Ese
recuerdo en el v. 11 del canon enunciado en el v. 8 y con su carácter de
perennidad en la serie de la historia nos pone en la mano la clave para
resolver una dificultad que indudablemente habrá ya asaltado la mente de muchos
lectores: si el argumento de S. Pablo es inductivo, se objetará, ¿por qué en
una serie tan larga de siglos como corrieron desde Abrahán hasta Jesucristo, se
contenta el Apóstol con una enumeración tan insignificante como son dos solos
casos? No es difícil la solución: la remisión al canon es una prueba evidente
de que S. Pablo reconoce una norma perenne en el curso de la historia; en
consecuencia, los dos casos citados no pueden ser los únicos que reconoce.
La razón de mencionar solos esos dos es 1) porque son continuados; 2) en el
arranque preciso de la historia de Israel; 3) en el seno mismo de la familia
patriarcal donde parecía no haber lugar a selección, sino deber ser escogidos
todos sus miembros. Por eso S. Pablo tiene como evidente a fortiori la continuación del mismo
procedimiento en la historia posterior. Por lo demás, que S. Pablo suponga la
aplicación del canon por toda la historia hasta la generación contemporánea del
Mesías, resulta patente en XI, 45 donde después de proponer el caso de los 7000
reservados en tiempo de Elías enfrente de la reprobación general, añade que lo
propio acaba de suceder o está sucediendo en la generación contemporánea a la
promulgación del Evangelio. El Apóstol, pues, recorre con su pensamiento la
serie toda de la historia de Israel desde Abrahán hasta Jesucristo, viendo en
toda ella la aplicación del canon segregatorio, recorriendo mentalmente los
miembros todos de la inducción; bien que, en la expresión externa, por
abreviar, se contenta con el formulado del canon y algunos ejemplos de los más
salientes.
Otra
duda asaltará quizás a más de uno: si en todo el curso de la historia, la
posteridad patriarcal, es decir, Israel, hubiera estado sometido a esa ley de
amputación segregatoria, bien que no necesariamente ruidosa y mucho menos
cruenta, tropezaríamos a cada paso en la historia de Israel con reducciones de
ese género; y sin embargo los casos que de ellas nos presenta el Apóstol y los
documentos históricos del pueblo hebreo son contadísimos: prueba palpable de no
haber existido tal ley, y de que los casos de reducción como el citado por S.
Pablo en XI, 5 obedecieron a otros motivos totalmente ajenos al pretendido
canon segregatorio.
He
aquí nuestra respuesta: en primer lugar, no sabemos cuántas fueron esas
reducciones, ni en qué forma fueron ejecutadas. Pero nos consta sí haber sido
bastantes más de las señaladas por S. Pablo. Ya en la época mosaica
desapareció, reprobada por Dios, la generación contemporánea de las maravillas
del Éxodo. El libro de los Jueces nos da cuenta de espantosas hecatombes,
castigo evidente de gravísimas culpas, y que mermaron muy considerablemente la
población de Israel. Isaías en VI, 11-13 nos habla de otras dos podas en el
árbol israelítico tan radicales que de ellas sólo había de quedar el tronco
desmochado y escueto.
Finalmente, mientras hecha
una de esas amputaciones no sobrevenía otra, las generaciones intermedias
podían considerarse como escogidas. En todo caso es un hecho que la historia de
Israel es por antonomasia la historia de las restas: restas en tiempo del
Éxodo; restas en la época de los Jueces; restas en la de los Reyes, restas por
cautiverios, invasiones y persecuciones, de suerte que a pesar de haber
subsistido Israel por tantos siglos, lejos de alcanzar nunca el crecimiento que
en duración igual han alcanzado con frecuencia otros pueblos, Israel por el
contrario, si se exceptúa el breve periodo de David y Salomón, fué por regla
general, constantemente disminuyendo hasta quedar reducido a una expresión mínima
en tiempo de los Seléucidas[1].
