SERMON CCLIX
Las obras de misericordia.
Nota del Blog: Transcribimos aquí
el tan conocido y citado Sermón 259
de San Agustín donde defiende la opinión del reinado de mil años de
Cristo con sus santos en la tierra tras la destrucción del Anticristo y el encadenamiento
de Satanás. Opinión que cambió luego
por otra opinión, y que devino, con
el correr del tiempo, la exégesis más seguida. Exégesis completamente contraria
al texto claro y plano de las Escrituras, que violenta a más no poder la divina
Palabra.
Afortunadamente, desde fines del siglo XIX
hasta mediados del XX los Papas comenzaron a reaccionar contra semejante clase
de exégesis y urgieron cada vez con mayor ahínco la necesidad de volver a la
interpretación literal del Texto.
La exégesis del Santo doctor es aquí del todo
natural y conforme al texto y al simbolismo escriturístico.
Sobre el simbolismo
tipológico del sábado, del domingo y del
octavo día recomendamos vivamente la
hermosa obra del P. Danielou[1] Bible
et liturgie, la théologie biblique des sacrements et des fêtes d'après les Pères de
l'Église (1958), y traducido entre nosotros por Guadarrama en 1962 bajo el
título Sacramentos y Culto según los
Santos Padres (principalmente los capítulos XIV-XVI).
Sólo aclaremos que si bien el autor se
declara contrario al milenarismo, cualquiera que lea sus páginas notará
inmediatamente que hay algo que está como fuera de su lugar. Decimos ésto
porque si el sábado es el símbolo del descanso de los santos en el cielo, entonces
no se entiende el simbolismo del día octavo, mientras que si el día octavo representa
la bienaventuranza eterna, entonces el “descanso” de los santos, simbolizado en
el sábado, está de más.
Así, pues, es fácil ver que el reinado de Cristo con sus santos en la tierra
durante los mil años resuelve fácilmente todas estas dificultades y explica el
simbolismo en forma sencilla y natural. Tal como vemos que hace aquí San
Agustín.
Todas las notas son del original.
Símbolo
profundo y sagrado de la bienaventuranza eterna es para nosotros este día octavo[2], porque la vida que nos trae a la memoria no pasará jamás como pasa él.
Hermanos míos; en nombre de Jesucristo, por
quien nuestros pecados fueron perdonados; de Jesucristo, que hizo de su sangre
precio de nuestro rescate, que se dignó hacernos hermanos suyos, cuando ni
servidores merecíamos ser..., os exhortamos y rogamos —ya que sois cristianos y
lleváis el nombre de Cristo en la frente y el corazón— a enderezar vuestros
deseos hacia la vida feliz que hemos de gozar con los ángeles, vida do reina sosiego
perenne, alegría eterna, felicidad inagotable sin trabajos, sin pesares ni
especie de muerte alguna.
Nadie que no haya saboreado esta regalada vida
puede conocerla, y nadie la saboreará si carece de fe.
No me pidáis os haga entrever lo que Dios ha
prometido: no pudiera yo hacerlo. Acabáis de oír estas palabras finales del Evangelio
de San Juan: "Bienaventurados los que no vieron y creyeron"[3].
Vosotros quisierais ver; también lo viera yo de mil amores; mas creamos todos lo mismo
y todos lo veremos juntos. No resistamos a la palabra de Dios. ¿Será menester,
hermanos míos, que descienda Cristo ahora del cielo a mostrarnos sus cicatrices
sagradas? —Mostróselas a un discípulo incrédulo, para desvanecer la duda y confirmar
la fe de los venideros creyentes.
Lo
repito: este día octavo es figura de la vida nueva que seguirá después de
concluidos los siglos, como el día séptimo
es el emblema del descanso de que gozarán los bienaventurados en aquel dichoso
país. Reinará, pues, Dios en la tierra con sus santos, como lo atestigua la
Escritura, y tendrá aquí una Iglesia en la cual no entrará hombre malo, apartada
e inmune del contagio de los malvados; Iglesia simbolizada por el número 153,
según creo haberos ya dicho en otras ocasiones[4].
