CAPITULO
CUARTO
LA
PROFECÍA DE LA LIBERACIÓN DEL CAUTIVERIO HECHA A JEREMÍAS NO ES EL PUNTO DE
PARTIDA DE LAS 70 SEMANAS
V. 25a: «Sepas,
pues, y entiendas que desde la salida de una palabra para restaurar y edificar
a Jerusalén, hasta un ungido Príncipe hay siete semanas...»
En la traducción de este
versículo el P. Lagrange introduce una idea tendenciosa. Trátase de la palabra haschib,
que las versiones han vertido imperfectamente, la Vulgata por iterum y
el griego por ἀποκριθῆναι. Knabenbauer dice muy bien que este verbo, hiph'il de
schoub, contiene otra cosa que la simple idea de iteración, y traduce:
ad restituendam (sc. urbem). El P. Lagrange aplaude la observación pero
critica la traducción: «Cuando Knabenbauer traduce «ad restituendam»
entendiéndolo de la ciudad, él también pasa por alto el sentido propio de la
palabra haschib...» (loc. cit., 183), que es hacer regresar, y,
por consiguiente, dice el P., entraña la idea del regreso de Babilonia. Luego,
concluye el P. Lagrange, el sentido natural del texto es éste: «Desde el
oráculo que habló del regreso de los cautivos y de la reconstrucción de
Jerusalén...».
Parécenos improcedente esa
crítica. Porque, si bien es cierto que el sentido fundamental de haschib
es hacer volver, también lo es que ese sentido fundamental no se pierde,
sino que recibe matices diversos según los complementos.
Cuando ese verbo tiene por complemento «los desterrados», como en Jeremías,
XXIX, 10, natural es que signifique «hacer volver los cautivos a su patria».
Cuando tiene por complemento, como en otras partes, «un alma desfallecida» o
«una conciencia dormida», natural es que signifique entonces «hacerla volver en
sí, refocilarla, despertarla»... Pero, aquí, el complemento ¿por qué no sería
el mismo que el del verbo siguiente, como aparece a primera vista? ¿Sería quizá
un inconveniente el que se repita dos veces la misma idea? Esto no tiene nada
de particularmente extraño en el estilo bíblico; y además, los dos términos no encubren
exactamente la misma idea: «hacer volver» en sí a Jerusalén postrada,
significa: restituirla a su ser anterior de ciudad capital del pueblo de
Dios, mientras que el verbo siguiente «extruere» llama de un modo especial
la atención sobre las construcciones materiales. Luego, imaginar
que la palabra haschib implica la vuelta del destierro es interpretación
forzada que no se sigue del sentido natural del texto.
No puede ser éste el
verdadero motivo por el cual el P. Lagrange rechaza la acertada traducción de
Knabenbauer. Efectivamente hay otro más grave.
«Todos convendrán —dice el
P. Lagrange- en que esta salida de la palabra reproduce exactamente la
expresión: «una palabra ha salido», del v. 23. Se trata, pues, aquí también, de
esa misma palabra divina. Es el Decreto contenido en la palabra dicha a
Jeremías, respecto de las ruinas de Jerusalén (IX, 2), contenido también en
la de Jeremías, XXIX, 10 donde precisamente se habla de «hacer volver» (loc.
cit., 183).
Frases escritas muy
precipitadamente.
¿Desde cuándo de un accidental paralelismo de palabras es necesario deducir
la identidad de sentido? ¿Bastará de veras que diga el v. 23: “una palabra ha
salido” y que el v. 25, como haciendo eco, repita: “desde la salida de una
palabra”, para concluir, sin más, que se trata de la mismísima palabra divina,
aunque el contexto advierta que son dos palabras específicamente distintas: la
primera, respuesta de Dios a la oración de Daniel, respuesta transmitida por el
arcángel; la segunda, orden divina (no se dice quién la transmitirá) para
restablecimiento y reconstrucción de Jerusalén arruinada? Ambas son
evidentemente palabras salidas de Dios, pero con un objeto específico
completamente diverso. Imposible identificarlas.
Asimismo es imposible
identificar esta «palabra» del v. 25 con el oráculo de Jeremías, XXIX, 10.
