XII
COMPENETRACIÓN DE LA IGLESIA UNIVERSAL
Y DE LAS IGLESIAS PARTICULARES
Llegamos
al término de nuestro trabajo. Hemos estudiado la vida de las Iglesias particulares,
hemos contemplado su sagrada economía, y terminamos con una última ojeada sobre
el misterio de su jerarquía, que nos conduce otra vez a la autoridad del
sucesor de san Pedro, de aquel en quien todas ellas reposan como en único e
inquebrantable fundamento, y en quien todas son la única Iglesia de Jesucristo.
Ahí
reside su verdadera grandeza y su más noble prerrogativa. En su multitud
pertenecen al misterio de la unidad, todas concurren y se confunden en esa gran
unidad de la Iglesia católica y la Iglesia católica, a su vez, subsiste y vive
en cada una de ellas.
Esta misteriosa
compenetración de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares se revela
al exterior y tiene su espléndida y especial manifestación en la jurisdicción
inmediata que el vicario de Jesucristo, cabeza de la Iglesia universal, posee y
ejerce en cada una de las Iglesias particulares.
Vamos
a exponer brevemente este último aspecto de las actividades jerárquicas del
cuerpo místico de Jesucristo.
Autoridad soberana del
Sumo Pontífice.
La Iglesia particular
pertenece a su obispo, y este obispo es su esposo, en un sentido muy verdadero.
Mas estas nupcias místicas
deben entenderse de un misterio más alto. Son las nupcias mismas de Cristo,
cuya alianza lleva el obispo a su Iglesia.
En
nuestra parte primera hemos enseñado ya que la Iglesia particular, que procede
de la Iglesia universal lleva en sí todas las divinas relaciones de ésta. El
nombre sagrado de Iglesia que le pertenece la vincula con Cristo en un sacramento
indivisible.
La Iglesia universal no
está dividida en las Iglesias particulares sino que vive entera en todos sus
misterios en cada una de ellas. Es única, y en ella todas y cada una de las
Iglesias son la única esposa de Jesucristo.
Por
esta razón las jerarquías inferiores no son como intermediarios necesarios que
puedan detener y quebrar los impulsos que vienen de más arriba. Todas las
Iglesias convergen en la unidad superior de la Iglesia universal, en ella son
consumadas, y todas pertenecen a Jesucristo por un vínculo muy simple y
muy inmediato.
Sobre el profundo
fundamento de esta doctrina está establecida la autoridad inmediata del Sumo
Pontífice en todas las Iglesias particulares. Jesucristo, que las posee a todas
sin intermediario, lo estableció en su lugar para que fuera su representante en
la tierra, y en él se muestra como cabeza de estas Iglesias, como él mismo es
el cabeza de la Iglesia universal en el mismo misterio de unidad.
Esa
autoridad inmediata del Sumo Pontífice como vicario de Jesucristo sobre
las Iglesias particulares, definida por el concilio Vaticano I, es propiamente
episcopal[1],
porque no hay ninguna parte de la autoridad episcopal que no le pertenezca
esencialmente y que él no pueda ejercer siempre.
La predicación de la
doctrina, la administración de los sacramentos, el gobierno pastoral, la
colación de la potestad eclesiástica, los juicios, todas esas funciones que
forman el campo del poder episcopal, son también, sin restricción posible,
objeto de potestad del Sumo Pontífice en cada Iglesia.
Pero
si esta autoridad es propiamente episcopal en su objeto, tiene frente al episcopado
un carácter de soberanía y de excelencia que lo aventaja. Es el episcopado en
su fuente y en su cabeza.
Y
como el obispo mismo, en las funciones del sacerdocio, obra con una dignidad
más alta que los sacerdotes, aunque con la
misma eficacia, así también el Sumo Pontífice, al ejercer este poder
episcopal en las Iglesias, lo hace con toda la majestad y soberanía de su
principado.
Así
todos sus actos tienen un carácter de soberanía y de independencia, al que los
obispos mismos no pueden aspirar en sus Iglesias.
En
virtud de un derecho superior se pueden trazar a éstos reglas y se pueden poner
límites a su jurisdicción, sus actos pueden ser invalidados, se puede recurrir
contra sus juicios; pero los actos del Sumo Pontífice, incluso en el gobierno
inmediato de las Iglesias, no dependen de ningún superior de aquí abajo, llevan
consigo la legitimidad esencial que pertenece a los actos del primer soberano.
Y si al ejercer esta jurisdicción en las Iglesias por medio de delegados le
place a veces fijarles límites e imponerles estrechas condiciones, de su sola
voluntad depende determinar los limites que no pueden rebasar.
Por
lo demás, la autoridad del Sumo Pontífice aventaja a la de los obispos no
solamente por su excelencia, sino también porque la precede en el orden del
misterio de la jerarquía. Los
cristianos, antes de pertenecer a sus
obispos, pertenecen a Jesucristo y consiguientemente a su vicario; antes de pertenecer
a las Iglesias particulares, pertenecen a la Iglesia universal. En la mente de
Dios y en el cumplimiento de su designio, la Iglesia universal precede en todas
partes a las Iglesias particulares; y al formarse éstas no pudieron hacer mella
a las relaciones anteriores que habían ligado ya a los fieles con Jesucristo y
con su vicario ni al lazo primordial que se los había sometido anticipadamente.
Por
esto el Sumo Pontífice es con toda verdad y por la esencia misma de su autoridad
el ordinario del mundo entero y puede siempre y en cada momento ejercer por sí
mismo o por sus mandatarios la jurisdicción que a este título le corresponde.
[1] Concilio Vaticano I, constitución Pastor aeternus 3, Dz 3060: «Enseñamos,
por ende, y declaramos que la Iglesia romana, por disposición del Señor, posee
el principado de potestad ordinaria sobre todas las otras, y que esta potestad
de jurisdicción del Romano Pontífice, que es verdaderamente episcopal, es
inmediata”.