La
mente del Apóstol en su argumentación es según eso, la siguiente: no es
verdad que las promesas hechas a la raza de Israel no hayan tenido riguroso
cumplimiento: aun dentro de la posteridad carnal de Abrahán, como se ve por su
historia, no son cantidades equivalentes y sustituibles el Israel posteridad
carnal y el Israel representante y sujeto de las promesas: éste es una fracción
de aquél. Para que el Israel poseedor hoy de las bendiciones mesiánicas se
identifique con el representante y sujeto de las mismas en el pasado, no es
menester que la totalidad del Israel actual fuera llamada a su participación:
Dios, haciendo aplicación a la generación presente de un canon que no podéis
negar, ha podido cumplir su palabra llamando a unos mientras otros quedaban
excluidos.
A
la misma conclusión nos conducen otras razones eficaces, aunque indirectas. Si
el argumento de S. Pablo es típico y no inductivo, no se ve cómo pueda
conciliarse su solución de IX, 6-13 con la concesión hecha en IX, 4 al
reconocer en el Israel κατὰ σάρκα (según
la carne), la prerrogativa de depositario y sujeto de las promesas. Sentado
ese reconocimiento, no es fácil señalar el principio donde pueda basarse la
solución del problema sobre el cumplimiento o incumplimiento de aquellas en el
supuesto de que las promesas no se hacían sino al Israel κατὰ πνεύμα
(según el espíritu). Consecuente con
el sentido que hemos expuesto, el Apóstol presenta en Rom. XV, 8-9, en IX,
22-29 y en XI, 13-19 a los judíos y gentiles que actualmente componían la
Iglesia, como llamados al Evangelio bajo condiciones muy diversas: en el
primer pasaje propone a Jesucristo ofreciendo en persona al pueblo judío el
Evangelio “en razón de su fidelidad, para confirmar, es decir, mantener en pie,
cumplir, las promesas de los padres”; mientras los gentiles deben honrar a Dios
“por su misericordia” en llamarlos a la fe. Cuando pues los judíos son
invitados y parte de ellos escogidos para la posesión de las bendiciones
evangélicas, en estos últimos da Dios cumplimiento a una solemne promesa hecha
a sus antepasados; demostrando que las promesas fueron hechas entonces y
cumplidas ahora al Israel κατὰ σάρκα (según
la carne). El mismo pensamiento preside a la descripción IX, 24 del
reclutamiento de la primera generación cristiana. De primera intención son
llamados los judíos; los gentiles lo son por agregación: “en el conjunto de
nosotros a los llamados (eficazmente), llamó Dios no sólo de entre los judíos,
sino de entre los gentiles”. No debe creerse fortuita ni ociosa la forma que da
S. Pablo a su pensamiento distinguiendo expresamente entre judíos y gentiles,
colocando en primer lugar a aquellos y expresando con la fórmula “no sólo, sino
también” la relación de principal y accesorio o menos principal que los enlaza.
S. Pablo en esas palabras, después de haber satisfecho a dos instancias que la
argumentación VI, 13 había provocado de parte del judío su adversario, concluye
en armonía con aquella argumentación y completándola: “¿será vituperable Dios,
es decir, podréis acusarlo, de no haber cumplido su palabra, porque al hacer el
reclutamiento de sus fieles, además de
los judíos a quienes escogió cumpliendo en ellos las promesas hechas a
Israel, con ellos y en su compañía escogió también gentiles?”.
Finalmente,
en XI, 13-19 emplea las semejanzas del olivo legítimo y olivo silvestre, rama
nativa e injerta, sostén y sostenido para designar respectivamente a judíos y
gentiles en aquella primera generación cristiana. ¿Qué significa esa distinción
sistemática, ese orden constante con que el Apóstol designa dentro de la misma
corporación sus diferentes elementos? Es evidente que S. Pablo descubre
cierta primacía de honor en favor de los judíos y cuál sea esa lo declara en
XV, 8-9, y lo había ya declarado en III, 2: los judíos, a diferencia de los
gentiles, son depositarios de una promesa formal de Dios en su favor, a la cual
da cumplimiento al llamarlos eficazmente al Evangelio.
La
demostración del Apóstol se cierra propiamente en el v. 13: síguense luego dos
reparos: 14-18 y 19-24 que no son ya una parte esencial de aquella, pero la
completan. El judío objeta: si la norma de reclutamiento fuera una elección
gratuita, Dios sería injusto. S. Pablo responde: no; porque al tratarse de
dones gratuitos, el Éxodo cuya divinidad reconoces como yo, establece por regla
el beneplácito divino: “haré obras compasivas a aquel de quien me compadeciere
y seré benévolo con quien me pluguiere”[2]; de suerte, concluye el Apóstol,
que obtener esos dones:
“No es (asunto) de afanosa voluntad o de carrera
veloz, sino de afecto compasivo de Dios”[3].