Cree el P. Lagrange que
Daniel hace aquí reminiscencia de aquel oráculo: «Daniel —dice—, que contempla
en espíritu las ruinas de Jerusalén, ha completado mientras tanto (en el curso
de su meditación) la idea del regreso (sacada de Jeremías) con la idea de la
reconstrucción de la ciudad. La licencia dada por Ciro hablaba tan sólo del Templo,
pero las dos empresas eran una misma» (loc. cit., 183). Hemos añadido los paréntesis
para mayor claridad.
En esas pocas líneas vuelve
el P. Lagrange a reproducir los mismos equívocos que anteriormente señalamos al
hablar del contexto de la Profecía, y añade uno más: la identificación de las
dos empresas, fábrica del Templo y reconstrucción de la ciudad. Este modo de
confundirlo todo obscurece la precisión natural del texto y cierra todo camino
al verdadero entendimiento de la Profecía.
Primero, no es cierto, como
se nos afirma, que Daniel completa en su espíritu la idea del regreso con la de
la reconstrucción de Jerusalén.
Daniel contempla en su
meditación tanto las ruinas de Jerusalén como al pueblo disperso y cautivo (IX,
7). Con todo, su oración se enfoca de modo especial no sobre el regreso de los
cautivos, sino sobre Sión, la ciudad santa: «pro monte sancto Dei mei» (IX,
20); y tiene razón de prescindir del regreso a Judea, porque ¿cómo podría
revivir Jerusalén si no implicara aquel regreso? Luego, si Daniel obtiene
gracia para Jerusalén, a fortiori la tendrá alcanzada para el pueblo disperso.
Ahora bien, la visión profética que responde a Daniel prescinde igualmente del
regreso de los desterrados, suceso que se supone realizado para que Jerusalén
pueda ser restablecida de sus ruinas y edificada como formalmente lo desea el
Vidente. Tal es la situación con la cual el texto de la
Profecía se armoniza sin ningún esfuerzo.
Pero, insistirá el P.
Lagrange, si ponemos de por medio los pasajes ya citados de II Paral., XXXVI,
22-23, y I Esd., I, 1.4, en donde la profecía hecha a Jeremías de la liberación
del cautiverio aparece realizada con el Edicto de Ciro que permite la reconstrucción
del Templo, ¿no habrá derecho para pensar (dado que la empresa de edificar el
Templo incluye la de reconstruir la ciudad) que la palabra dicha allá a
Jeremías se identifica en su objeto con la que aquí es dicha a Daniel en orden
a la edificación de Jerusalén?
La respuesta a este
razonamiento no es difícil: dos sencillas observaciones lo deshacen.
Primera observación: La
traducción que da el P. Lagrange de Jeremías, XXIX, 10, es arbitraria. Ya lo
hemos notado. El oráculo dirigido a Jeremías hacia 598 no dice, como quiere el P. Lagrange: «Yo
(Yahvé) realizaré (más tarde, con Ciro, mi ungido) respecto de vosotros, mi
buena palabra (que ahora profiero) para tornaros a este lugar...».
Arreglado el texto de ese modo, ya puede el P. Lagrange, con la matemática simbólica
adoptada por él, encontrar siete semanas de años entre la salida de ese divino oráculo
(598) y el Ungido-Príncipe Ciro (537). La dificultad está, prescindiendo de lo
de la matemática simbólica, en que el texto de Jeremías tiene otro sentido muy
diverso: «cumplidos los 70 años babilónicos (luego, después de 538), yo (Yahvé)
miraré por vosotros y suscitaré sobre vosotros mi palabra la buena (que
entonces proferiré mediante Ciro) para tornaros a este lugar...». Para ese
objeto fué Ciro Ungido de Yahvé, para que, con su Edicto, pregón y rescrito, le
sirviera de trompeta, cuando, pasados los 70 años del imperio caldeo, Dios pronunció
su palabra la buena libertando a su pueblo cautivo y haciéndolo regresar a su
patria.
Segunda observación: “No es verdad que las dos empresas:
fábrica del Templo y reconstrucción de la ciudad, sean una sóla.
A ello se oponen la
jurisprudencia de aquel tiempo y la misma Sagrada Escritura.
