ven de dos maneras: la una, derechamente, por
figura o sin ella, y la otra, como por rodeos, mirando a los acontecimientos
futuros a través de los hechos de su tiempo, que acaban por trascender,
fijándose únicamente en el acontecimiento ulterior. El caso es frecuente en
Is., Jer., Ez., Sof., Ag. y Zac., y en su tanto en Hab., Dan. y Apoc. Los
profetas Os., Am., Abd., Miq., Joel y Mal., son más directos, sin dejar por eso
de ser escatológicos, al menos en parte. La trascendencia del hecho histórico
al acontecimiento futuro, del tipo al antitipo, del presagio a lo presagiado,
del cliché de la cámara oscura a la imagen proyectada en el telón, lleva a
veces a un verdadero salto profético, e implica siempre un doble objetivo en el
mismo contexto, que es la base de la llamada teoría antioquena harto más respetuosa
con la letra que la alegoría alejandrina. ¡Cuánto nos hubiera agradado que el
autor del comentario a Ezequiel la hubiera usado con más frecuencia! Pero el
concepto que tiene del contenido profético se lo impide.
Para
él no hay propiamente más que una realidad histórica en vista, la liberación israelítica del cautiverio babilónico,
que culmina en la Redención humana en
general, o bien la misma Redención humana,
cuyo preludio fué la histórica liberación de Israel. Entre estos dos extremos
de esa única empresa redentora existe un nexo natural —“passaggio senza
svalzi”, “nel modo piú naturale” (pág. 275, col, 2a) _, pues de otra
manera no habría una realidad, sino dos o más realidades distintas, y eso no le
hace gracia al autor.
De
ahí que no piense mudar de objeto, aplicando estas magníficas promesas, ahora a
uno de esos extremos, ahora al otro, o bien a cualquiera de sus puntos
intermedios, en un incesante balanceo entre la renovación del mosaísmo y la
institución del cristianismo, o los triunfos de los macabeos, como si fuera
todo uno en esa única realidad poliédrica: “se si volesse inoltre riferir
questa promessa, anche alla teocrazia...” (pág. 275, col. 2º).
A
nuestro modesto entender, quien así se balancea mentalmente, titubea —titubea
el profeta, y titubea el intérprete—; y quien titubea, duda, y quien duda no
profetiza ni interpreta. Y es que esa única realidad poliédrica será todo lo
cómoda que se quiera, pero es de una unidad perfectamente artificial y
contingente, sin otra continuidad que la del tiempo, como que encierra en sí elementos
que se excluyen, cuales son el mosaísmo y el cristianismo, el esperar al
Messías y el gozar de su presencia.
Y todavía,
si se mirara al cristianismo en su dimensión profética, que es cuando Israel
participaría de lleno en la nueva economía, la asociación de elementos tales
sería menos estridente, pero se le mira en su dimensión histórica, que es
cabalmente cuando Israel viene excluido de esa misma economía; y así no hay
manera de persuadir no esté previamente convencido del paralelismo entre la
profecía y su cumplimiento, con el consiguiente desprestigio de la profecía y
de su interpretación.
Una cosa es la vuelta del
destierro babilónico, de color judaico, y otra la vuelta del destierro secular,
de color más bien israelítico. Una cosa es la renovación, cuan sincera la queráis,
del pacto sinaítico a la vuelta de Babilonia, y otra muy diferente la
institución del nuevo pacto, que es el que se dice impreso en el corazón humano
por el dedo del Espíritu Santo (II Cor. III, 3.). Finalmente, una cosa es la
institución de esta nueva economía, de la que apenas hablan directamente los profetas,
y otra la participación de Israel —de todo Israel—, en ella, que es de lo que
hablan sin cesar, que parece no caérseles de la boca.
Acabo
de recibir en este momento carta de un Instituto-Teológico de Argentina, donde
a propósito de mi artículo “La Restauración de Israel” (Estudios Bíblico, año
1949, pág. 75-133) se dice entre otras cosas lo siguiente: “Muchas veces he
buscado algo claro y terminante sobre estos asuntos tan importantes para la exégesis
bíblica, y no he encontrado sino reticencias, medias tintas, aplicaciones
alegóricas, que hacen de los textos más claros y terminantes verdaderos enigmas
indescifrables y contradictorios”. ¡A cuántos hemos oído lamentarse en el mismo
sentido!
