I. EXAMEN DE LOS PASOS MÁS
SALIENTES DE EZEQUIEL
Según
el autor del comentario, la interpretación de la profecía de Ezequiel ha de ser
necesariamente alegórica. Así lo afirma en términos en la página 12, y lo
practica luego con mucho desenfado. En sus páginas ni aun se percibe bien la
distinción que hay entre parábola y alegoría, puesto que, en ésta, lo mismo que
en aquélla, se toman muchísimos pormenores como meros complementos de la
figura, a los que nada correspondería en lo figurado.
El nuevo Israel es el resto vaticinado por Isaías, que no es otro que el grupo de los
repatriados del cautiverio babilónico, el cual estaría integrado no sólo por
descendientes de Judá, sino también de las restantes tribus; y así se
verificaría la fusión de los dos reinos en uno, tantas veces anunciada.
El nuevo pacto es el antiguo pacto del
Sinaí, renovado por el nuevo Israel cuando entró de nuevo en la tierra
prometida a sus padres (Neh. IX). Llámase nuevo porque renovado, y perpetuo, además, porque impreso, no
como el antiguo, en tablas de piedra, sino en el corazón del pueblo, moral y
religiosamente mejorado.
Donde
esto no parece bastar para justificar los apremios de la letra nótase de cuando
en cuando que toda esa novedad viene a desembocar en el Evangelio, y de él se
invita a tomar cuanto pueda bastar a colmar y a calmar las exigencias de la
letra, que por otra parte no son para turbar a nadie, pues se trata de meras
alegorías.
Al
proponer nuestro leal parecer acerca de estos extremos y de otros en conexión
con ellos, opondremos casi siempre a la alegoría alejandrina la llamada teoría
antioquena, más ponderada y respetuosa con la letra. Planeará nuestro
pensamiento sobre el propio libro de Ezequiel, pero trayendo a confirmación e
ilustración abundancia de lugares paralelos de la Biblia misma, harto más
luminosos y decisivos que los tímidos pareceres de sus comentadores, cuando
prescinden de ellos o los consideran tal vez aisladamente.
1. El nuevo Israel.
Sobre
el nuevo Israel habría mucho que decir. Nos contentaremos por de pronto con
fijar algunas posiciones:
1) El nuevo Israel no lo constituyen adecuadamente
los desterrados vueltos a su patria en virtud del decreto de Ciro, porque no se
cumplieron en ellos ni de lejos, las magníficas promesas messianas, que
hacen a los repatriados los vaticinios todos, sin exceptuar los de Ezequiel.
2) Tampoco lo forman los fieles cristianos,
recogidos de la gentilidad —el Israel
Dei de S. Pablo (Gal. VI, 16), que dicen algunos—, porque las promesas
no se hacen directamente a ellos (cf. Rom. III, 1-3), sino a los desterrados de
Israel, para cuando fueren repatriados.
Las
explicaciones corrientes de tales promesas con referencia, bien a la
restauración histórica de Israel, bien al establecimiento histórico de la Iglesia,
son, pues necesariamente inadecuadas por falta de objeto en la primera y por falta de sujeto, en la segunda.
De ahí la tendencia
sincretista de tantos exégetas y a ellos parece acostarse nuestro autor (págs.
95, 124, 137, etc.)—, según lo cual las promesas se cumplen incoativamente en la restauración
histórica de Israel y tienen su culminación
en la institución histórica de la Iglesia, amalgamando así en uno sujetos
incompatibles, cuales son la Sinagoga y la Iglesia, la esclava y la libre (Gal.
IV, 25 s.), y objetos asimismo incompatibles, cuales son el mosaísmo y el
Cristianismo, la letra que mata y el
espíritu que vivifica (II Cor. III, 6).
Seamos
lógicos.
Para
esquivar tales incoherencias, ya en el sujeto o ya en el objeto, o bien en
ambos a la vez, no hay otra manera segura que la que se desprende de los mismos
vaticinios, leídos sin prejuicios concordistas,
es a saber, que a través del cautiverio y liberación histórica, el profeta divisa
(cf. Zac. III, 8) el cautiverio secular (Os. III, 4 s.) y la liberación
escatológica de ese pueblo, y entonces se cumplirá plenamente cuanto le
prometen sus profetas, y con la vuelta de lo antiguo (Miq. IV, 8) se le dará un
espíritu nuevo, el espíritu cristiano, que hará olvidar el mosaísmo (Jer. III, 14-18).
Es
este nuestro modo de ver, que el respeto al sagrado Texto nos impone, una mera
aplicación de la célebre teoría
antioquena que, por desgracia, no se ha asimilado todavía la exégesis. Es
más cómoda la escurridiza alegoría alejandrina,
con todas sus incoherencias de texto y de contexto. Vaya un ejemplo: en Ez.
XVI, 60 ss, según ese sistema, Jerusalén sería una alegoría de la Iglesia; sólo
que, según el texto de la profecía, Jerusalén se avergonzará algún día de sus
infidelidades; si, pues Jerusalén es la Iglesia, ¿cúyas serán esas
infidelidades?
2. El tallo tierno.
En el tallo tierno de Ez.
XVII, 22, se quiere ver al Messías. Pero el tallo tierno de este vaticinio no
puede ser otro que el tsémah de otras
profecías (Is. IV, 2; Jer. XXIII, 5; XXXIII,
15; Ez. XXIX, 21; Zac. III, 8; VI, 12 s.), el caput unum de Os. I, 11, alias David escatológico de Os.
III, 5 (Cf. Am. IX, 11; Jer. ll. cc.), de Is. LV, 3; Jer. III, 9; Ez. XXXIV, 23
ss; XXXVII, 15 ss. Ahora bien, ni el tsémah
ni el gran caudillo, ni por consiguiente el David escatológico son el Messías
en persona. Luego tampoco lo es ese tallo tierno. No lo es el gran caudillo o
David escatológico porque su actuación viene caracterizada por la reunión en un
solo reino davídico –volverá el antiguo
poderío (Mich. IV, 8)- de Judá e Israel, de siglos separados y dispersos
(Os., Jer., Ez. ll. cc.; cf. Is. XI, 13; Jer. III, 15 ss.; Ez. XXVII, 15 ss. y
sobre eso el tsémah o retoño de la
dinastía davídica, contrae alianza en pie de igualdad con un pontífice supremo
(Zac. VI, 12 ss.); y el Messías como tal no puede tener parejo.
Momento
el más a propósito éste de la supresión de la dinastía davídica para anunciar
su restauración futura. A su tiempo se cumplirá todo, cuando Israel en masa (Rom. XI, 26) se convierta al
cristianismo.