miércoles, 5 de septiembre de 2018

Ezequiel, por Ramos García (III de XXI)


I. EXAMEN DE LOS PASOS MÁS SALIENTES DE EZEQUIEL

Según el autor del comentario, la interpretación de la profecía de Ezequiel ha de ser necesariamente alegórica. Así lo afirma en términos en la página 12, y lo practica luego con mucho desenfado. En sus páginas ni aun se percibe bien la distinción que hay entre parábola y alegoría, puesto que, en ésta, lo mismo que en aquélla, se toman muchísimos pormenores como meros complementos de la figura, a los que nada correspondería en lo figurado.

El nuevo Israel es el resto vaticinado por Isaías, que no es otro que el grupo de los repatriados del cautiverio babilónico, el cual estaría integrado no sólo por descendientes de Judá, sino también de las restantes tribus; y así se verificaría la fusión de los dos reinos en uno, tantas veces anunciada.

El nuevo pacto es el antiguo pacto del Sinaí, renovado por el nuevo Israel cuando entró de nuevo en la tierra prometida a sus padres (Neh. IX). Llámase nuevo porque renovado, y perpetuo, además, porque impreso, no como el antiguo, en tablas de piedra, sino en el corazón del pueblo, moral y religiosamente mejorado.

Donde esto no parece bastar para justificar los apremios de la letra nótase de cuando en cuando que toda esa novedad viene a desembocar en el Evangelio, y de él se invita a tomar cuanto pueda bastar a colmar y a calmar las exigencias de la letra, que por otra parte no son para turbar a nadie, pues se trata de meras alegorías.

Al proponer nuestro leal parecer acerca de estos extremos y de otros en conexión con ellos, opondremos casi siempre a la alegoría alejandrina la llamada teoría antioquena, más ponderada y respetuosa con la letra. Planeará nuestro pensamiento sobre el propio libro de Ezequiel, pero trayendo a confirmación e ilustración abundancia de lugares paralelos de la Biblia misma, harto más luminosos y decisivos que los tímidos pareceres de sus comentadores, cuando prescinden de ellos o los consideran tal vez aisladamente.


1. El nuevo Israel.


Sobre el nuevo Israel habría mucho que decir. Nos contentaremos por de pronto con fijar algunas posiciones:

1) El nuevo Israel no lo constituyen adecuadamente los desterrados vueltos a su patria en virtud del decreto de Ciro, porque no se cumplieron en ellos ni de lejos, las magníficas promesas messianas, que hacen a los repatriados los vaticinios todos, sin exceptuar los de Ezequiel.

2) Tampoco lo forman los fieles cristianos, recogidos de la gentilidad —el Israel Dei de S. Pablo (Gal. VI, 16), que dicen algunos—, porque las promesas no se hacen directamente a ellos (cf. Rom. III, 1-3), sino a los desterrados de Israel, para cuando fueren repatriados.

Las explicaciones corrientes de tales promesas con referencia, bien a la restauración histórica de Israel, bien al establecimiento histórico de la Iglesia, son, pues necesariamente inadecuadas por falta de objeto en la primera y por falta de sujeto, en la segunda.

De ahí la tendencia sincretista de tantos exégetas y a ellos parece acostarse nuestro autor (págs. 95, 124, 137, etc.)—, según lo cual las promesas se cumplen incoativamente en la restauración histórica de Israel y tienen su culminación en la institución histórica de la Iglesia, amalgamando así en uno sujetos incompatibles, cuales son la Sinagoga y la Iglesia, la esclava y la libre (Gal. IV, 25 s.), y objetos asimismo incompatibles, cuales son el mosaísmo y el Cristianismo, la letra que mata y el espíritu que vivifica (II Cor. III, 6).

Seamos lógicos.

Para esquivar tales incoherencias, ya en el sujeto o ya en el objeto, o bien en ambos a la vez, no hay otra manera segura que la que se desprende de los mismos vaticinios, leídos sin prejuicios concordistas, es a saber, que a través del cautiverio y liberación histórica, el profeta divisa (cf. Zac. III, 8) el cautiverio secular (Os. III, 4 s.) y la liberación escatológica de ese pueblo, y entonces se cumplirá plenamente cuanto le prometen sus profetas, y con la vuelta de lo antiguo (Miq. IV, 8) se le dará un espíritu nuevo, el espíritu cristiano, que hará olvidar el mosaísmo (Jer. III, 14-18).

Es este nuestro modo de ver, que el respeto al sagrado Texto nos impone, una mera aplicación de la célebre teoría antioquena que, por desgracia, no se ha asimilado todavía la exégesis. Es más cómoda la escurridiza alegoría alejandrina, con todas sus incoherencias de texto y de contexto. Vaya un ejemplo: en Ez. XVI, 60 ss, según ese sistema, Jerusalén sería una alegoría de la Iglesia; sólo que, según el texto de la profecía, Jerusalén se avergonzará algún día de sus infidelidades; si, pues Jerusalén es la Iglesia, ¿cúyas serán esas infidelidades?


2. El tallo tierno.

En el tallo tierno de Ez. XVII, 22, se quiere ver al Messías. Pero el tallo tierno de este vaticinio no puede ser otro que el tsémah de otras profecías (Is. IV, 2; Jer. XXIII, 5; XXXIII, 15; Ez. XXIX, 21; Zac. III, 8; VI, 12 s.), el caput unum de Os. I, 11, alias David escatológico de Os. III, 5 (Cf. Am. IX, 11; Jer. ll. cc.), de Is. LV, 3; Jer. III, 9; Ez. XXXIV, 23 ss; XXXVII, 15 ss. Ahora bien, ni el tsémah ni el gran caudillo, ni por consiguiente el David escatológico son el Messías en persona. Luego tampoco lo es ese tallo tierno. No lo es el gran caudillo o David escatológico porque su actuación viene caracterizada por la reunión en un solo reino davídico –volverá el antiguo poderío (Mich. IV, 8)- de Judá e Israel, de siglos separados y dispersos (Os., Jer., Ez. ll. cc.; cf. Is. XI, 13; Jer. III, 15 ss.; Ez. XXVII, 15 ss. y sobre eso el tsémah o retoño de la dinastía davídica, contrae alianza en pie de igualdad con un pontífice supremo (Zac. VI, 12 ss.); y el Messías como tal no puede tener parejo.

Momento el más a propósito éste de la supresión de la dinastía davídica para anunciar su restauración futura. A su tiempo se cumplirá todo, cuando Israel en masa (Rom. XI, 26) se convierta al cristianismo.