A
nuestro juicio no hay otra posición razonable que la de dejar hablar libremente
al texto, según el sentido obvio y usual de la frase, cuando propio, propio, y
cuando trasladado, trasladado, pero siempre dentro de la unidad dialéctica del
contexto.
En
las profecías referentes a hechos o instituciones del tiempo del autor,
principalmente del ciclo babilónico, ver si la letra desorbita rebasando los
hechos que sirvieron de punto de partida, y entonces se puede estar seguro de
que se trata de profecías con doble objeto, el uno menor y próximo (el histórico) y el otro mayor y remoto (el escatológico), de los cuales el segundo
es como una irradiación luminosa del primero, irradiación ampliada, es verdad,
mas no por vía de culminación o perfeccionamiento real de algo rudimentario o
embrionario sino por vía de significación ideal según que va tomando bulto en
el texto el sentido mismo de la letra. Es el caso de la teoría antioquena.
Puédese en ella hablar de
tipo y antitipo, para designar al uno y al otro objetivo, pero no se puede hablar
de doble sentido, literal el uno, real el otro, que es el caso del sentido
típico, porque no hay aquí más que un solo proceso significativo, que es el
literal, y por tanto un solo sentido literal también, a terminar en dos objetos
distintos, aunque no dispares, que daría dos sentidos literales, sino
subordinados, en cuanto que a través del primero se significa el segundo.
Entre el sentido literal y el
real o típico (cuando se da) no hay ningún nexo literal en el sagrado texto. La
letra se cierra con el sentido literal. Sólo que la cosa significada por la
letra, no la letra misma, significa a su vez alguna cosa ulterior en la
intención divina, la cual es para nosotros un misterio, y de ahí que a ese
segundo sentido se le llame místico y que se requiera revelación especial para
venir en su conocimiento.
No así en el caso de la
teoría antioquena, donde no hay propiamente dos sentidos, sino un mismo sentido
in crescendo, en razón del doble
objeto, mayor el segundo que el primero, con nexo literal del uno al otro. Y es
que, a través del objeto próximo, el significado de la letra se proyecta hasta
el remoto, como a través del objetivo de la cámara oscura, la luz se proyecta
hasta el telón, y así por el hecho mismo de abultarse el primero en el
contexto, divísase necesariamente el segundo, sin necesidad de nueva revelación.
Según
esto, la letra de las profecías messianas, no se puede decir verdaderamente
cumplida en la restauración histórica de Israel. Ese es el objeto próximo, en
que no se para la letra, sino que en él y por él pasa a significar la
restauración escatológica. Y así en el significado pleno, el cumplimiento
verdadero de la profecía, correspondiente a su pleno contenido, sólo se dará
cuando sobrevenga ese acontecimiento escatológico, cosignificado por la letra y
el evento histórico a que alude; o de otra manera: por la letra a través del
evento histórico; o de otro modo aún: por el evento histórico abultado por la
letra; o de otro modo todavía: por la letra con doble objeto significativo el
uno del otro en fuerza de la misma letra, y por la letra misma conocido, no por
una revelación ajena a ella.
Un
hermoso estudio sobre “La Teoria
nella scuola esegetica di Antiochia” por el R. P. Vaccari, S. J. pueden verlo
mis lectores en “Biblica”, volumen I (1920), págs. 3-36.
[1] Nota del Blog: ¿Y a quién no le desgarra el alma?
Es casi imposible
convencer a un judío de error si se alegorizan las profecías referentes a la
segunda Venida; si las profecías de la primera Venida se cumplieron
literalmente, ¿por qué no va a suceder otro tanto con los de la segunda? No hay
forma de saltar esta objeción. Medítense estas magistrales palabras de Lacunza
que no precisan comentario: AQUI (Apéndice).