Dos clases de familias religiosas.
Si
se considera el puesto asignado por la naturaleza de sus misiones en el plano
de la Iglesia a estas diferentes familias religiosas, nos aparecen repartidas
en dos grandes clases.
Por un lado los órdenes monásticos y canónicos, los monjes y los canónigos
regulares, que pertenecen y están ligados a Iglesias particulares. Los
monasterios mismos de los monjes son verdaderas Iglesias; sus clérigos son
titulares de tales Iglesias y en calidad de tales están expresamente comprendidos
en la regla del canon sexto de Calcedonia; el abad es el pastor ordinario de
dichas Iglesias, a cuya constitución canónica no falta nada.
Los religiosos, fratres o clérigos regulares, por el contrario,
no están ligados a ninguna Iglesia particular. Son clérigos vagos, ordenados en
calidad de tales por legítima derogación del canon sexto de Calcedonia, antes
mencionado. Ligados por el hecho mismo a la sola Iglesia universal, no pertenecen
a la jerarquía de ninguna Iglesia particular; destinados y reservados al
ministerio apostólico, prestan servicios en las Iglesias de su monasterio o de
su residencia como huéspedes, no como clérigos titulares o beneficiarios de
dichas Iglesias. En ellas sirven a Dios y están más o menos estrechamente
vinculados a las mismas, no por título de ordenación o de beneficio, sino por
la simple deputación disciplinaria de la regla y de las constituciones o por
disposición de los superiores.
Es
cierto que en algunas órdenes esta deputación, vinculando bajo el nombre de afiliación
al religioso a un monasterio determinado, imita superficialmente el título de
la ordenación; pero esta afiliación, que en otras órdenes no respecta sino a la
provincia y que tiene su origen en la profesión religiosa y no en la
ordenación, depende enteramente de las constituciones del instituto y,
cualesquiera que sean sus afinidades y sus semejanzas con el vínculo del
título, no es en el fondo, a nuestro parecer, sino un puro reglamento de
disciplina o de administración interior.
Así los monjes y los canónigos regulares forman parte del clero titular
de las Iglesias; los religiosos fratres o clérigos regulares no son, por
el contrario, por institución, titulares de ninguna Iglesia y forman el clero
propiamente apostólico de la Iglesia universal.
De
esta profunda diferencia entre la situación jerárquica de los órdenes monástico
y canónico por una parte y de las órdenes religiosas propiamente dichas por
otra, fluyen diversas consecuencias en la forma, el gobierno y las obras de
estos grandes institutos.
En primer lugar, una orden religiosa propiamente dicha es un cuerpo centralizado
constituido bajo un padre general que es su verdadero superior y su único
ordinario. El individuo religioso pertenece primeramente a su orden, y por
medio de la orden, es decir, en virtud de las reglas de gobierno adoptadas en
ella y de la disposición de los superiores, pertenece secundariamente a la
provincia o casa determinada a que lo destine la orden.
Una congregación monástica, por el contrario, es una confederación de diferentes
Iglesias monásticas o monasterios[1]cada una de las cuales tiene su existencia completa
y su ordinario particular, confederación puesta bajo la guía de un presidente
llamado general en sentido impropio y restringido, y de una asamblea o capítulo
d todos los ordinarios. El monje o canónigo regular pertenece primeramente a su
monasterio o Iglesia, y por medio de este monasterio a la congregación o
confederación de que forma parte su monasterio.
Notemos,
en segundo lugar, que el
vínculo de un poder central constituye esencialmente las órdenes religiosas,
mientras que el orden monástico subsistió largos siglos sin otra autoridad que
la local de los abades, y el orden canónico, sin otra autoridad que la
autoridad igualmente local de los obispos. El vínculo establecido entre los monasterios
por las congregaciones que se fueron estableciendo en lo sucesivo, y que
proporciona a cada uno de ellos el auxilio y la asistencia de esta útil agregación,
es secundario y accidental en el instituto monástico.
Así
san Benito y los otros legisladores monásticos se limitaron a
escribir reglas sin organizar nada por encima de los monasterios. Los fundadores
de órdenes religiosas, por el contrario, adoptando a veces reglas anteriores,
constituyeron principalmente una autoridad central y un gobierno general.
Esta
profunda diferencia que separa a los órdenes monástico y canónico de las órdenes
religiosas explica la que se manifiesta en el modo de elección del general de
estos diferentes institutos.
En las órdenes religiosas, el general, único ordinario de la orden, es elegido
por representantes de toda la orden.
En las órdenes monásticas,
por el contrario — como ya lo hemos referido—, el general, presidente de la confederación de los ordinarios o abades, y
que es uno de ellos, es las más de las veces elegido por el capítulo del
monasterio particular al que pertenece dicha presidencia en virtud de las
constituciones; entre los cartujos
por ejemplo, por el capítulo de la Gran Cartuja; en el Cister, por el capítulo
de la casa del Cister; y si en las congregaciones más modernas ha sido elegido
el presidente de la confederación por la asamblea general de los abades o
capítulo general, es porque en estas nuevas congregaciones no está ya vinculada
la presidencia a una abadía particular, no siendo una delegación hecha por los
abades a uno de ellos. Es que, además, quizá se ha perdido en ellas algo del
carácter propio del gobierno monástico y de la naturaleza del poder abacial,
acercándose a las formas de las órdenes religiosas propiamente dichas.