En
aquella región aparecerá la Iglesia rodeada de inmensa gloria, revestida de
honor y justicia. No más fraudes ya, no más engaños, no más lobos con piel de
oveja. "Vendrá el Señor —está escrito—y bañará en luz los más ocultos
secretos del corazón y cada cual recibirá de Dios una peculiar alabanza”[5]. No habrá, por ende, malos allí, pues se los apartará de los buenos, y
bien como parva de trigo ya bieldado en la era, la muchedumbre de los santos
será conducida a los graneros eternos. ¿No se trilla el trigo en el mismo punto
donde se aecha?, y la era donde se hizo la trilla para separar la paja del
grano, ¿no se ve después hermoseada por los montículos del ya limpio grano?
Si ahora vemos — verificada la trilla— la
paja reunida a un lado, también vemos la parva de trigo a otro. Ya sabemos el
paradero final de la paja y la satisfacción con que mira su trigo el labrador.
Al
modo, pues, que se ven sobre la era —con regocijo grande por venir tras muchos
sudores— los montones de trigo aislado ya de la paja donde se escondía, trigo
que luego se manda a las paneras donde se le guarda, oculto a las miradas, tal en este mundo donde sois testigos de
cómo se pisa esta era y cómo anda la paja revuelta con el grano y cuán difícil
es distinguirlos, porque aún no se aechó... tal, digo, le verán, en haciendo
que se haga la separación del Juicio, las muchedumbres de los santos, relumbrantes
de belleza, llenos de gracia y merecimientos, reverberando la misericordia de
su Libertador[6].
Entonces
comenzará el día séptimo. Desde Adán hasta Noé podemos considerarle como el día
primero; de Noé hasta Abrahán, el día segundo; el tercero, de Abrahán a David;
de David a la Cautividad de Babilonia, el cuarto; el quinto, desde la Cautividad
de Babilonia hasta la venida de Jesucristo; desde el advenimiento del Señor
hasta hoy, el día sexto... y en el sexto nos hallamos, por lo tanto. Y así
como, según el Génesis, en el sexto día fué formado el hombre "a imagen y
semejanza de Dios"[7], así en este como día sexto del mundo
recibimos por el bautismo una vida nueva que restaura en nosotros la imagen del
Creador.
Cuando
este día sexto haya pasado, cuando sea un hecho la grande y definitiva separación,
empezará el descanso, empezará el sábado
misterioso de los santos y justos de Dios; y a la seguida de este día séptimo,
cuando se haya contemplado sobre la era la bella mies, la gloria y
merecimientos de los santos, entraremos en aquella vida, en la paz aquella de la
que se ha dicho que "ni los ojos vieron ni los oídos oyeron ni el corazón
del hombre ha podido presentir lo que Dios guarda para sus amadores"[8].
¿No
será ello en cierto modo volver a los principios? A la manera que transcurridos
los siete días de la semana, el octavo es otra vez el primero de una semana
nueva, así cuando se hayan concluido las siete edades del siglo presente, donde
todo fenece, volveremos por modo inmortal a la felicidad de donde fué derrocado
el primer hombre. He ahí porqué el octavo día cierra el ciclo de las fiestas de
los recién bautizados.
El
número 7 multiplicado por sí mismo elévase a 49, y añadiéndole la unidad (por
donde todas las cosas empiezan) se obtiene la cifra 50..., la cual entraña un
misterio, que nosotros celebramos hasta Pentecostés. El número 50 se obtiene de
modo igual, cuando, por diferente motivo, se añade a 40 el denario del galardón. Estos cálculos nos llevan al número 50;
multiplicándole ahora por 3 en honor de la Santísima Trinidad, el producto es
150, y añadiéndole 3 —imagen de las divinas personas— son 153, número exacto de
los peces aquellos donde hallamos simbolizada la Iglesia (triunfante)...[9].
Mas ahora, mientras llega el descanso,
mientras sea tiempo de laborar, mientras dure la noche, mientras no aparezca a
la vista el objeto de nuestras esperanzas, mientras vayamos peregrinando por el
desierto hacia la celeste Jerusalén; mientras, en fin, lleguemos a la tierra
prometida que mana leche y miel, entre el combate incesante de las
tentaciones... obremos bien.
Y
tened a mano siempre la medicina contra las cotidianas heridas; hallarásla en
las obras de misericordia; que si deseas obtenerla de Dios has de ser a tu vez
misericordioso.
