VII
IGLESIAS SIN OBISPOS TITULARES
Iglesias imperfectas.
El
obispo es cabeza de la Iglesia particular, su sacerdocio es el centro al que se
mantiene ligado su pueblo, y así san
Cipriano definió precisamente una
Iglesia como «un pueblo ligado a su obispo»[1].
Pero
como el episcopado derrama su virtud sobre los sacerdotes del segundo orden,
éstos, por la unidad que tienen con el obispo, pueden sostener su persona,
representarla y, como por una extensión de la cabeza en ellos, hacer la obra
del único sacerdocio que él les comunica y ejercer la autoridad del mismo en la
medida que les corresponde o que le conviene asignársela.
Durante
la sede vacante despliega plenamente el colegio de los presbíteros esta autoridad
secundaria y derivada.
Pero hay un campo continuamente abierto a su actividad y en el que, conservando
un carácter mixto, parece a la vez bajo ciertos respectos suplir al obispo
ausente, al mismo tiempo que recibe de él actualmente el impulso y la dirección
soberana.
Nos referimos a las parroquias o Iglesias sin sedes episcopales.
Es tradición antigua, dice san Atanasio, no establecer sede episcopal en
las aldeas o en las regiones alejadas»[2], «en las aldeas o en las ciudades mediocres»,
dicen todavía los concilios de Laodicea y de Sárdica; «en las ciudades
menores», según san Jerónimo[3].
La dignidad episcopal es muy alta y no conviene rebajarla a los ojos de
los pueblos prodigándola en todas partes[4].
Además, los individuos que pueden soportar este peso son demasiado raros
entre los cristianos para que se pueda esperar encontrarlos en gran número en
una región poco extensa. En efecto, no hay que olvidar que los obispos no
tienen solamente la solicitud de las Iglesias particulares, sino también el
cargo de la Iglesia universal, cuyo
senado forman, y esta prerrogativa esencial y primitiva de su orden, que los
hace propiamente sucesores de los apóstoles, reclama una vocación y, gracias
superiores a las que bastarían para regir las greyes particulares.
Así
pues, en los lugares menos importantes, desde los primeros tiempos y según antigua
tradición, se estableció únicamente el segundo orden de los presbíteros.
Pero como este sacerdocio de segundo grado no puede sostenerse por sí
mismo, como su esencia consiste en depender del episcopado, en tales Iglesias
menores hubo que vincularlo a la cátedra
de un obispo vecino y hacer que de este obispo descendiera su misión y
la legitimidad de sus actos.
Por tanto, dependerá enteramente de este obispo ya que no puede haber
sacerdote sin obispo, sacerdocio acéfalo, y el orden del presbiterado tiene su
cabeza y su unidad en el episcopado.
Así, aparte de las Iglesias episcopales y en toda la extensión de la
tierra se formaron Iglesias, imperfectas por sí mismas, por no tener en ellas
la cátedra del episcopado, sino que reciben lo que les falta y se convierten en
Iglesias verdaderas y legítimas por el obispo al que están ligadas, el cual,
desde la sede principal de una Iglesia vecina, extiende sobre ellas su manto y
las sostiene con su autoridad y su comunión.
Estas
Iglesias, comenzadas débilmente e imperfectas en sí mismas, que, a decir verdad, no son dignas del nombre de Iglesias
y no son esposas de Jesucristo sino por el obispo, que no tiene erigida en ella
su cátedra y su altar principal ni lleva su título, parecen realizar ante nuestros
ojos la profecía de los libros sagrados: «Aquel día siete mujeres se llevarán a
un solo hombre»; «Comeremos de nuestro pan, dirán, nos vestiremos con nuestras
ropas, pero que podamos llevar tu nombre; quita nuestro oprobio» (Is. IV, 1), y el abandono, y danos el honor de verdaderas esposas.
Tal
es la institución tan popular y tan necesaria de las Iglesias y de las
parroquias extendidas por toda la tierra cristiana más allá del radio de las
ciudades episcopales.
Estas Iglesias no pueden, en efecto, confundirse con los títulos y las parroquias
de las ciudades, simples divisiones de la Iglesia episcopal; difieren de ellas
esencialmente por el fondo de las cosas y por su origen. Son Iglesias
distintas, cuerpos jerárquicos constituidos aparte; son Iglesias que tienen
propiamente su pueblo y su sacerdocio. El clero de los títulos de la ciudad
episcopal se formó como ya hemos visto, en el seno del presbiterio por la
repartición de los trabajos y de las solicitudes pastorales que se hizo entre
los miembros de este colegio. Pero el clero de estas Iglesias no pertenece al
presbiterio de la ciudad episcopal repartido entre los títulos de esta ciudad o
reunido en un solo colegio; en cada lugar forma tantos presbiterios distintos,
tantos colegios independientes unos de otros como son las Iglesias y las greyes
particulares.
Esta
institución de las Iglesias sin obispos titulares, distintas de las Iglesias
episcopales[5] y
ligadas a éstas por la necesidad misma que hace que los presbíteros carezcan de
fuerza y de valor para el gobierno fuera de su subordinación al episcopado y de
la acción del obispo ejercida en ellos, ha formado, por su reunión y su dependencia
en torno a cada Iglesia episcopal, esas circunscripciones que hoy día se llaman
diócesis; y si estas circunscripciones se trazaron a veces antes del
establecimiento de las Iglesias, fue siempre con vistas a este establecimiento.
Aquí
tenemos que proponer al lector diversas observaciones importantes.
[1] San Cipriano, Carta 66, 8, 3; PL 4, 406: «La Iglesia es el pueblo unido al pontífice
y el rebaño adherido a su pastor.
[3] Concilio de Laodicea (entre 343 y 381),
can. 57; Labbe I, 1506, Mansi 2. 573; Hefele 1, 1024: «Que no se
debe establecer obispo, pero sí simples visitadores en las aldeas y en el campo".
Concilio de Sárdica (343), can. 6; Labbe 2, 645; Mansi 3, 10; Hefele 1, 708: «Está
prohibido establecer obispo en una aldea o en un poblado al que basta un solo
sacerdote.» Cf. San Jerónimo, Diálogo contra los luciferianos, 9,
PL 23, 173: «Si el Espíritu no desciende a las almas sino sólo por la oración
del obispo, hay que deplorar la suerte de los que viven aislados en los campos,
en las fortalezas lejanas, a grandes distancias de las ciudades y que, bautizados
por los Presbíteros o los diáconos se duermen en el último sueño sin haber sido
visitados por un obispo».
[4] Concilio de Sárdica (343), can. 6, loc.
cit.: «A fin de que no se envilezca la dignidad episcopal.» San Zacarías
(741-752),
Carta 2, al arzobispo Bonifacio, 1; PL 89, 918: «Recuerda, en efecto,
caro hermano, lo que estamos obligados a observar según los sagrados cánones, a
saber, que no se deben en absoluto ordenar obispos en las aldeas y en las
ciudades pequeñas, para que no se envilezca el nombre de obispo.»