Por
lo demás, las consecuencias prácticas que resultan de estas diferencias teóricas
entre los órdenes monástico y canónico y las órdenes religiosas no se limitan
al gobierno y a la vida interior de estos institutos, sino que afectan al papel
que desempeñan en la vida misma de la Iglesia y a sus relaciones con el
gobierno general de ésta.
Las Iglesias monásticas pueden ser erigidas en Iglesias episcopales conservando
como capítulo catedral el propio colegio del monasterio.
Esto se ha observado frecuentemente en los países evangelizados por los
monjes, convirtiéndose los monasterios o Iglesias monásticas en Iglesias
metropolitanas o catedrales de plano y sin pasar a otras manos por poseer ya su
clero ordinario en los monjes que los habitan.
En los países evangelizados por religiosos, las casas y las Iglesias de
estos religiosos no pueden convertirse en centros jerárquicos, obispados y parroquias
sino mediante la introducción de un elemento distinto de los religiosos mismos,
ya que éstos no son por institución clérigos y pastores de ninguna Iglesia
particular, sino miembros de un cuerpo únicamente apostólico que pertenece
únicamente al servicio de la Iglesia universal. Es cierto que por excepción se puede desviar a un
religioso del fin propio de su instituto, hacer de un apóstol un pastor titular
y vincularlo al servicio de una Iglesia, pero la orden religiosa en cuanto tal
no puede, sin cambiar de naturaleza y de misión, entrar en los vínculos de las
jerarquías particulares y locales.
Por
lo demás, esto no es una inferioridad para las órdenes religiosas.
Importa,
por el contrario, a la naturaleza y a la grandeza de los servicios que prestan,
que conserven en su integridad el carácter apostólico. Los religiosos, semejantes a san Pablo y
llamados como él a sembrar el Evangelio y no a ser ministros ordinarios de las
Iglesias (cf. Rom. XV, 19-20), son apóstoles y no pastores. Cubrirán las
regiones infieles con sus florecientes misiones, esparcirán la semilla del
Evangelio; otros, sin embargo, irán luego a formar las Iglesias que ellos
habrán preparado con sus trabajos y con su sangre, y la obra quedará siempre
por terminar hasta tanto que reciba este complemento necesario. Porque las
misiones deben en todas partes ceder el puesto a la jerarquía de las Iglesias,
cuyo lugar no pueden ocupar por muy gloriosas que se muestren a nuestros ojos
por los frutos del celo y la sangre misma de los mártires.
Y en los países cristianos, allí donde las Iglesias están implantadas en
el suelo, donde están trazadas las circunscripciones territoriales de las jurisdicciones
locales sin dejar privada de pastor a ninguna porción de la grey de Jesucristo,
las órdenes religiosas aportan todavía en auxilio de las almas la valiosa
renovación del apostolado. Es preciso que no estén vinculadas a ningún lugar
para que puedan esparcir por todas partes la semilla de la palabra. Es preciso
que su ministerio sea independiente de los límites estrechos y estables de las
Iglesias, a fin de que puedan acudir sucesivamente a todos los lugares y
prestar ayuda a todos los cristianos. Si los pastores deben permanecer ligados
a sus propias greyes, conviene que los apóstoles estén libres para dirigirse
allá donde los llamen las necesidades de las almas.
Por otra parte, los apóstoles no son rivales de los
pastores, cuya autoridad hayan de reemplazar; ése no es el fin que les propone
la Iglesia, ni es eso lo que ella espera de sus trabajos: como valiosos
auxiliares de la jerarquía, tienen que sostenerla y fecundar su acción.
Los pastores no deben, por tanto, mirar el ministerio apostólico de las
órdenes religiosas como un daño infligido a su ministerio.
Este
ministerio no tiene nada de odioso, sino que pone al servicio de los pueblos auxilios
extraordinarios, cuya fuente no pueden ser los pastores; pero éstos pueden
siempre solicitar tales auxilios para el bien de las almas que les están
confiadas.
Así
las órdenes religiosas propiamente apostólicas, esos clérigos que no son pastores
por institución, sino apóstoles, hacen revivir ante nuestros ojos y harán
revivir hasta los últimos tiempos de la Iglesia las fuerzas que aparecieron en
sus principios.
Y
como al lado de los obispos y de los presbíteros establecidos en las Iglesias nacientes
aparecía entonces la acción universal de los apóstoles y de los varones apostólicos
que recorrían el mundo, de la misma manera al lado del ministerio de los
pastores ordinarios el apostolado moderno de los institutos religiosos no cesa
de resucitar las almas para devolver luego la grey renovada a esos mismos
pastores cuya perpetua solicitud debe conservarle la vida y la salud.
[1] La Carta de caridad o constitución de la orden del
Cister es llamada "Acuerdo concluido entre el monasterio del Cister y
todos los demás monasterios salidos de él», lo que expresa bien la idea de una
confederación de los monasterios; PL 166, 1378.