Si,
hombre como eres, niegas a otro los buenos oficios de la humanidad, Dios te
negará la divinidad —o digamos—, la incorrupción de lo inmortal que nos trueca en dioses.
Nada necesita Dios de ti; tú necesitas de Dios; nada te pide para ser feliz; tú
no lo serás si El no te lo concediere.
Y, ¿qué recibes de Él? — Si te hiciera Dios
el obsequio de algún excelentísimo don creado, no sé si te quejarías. Ahora
bien; no una cosa creada te da en regalo, sino a Sí mismo, Creador de cuanto
existe.
¿Cuál de las criaturas será mejor y más bella
que su Artífice? Y, ¿por qué se te dará? ¿Para coronar tus merecimientos? ¡Tus
merecimientos! Para mientes en tus infinitas iniquidades y escucha la sentencia
que mereció el hombre culpable:
- "Polvo eres y en polvo te
convertirás"[10].
Es la amenaza que Dios había intimado cuando
les impuso la prohibición.
- "El día que le toques (el fruto del
árbol entredicho) moriréis 'de muerte"[11].
- ¿Qué merece el pecado —dime—, qué merece el
pecado sino castigo? Olvídate de tus méritos
para que no pongan espanto en tu corazón, mas, ¿qué digo?; no los olvides nunca
para que, orgulloso, no rechaces la misericordia.
Las obras de misericordia, hermanos míos, nos
encomiendan a Dios. "Bendecid al Señor porque es bueno, porque su
misericordia, dura para siempre"[12]. Confiesa que Dios es
misericordioso, dispuesto está toda hora a perdonar los pecados a quien se
acusa de ellos, y le ofrece además un sacrificio. Compadécete del hombre,
hombre, y Dios se apiadará de ti.
Tu
hermano y tú sois dos hombres, dos míseros; pero Dios no es mísero, sino misericordioso. Y si un mísero no tiene piedad de otro igual, ¿cómo
se atreve a solicitarla de Quien no conoce la desventura?
Comprendedme bien, hermanos. Si alguien se
mostrase cruel y sin entrañas con un náufrago, por ejemplo, no continuaría siéndolo
de sufrir también él los horrores del naufragio; y si alguna vez se halló en
tan negro trance, la vista de un náufrago tráele a la memoria sus
padecimientos; reproduce en algún modo su desgracia pretérita y la igualdad en
el infortunio le conmueve, cuando ni aun la comunidad de naturaleza había
logrado ablandarle.
Quien fué pobre suele compadecerse
rápidamente del pobre...; quien fué jornalero siente vivamente el dolor del jornalero
defraudado en su salario; quien lloró la pérdida de un hijo muy amado, ¡cuán
bien comprende el sufrir de un padre inconsolable!
Dedúcese de lo dicho que no hay tan
berroqueñas entrañas que no se ablanden a la vista de un infortunio al suyo
igual.
Si, pues, tú, que algún día fuiste
desventurado o temes serlo algún día (porque mientras vivas en el mundo debes
temer lo que no fuiste y acordarte de lo que fuiste y pensar en lo que eres);
si tú, envuelto en las memorias de los pasados males, y temeroso de los venideros,
y hundido bajo la mole de los presentes; si tú no te ablandas ante el dolor de
un cuitado que implora tu ayuda, ¿esperarás compasión de Quien no conoce por
experiencia la desgracia? ¿Rehúsas dar una migaja de lo que Dios te dió y
quieres te otorgue Dios lo que tú no le diste?
Pronto, hermanos míos, volveréis a vuestras casas,
y a partir de este momento a duras penas volveremos a vernos, si ya no con
motivo de alguna solemnidad. Practicad
la misericordia, porque las culpas son muchas. No hay modo de hallar punto
de sosiego para nosotros; no hay otra senda que nos lleve a Él y nos reintegre
a Él, a Quien tan osadamente ofendemos. Un día compareceremos en su presencia.
¡Oh!, que nuestras buenas obras nos defiendan y hablen más recio que nuestros
pecados.
Hay
en la Iglesia dos géneros de misericordia: una sin gastos ni fatigas, otra con
trabajo o dinero.