Alude
el Apóstol a la presteza de Esaú y a su afanosa fatiga corriendo al campo por
la caza para ofrecerla a su padre y obtener su bendición. El Apóstol confirma
la verdad de esa regla con un caso contrario, el de Faraón a quien Dios, no
obstante la previsión de su contumacia, concede subir al trono (o continuar en
él)[4]
para manifestar en su persona el poder divino.
“De suerte, concluye S. Pablo, que Dios se apiada de
quien lo tiene a bien y endurece a quien le place”[5].
De
esta solución a la primera réplica brota espontáneamente la segunda:
“Entonces, replica el judío, no tiene Dios derecho a
vituperar nuestro endurecimiento a la predicación del Evangelio; porque si
había decidido ya excluirnos y endurecernos, ¿quién es capaz de resistir a su
voluntad?”.
S.
Pablo resuelve esta segunda réplica alegando dos razones indirectas y por fin
una directa y principal cuya sustancia es: el pueblo judío menos que nadie
tiene derecho a oponer contra la bondad divina semejante objeción, siendo así
que habiéndole Dios encontrado al tiempo de la predicación apostólica objeto de
ira y castigo por sus delitos (alude el Apóstol a la obstinación voluntaria del
pueblo judío a la predicación personal de Jesús a quien rechazó y quitó la
vida); en lugar de castigarle como sus maldades merecían, continúa todavía
soportándole con grande longanimidad prorrogando los plazos de la misericordia
y ofreciéndole la predicación de los Apóstoles antes de descargar su
indignación. S. Pablo escribía casi 30 años después del vaticinio del
Señor y unos diez antes de su cumplimiento. Ya en I Tes. II, 14-16 había el
Apóstol descrito con sombríos colores esa actitud de los judíos. Siendo ésta la
verdadera situación de las cosas, ¿cómo puede el judío erguir su frente
altanera acusando al cielo de injusticia y aun atribuyéndole su propia
obstinación, porque al tiempo de dar Dios cumplimiento a sus promesas, a una
con el residuo fiel del pueblo de Israel en quien las cumplió religiosamente,
tuvo a bien agregar gratuitamente a los gentiles?
[1] Bien que en la Diáspora se diese por el mismo
tiempo el fenómeno contrario, aunque en reducidos grupos.
[2] Esta es la diferencia entre ἐλεῶ y οἰκτείρω: el primero significa
la compasión en obras; el segundo en el afecto o benevolencia de ánimo.
[3] Había
provocado la instancia el ejemplo de Esaú y Jacob; debe advertirse que S. Pablo
escribía esta Epístola en el año 57 después de muchos otros de predicación y
controversia oral durante la cual había escuchado muchas objeciones de parte de
sus adversarios una de ellas la relativa a Esaú.
[4] El texto
masorético lee stetit; en hipil puede significar o “constituere” o
“confirmare”; S. Pablo traslada excitavi
te, porque concibe la previsión divina como anterior a la elevación del
rey. S. Jerónimo “posui te”; y en el
mismo sentido podría también traducirse: confirmavi
vel obfirmavi, si la previsión se concibe reinando ya Faraón. En el mismo
sentido los LXX dan esta versión: conservatus
es.
[5] El endurecimiento de que habla aquí
S. Pablo no es una acción directa y positiva de Dios que endurezca al hombre. Siendo
la sentencia “endurece a quien le place” una conclusión deducida del texto del
Éxodo y de la acción de Dios allí significada, como ésta se hace consistir en
haber Dios dejado que Faraón reinase a pesar de prever su contumacia, la acción
endurecedora de Dios consiste simplemente en esa “permisión” o si se quiere
“disposición” cuyo término es “la elevación acompañada de la previsión de la
contumacia” y no recae de manera alguna de un modo directo sobre la contumacia
misma. Ya se sabe que los hebreos dan con frecuencia al pensamiento una
expresión que va más allá de lo que la mente concibe, v. gr. aborrecer por:
amar menos.