domingo, 26 de marzo de 2023

Similitudes entre el Santo Patriarca José, hijo de Jacob, y Nuestro Señor Jesucristo (Introducción) (VI de VI)

VI. Destinatarios 

Más arriba me preguntaba cómo hacer para que el hombre moderno se interese hoy en día por la Biblia, y la verdad es que creo que la mejor manera es explicarla de la misma forma que aquí presentamos al lector, pues es pedagógicamente excelente dado que no solamente sirve para explicar numerosos pasajes obscuros, sino también porque hace que toda la Biblia adquiera un nuevo sentido y la podamos leer con otros ojos.

Estoy convencido que esta clase de libros es útil tanto para el ateo y racionalista que no cree en nada, como también para los judíos y, por último y, sobre todo, para los mismos miembros de la Iglesia Católica.

En primer lugar, para el ateo y racionalista porque se vería forzado a aceptar que más de mil quinientos años antes, Moisés pudo retratar perfectamente la historia de Jesucristo al delinear la de José. Como dice el P. Caron: 

La vida de ese ilustre Patriarca es ese cuadro milagroso donde están dibujados todos los misterios del Hijo de Dios: su misión, su nacimiento milagroso, su vida, sus trabajos, su pasión, su resurrección, su gloria, su omnipotencia, su unión con la Iglesia, la vocación de los gentiles, la reprobación de los judíos, el estado actual del pueblo deicida, su llamado claramente anunciado por San Pablo y todos los Profetas, la unión de los dos pueblos en el seno de la Iglesia católica, el reino espiritual del Salvador, el desprendimiento universal que exige a todos sus discípulos, el uso que hace de su autoridad para someter todo a su Padre, la sentencia que pronunciará en el último día sobre todos los hombres reunidos al pie de su trono, todos estos altos y sublimes misterios de nuestra fe están allí representados con características tan sorprendentes, y tan perfectamente inimitables, que es imposible que ningún espíritu recto y sincero los desprecie”. 

Y como si esto fuera poco, Dios –“¡Oh, profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de su ciencia!” (Rom. XI, 33)- hizo lo que nadie se atreve a hacer y es profetizar esa historia utilizando para ello instrumentos vivos, libres y racionales.

En la conclusión, nuestro autor rematará su argumentación con estas palabras: 

“¿Quién podría estar desprovisto completamente no solamente de fe, sino también de razón y de equidad para no reconocer el dedo de Dios en estas maravillas, de las cuales unas son imágenes de las otras? ¿Qué pueden oponer los enemigos de nuestra santa religión a esta prueba invencible de su divinidad? Que el incrédulo responda en presencia de aquel que sondea los riñones y los corazones: ¿puede ser semejante similitud un simple efecto del azar? ¿Puede el azar imitar jamás tan perfectamente la verdad y parecérsele en este punto? ¿Sería posible que hubiera reunido tantos detalles de similitudes tan diferentes y al mismo tiempo tan naturales? Sería lo mismo que sostener que el retrato más acabado y parecido no sería más que el efecto fortuito de colores arrojados sin ninguna intención (…) 

¿Dirá el incrédulo que estas relaciones son obscuras? ¿Pero qué hay más claro y más semejante? ¿Se podría haber representado más claramente el conjunto de los misterios del Salvador? No se trata de detalles esparcidos, relacionados con estudio y con arte, los que forman este admirable cuadro donde nuestro señor Jesucristo es tan reconocible; es una cadena de sucesos, tan clara y vivamente figurativos; una continuación de relaciones tan numerosos, tan atrapantes, tan perfectamente inimitables, que es imposible para todo espíritu recto y sincero no reconocer allí al Hijo de Dios. De esta manera, toda la tradición ha reconocido y admirado esta milagrosa similitud (…) 

¿A dónde irá pues el incrédulo para escapar de la verdad que lo persigue? ¿Dirá que la historia de José ha sido escrita después de la venida del Salvador? Pero los judíos, enemigos natos de los cristianos, lo abruman con su testimonio; declaran que sus padres la leían quince siglos antes que Jesucristo apareciera sobre la tierra; que son ellos mismos quienes la han transmitido a los cristianos junto con los libros del Antiguo Testamento”. 