La
primera se practica dentro del corazón y consiste en perdonar a quien te ha
ofendido. En tu mismo corazón tienes el tesoro necesario para llevar a término
esta obra de misericordia; allí te entiendes directamente con Dios. No se te
dice: trae tu bolsa, abre las arcas, descorre los cerrojos de tus graneros, ni
tampoco: anda, ven, corre, apresúrate, intercede, habla, visita, labora. Sin
moverte del sitio, puedes remover los resentimientos de tu corazón contra tu
hermano; acto de misericordia, sin gastos ni penas; solo has necesitado bondad
y un pensamiento misericordioso.
Nos tacharíais de extremosos si os dijéramos:
distribuid los bienes a los pobres; mas, ¿no seremos suaves e indulgentes, diciéndoos:
"Dad sin menoscabaros en nada, perdonad para que se os perdone?".
Con
todo, aun debemos decir: "Dad y se os dará", porque el Señor ha reunido
estas dos obligaciones en el mismo precepto: son dos actos de misericordia con
idéntica fuerza prescritos: "Perdonad y se os perdonará" — misericordia
del olvido—; "dad y se os dará" - misericordia de la limosna.
Empero,
¿no hace Dios más por nosotros? ¿Qué perdonas tú al hermano? Una ofensa de
hombre a hombre. ¿Qué te perdona a tí Dios? Una ofensa inferida por el hombre
al mismo Dios, ¿No hay diferencia entre agraviar a un hombre y agraviar a Dios?
Dios te hace, pues, gran ventaja: tú perdonas nomás la injuria hecha al hombre.
Dios perdona la ofensa hecha a la majestad divida. Lo mismo acaece con respecto
a la misericordia de la limosna. Tú das el pan; Él te da la salud; tú das a
hombre sediento una bebida cualquiera. Él a tí la bebida de la sabiduría. ¿Habrá
modo de parangonar lo dado y lo recibido? He ahí cómo se debe prestar con
usura. ¿Quieres ser usurero? No pondré óbice alguno, a condición de que se haga
el préstamo a Quien no puede empobrecerse, devolviendo mucho más, y a Quien
pertenece aún eso poco que das para recibir cien doblado por ello.
Quiero
advertiros igualmente que dar por propia mano la limosna a los necesitados es
una misericordia doble; y hay que mostrarse no sólo buenos, sino también
humildes al darles y servirles. Cuando el rico, hermanos míos, pone su mano
sobre la mano del pobre a quien ayuda, ¿no parece sentir mejor en su corazón
las miserias y debilidades comunes a la humanidad? Cierto da el uno y recibe el
otro, pero se muestran unidos porque el uno sirve al otro, y no es tanto la
desgracia como la humildad lo que nos acerca unos a otros.
Vuestras riquezas, si a Dios le pluguiese
guardároslas, para vosotros y vuestros hijos quedarán. No hay para qué hablar
de esta terrena abundancia, sujeta a tantos peligros. El tesoro yace tranquilo
en casa, pero no deja tranquilo a su dueño; témese al ladrón, témese al que
descerraja, témese al criado infiel, témese al vecino malo y poderoso: cuanto
más se tiene más se teme. Si das a Dios
en sus pobres nada pierdes y vivirás tranquilo, porque el mismo Dios guardará
el tesoro del cielo y te dará lo necesario en la tierra. Si confiaras algo
a Cristo, ¿temerías lo perdiese? ¿No busca todo el mundo un administrador fiel
a quien confiarle el dinero? Sin embargo, ese fiel mayordomo podía no robarte
nada, pero no perder nada ya no depende tanto de él. ¿Qué punto de semejanza
puede haber entre la fidelidad de un mayordomo cualquiera y la de Cristo? ¿Qué
hay más divino que su omnipotencia? No podrá robarte cosa alguna, pues El te lo
ha dado todo con la esperanza de que tú se lo dieras a Él; ni perder nada,
porque todo lo guarda con su omnipotencia.
Cuando celebráis los ágapes, se le consuela a
uno el corazón, porque entonces hacemos oficio de ministros o dispensadores.
Damos de nuestros bienes y lo damos por nuestras propias manos, bien que no
damos sino lo que recibido hemos de Dios. Hermanos míos, es cosa muy buena que
déis por vosotros mismos, y agradable a Dios muy mucho en gran manera.