Cuando, reinando Darío,
los Goïm palestinos, enemigos de los repatriados judíos, quieren impedir la
fábrica del Templo, acuden en pleito ante el rey persa. Investíganse los
archivos reales y es hallado el rescrito de Ciro que ordena la construcción de
la Casa de Yahvé. Los Goïm tienen que callarse y dejar que la obra sea llevada
a cabo. Pero, corren los años, y los judíos repatriados emprenden también la
reconstrucción de la ciudad. De seguida, los Samaritanos se levantan contra
ellos suscitándoles nuevo pleito delante de Artajerjes ¿Qué victoria tan fácil
para los judíos si, como lo quiere el P. Lagrange, el rescrito de Ciro junto
con la fábrica del Templo hubiese implicado la reconstrucción de la ciudad?
Pero, al contrario: el registro de los archivos no produjo más que cargos
contra la antigua rebeldía de Jerusalén y Artajerjes dio por entonces razón a
los Goïm, hasta que le pluguiese más tarde disponer otra cosa (I Esd. IV-VI)”.
También se opone la Escritura misma a la unificación de las dos
empresas. Dios suscitó varones distintos para cada una de ellas en sus
respectivos tiempos. Mientras Zorobabel y Josué son alabados por haber
realizado la primera, todo el honor de la segunda recae sobre Nehemías: “¿Cómo
ensalzaremos a Nehemías? Él fue como aro signacular en la mano derecha, y lo
mismo Josué, hijo de Josedec: ambos en su vida edificaron la Casa y levantaron
un templo santo para gloria eterna. E ilustre será la memoria de Nehemías,
el que levantó nuestro muros caídos, el que puso en pie nuestras puertas, el
que restauró nuestras casas” (Eccli. XLIX, 13-15).
Luego, el oráculo dirigido
a Jeremías prometiendo una posterior palabra divina para liberación de los
cautivos, y esta misma Palabra, que resonó en el Edicto de Ciro ordenando la
construcción del Templo, son cosas completamente diversas de la Palabra, que
sale, según Daniel, «para hacer volver y reedificar a Jerusalén».
Luego, el punto de partida
de las 70 Semanas no pudo ser en modo alguno ni aquel oráculo ni el Edicto
libertador.
Terminemos este punto con
una consideración menos árida. El P. Lagrange tiene todavía algún escrúpulo
sobre la naturaleza de la Palabra que sale de Dios. Se escandaliza un tanto
porque Knabenbauer, Crampon y casi todos los Antiguos, con muchísimos modernos
intérpretes, ven tal Palabra divina concretizada en un Edicto, licencia u Orden
real: «Siendo -dice- la Palabra tan manifiestamente palabra de Dios, pequeña violencia
se hace sufrir al texto, cuando se sobreentiende «ordenando» (Crampon) para
sugerir un decreto real; violencia cometida también por
Knabenbauer...» (loc. cit. 183-184).
Este escrúpulo no hubiera
subsistido en el P. Lagrange si nos hubiese dado él la traducción exacta de
Jeremías XXIX, 10, de donde precisamente se colige que «la buena palabra
suscitada más tarde» se identificó con el Edicto de Ciro. ¿Por qué entonces la
palabra dicha a Daniel para restauración de Jerusalén no podría también
encarnarse en alguna Orden real?
No sólo podrá encarnarse
de ese modo, sino que lo deberá, dada la economía usada por Dios en el gobierno
del mundo. Porque dentro del marco de la divina Providencia está que Dios se
sirva de intermediarios y autorizados para comunicar su voz. Para comunicar un
oráculo a un profeta el intermediario nato es el Ángel... Pero, para comunicar
a todo un pueblo una palabra cuyo objeto
es nacional, el intermediario nato es el Rey. Por eso, la palabra hablada por
Dios desde el seno inaccesible de la eternidad para el regreso de los desterrados y la fábrica del Templo tuvo su
expresión sensible y temporal en el Edicto de Ciro. Por eso también, la palabra
divina que saldrá para la reconstrucción de la Capital de la nación judía
tendrá su expresión humana en una Orden real: «Per
me reges regnant, et legum conditores justa decernunt:
por Mí los reyes imperan y los príncipes decretan lo justo» (Prov. VIII, 15).