Y estas mismas razones valen también para los judíos y más todavía, pues ni siquiera pueden objetar que la historia de José ha sido falsificada por nosotros e incluso se puede ir más lejos y afirmar que la misma ceguera de Israel estaba profetizada en la historia de José, cuando sus hermanos fueron incapaces de reconocerlo la primera vez que fueron a Egipto y recién lo hicieron la segunda vez, tal como está afirmado con palabras más que claras en el Nuevo Testamento, pues es de fe que Israel se ha de convertir algún tiempo antes de la segunda Venida –día que no parece estar muy lejano—.

No se puede dejar de señalar que, en este sentido, este libro ya dio algunos frutos en su momento pues, tal como lo afirma el Rabino converso P. Drach a continuación de las palabras citadas más arriba, varios judíos se convirtieron tras la lectura de esta obra. ¡Quiera Dios, “cuya mano no es tan corta para que no pueda salvar, ni tan sordo su oído para que no pueda oír” (Is. XLIX, 1), repetir casi doscientos años después las mismas maravillas!

Pero más que nada, esta clase de libros y exégesis es sumamente útil para avivar y fortalecer la fe del católico. Libros como éste no hacen más que ayudarnos a alabar a Dios por su Sabiduría y también a amar las Sagradas Escrituras pues, de repente, historias que habíamos leído a lo mejor alguna vez de niños (y la historia de José no es para nada el único caso), cobran ahora una nueva vida. Al colocar a Jesucristo en el centro de esa historia, todo se vuelve luminoso, radiante, hermoso. De repente la Sagrada Escritura pasa a ser un libro no solamente mucho más interesante de lo que creíamos, sino también extremadamente actual y no sólo en lo que respecta a la apologética, como indiqué más arriba, sino también por todo aquello que tiene de profético para nosotros (piénsese por ejemplo en la apostasía de las naciones y el mal estado en que estará la Iglesia al momento de la conversión de los judíos, tal como lo ve prefigurado el P. Caron con mucha agudeza). 

VII. Conclusión 

Creo que, mirada la Biblia de esta manera, se entiende mucho mejor, y en sentido crudamente literal, aquella célebre frase del gran San Jerónimo en el prólogo de su comentario a Isaías: 

Ignorar las Escrituras es ignorar al mismo Cristo”. 

Como así también aquélla no menos famosa de San Agustín y que resume a la perfección la Sagrada Escritura[1]: 

El Nuevo Testamento se esconde en el Antiguo, y éste se manifiesta en el Nuevo”. 

Urge en estos calamitosos tiempos una vuelta al estudio serio y detenido de las Sagradas Escrituras y no a un conocimiento meramente superficial sacado, cuanto mucho, de la liturgia y las homilías. Sin dudas, como todo estudio y como todo comienzo, al principio presentará sus dificultades, pero no tengo dudas que Dios sabrá recompensar al alma que persevere en semejante empresa. Estoy convencido que al estudio de la Biblia se le pueden aplicar fácilmente aquellas palabras de San Pablo a su discípulo predilecto Timoteo (I Tim. IV, 8) cuando hablaba de la piedad: 

 “Para todo es útil, teniendo promesa de la vida presente y de la venidera”. 

Y si es útil para todo, entonces no podemos ni debemos creer que Dios no tenga nada para decirle al hombre moderno y tenemos que pedir a Dios no formar parte de aquellos sobre los cuales profetizó Amós diciendo (VIII, 11-12): 

“He aquí que vienen días, dice Jehová, el Señor, en que enviaré hambre sobre la tierra; no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír las palabras de Jehová. Andarán errantes de mar a mar, y discurrirán del norte al oriente, en busca de la palabra de Jehová, mas no la hallarán”. 

Terrible castigo, acaso comparable solamente con aquella “operación de error para que crean a la mentira” con la que Dios amenaza entregar a quienes han de aceptar al Anticristo (II Tes. II, 11).

Quiera Dios que la lectura de estas páginas sea como esa semilla de la parábola del Evangelio sembrada en tierra buena y que rinde mucho fruto.



[1] Quaest. in Hept., 2,73.