Él es quien recibe; Él es quien devuelve,
aunque antes de deberte algo El te lo ha puesto en las manos para que puedas
dar.
Dad y servid; no perdáis una de las recompensas
pudiendo conseguirlas ambas a dos; y si no hay modo de dar a todos los pobres,
dad a razón de vuestros caudales, y dad con alegría, porque "Dios ama al
dador alegre"[13].
El
reino de los cielos se vende a muchos precios, y el que sólo tiene dos cuartos,
con dos cuartos puede adquirirle; que a ese precio le compró la viuda del
Evangelio[14].
Han terminado los días de fiesta: y vuelven a
reanudarse los días de los contratos, cobranzas y pleitos; ved, hermanos míos,
el modo de conduciros en ellos. El reposo de los días que acaban de celebrarse
ha debido inspiraros mansedumbre y no afán de altercados.
Hay quienes invierten estos días pasados en el
exclusivo pensamiento de planear los desafueros que han de cometer en seguida.
Vosotros conducíos como si tuvierais —y así es en realidad—, como si tuvierais
que rendir a Dios cuentas no sólo de estos quince días, sino de entera la vida.
Me reconozco deudor vuestro por causa de
algunas cuestiones sacadas de la Escritura, cuyo desenvolvimiento empecé ayer,
y por alcance de tiempo no me fué posible desarrollar del todo... Mas como en
estos días que siguen, el derecho forense y público autorizan la exacción aun
de dinero, podéis vosotros exigirme salde mi deuda en nombre del derecho cristiano.
Por razón de las solemnidades concurre a este lugar todo el mundo; a ver si en
adelante concurrís también, siquiera sea a reclamarme lo prometido; pues Quien
a todos nos lo da todo, a vosotros os la da por mis manos. Conozco también las
palabras del Apóstol:
“Dad a cada uno lo que le es debido; tributo
a quien debéis tributo, impuesto a quien debéis impuesto, honor a quien honor,
y a quien temor, temor; no debáis nada a nadie, antes amaos mutuamente".
Yo pagaré religiosamente, hermanos míos, lo
que os debo, con la gracia de Dios; pero también os digo que no vengo obligado
a pagar nada a los indolentes, sino a los que me lo exijan[15].
[1] Espero
se nos perdone la referencia a semejante personaje,
pero no podemos menos que remitirnos a lo que ya dijimos en otra ocasión al transcribir
un interesante estudio de Bea sobre el
nuevo Salterio (ver AQUI).
[2]
Domingo infraoctavo de Pascua.
[3] S. Juan, XX, 29.
[4] San Juan, XXI, 11; Sermón 248, etc.
[5] I Cor., IV, 5.
[6] Esta opinión, tomada por San Agustín de los milenarios o milenaristas,
según la cual Dios había de reinar con sus santos en la tierra después del Juicio final, por espacio de mil años, fué abandonada más tarde por
el Doctor de la gracia. En el libro 20, cap. 7 de la Ciudad de Dios escribe: "Esta
opinión fuera tolerable hasta cierto punto, de admitir que la presencia del Señor
produciría, en los santos, algunos deleites espirituales; cosa que también
opiné yo en algún tiempo...".
[7] Gén. I, 26-27.
[8] I Cor. II, 9.
[9] Ver Sermón
148, 149…
[10] Gén. III, 19.
[11] Ibid. II, 17.
[12] Sal. CXVII, 29.
[13] II Cor. IX, 7.
[14] S. Luc., XXI, 2.
[15] El Código de Teodosio, ley 2°, establecía
que una semana antes de la Pascua y la siguiente a la Pascua, cesasen los
pleitos y reclamaciones de las partes, o, dicho de otro modo, que se cerrasen
los tribunales, por considerarlos días festivos.
La segunda parte de esta delicada
conclusión es una finísima y graciosa indirecta con que les convida el Santo a
continuar yendo a oírle, a lo menos porque no haya motivo para motejados de
poco celosos de sus derechos; y, pues, por ley de promesa, él está en deuda con
ellos, no sean torpes en reclamar el cumplimiento exacto de la palabra
empeñada. Tal vez se refiere a las cuestiones apuntadas en el serm. CXLIX.