II. Ahora bien, puesto que el Antiguo Testamento contiene los grandes e inefables misterios del reino de Dios, ocultos bajo una prodigiosa variedad de símbolos y enigmas, ¿no sería estudiarlo como judío, y no como cristiano, no levantar el velo con el que está cubierto y contentarse con una superficie rica en verdades y preciosidades, pero que oculta, dice el sabio Rollin[1], otras riquezas de un precio infinitamente más estimable? No buscar nada más allá de la letra sería, pues, renunciar a las mayores ventajas de este libro divino; ignorar lo que es su alma, y privar a nuestra santa religión de la más bella, sensible y convincente de todas sus pruebas, las que resultan de la milagrosa analogía de los hechos contenidos en los dos Testamentos. ¿Está Nuestro Señor en todas partes en estos libros sagrados para no ser visto allí? ¿quién puede creerlo? Y si está ahí para nuestra instrucción, como no podemos dudar razonablemente, ¿no es de suma importancia tratar de descubrir las maravillas inefables que el espíritu de Dios ha ocultado bajo el velo sagrado de la letra, escudriñar esa mina fértil de tesoros celestiales, excavar esos manantiales inagotables de agua viva, que los enemigos del verdadero Isaac se esfuerzan por llenar con tierra (Gén. XXVI, 15-18), es decir, con interpretaciones carnales?
Este es el plan que
nos hemos formado, y a cuya realización dedicaremos todos los momentos de ocio
que las múltiples funciones del santo ministerio puedan dejarnos.
Ya en el Ensayo sobre las similitudes entre el Santo Patriarca José y Nuestro Señor Jesucristo[2], publicado en 1825, nos hemos esforzado por mostrar con qué claridad, precisión y exactitud el Hijo de Dios fue prefigurado por los más pequeños detalles de la historia del hijo de Jacob[3]. Dios se ha dignado bendecir este primer fruto de nuestros trabajos y hacerlo útil para su gloria, pues hemos tenido la satisfacción de saber, por parte del Sr. Drach, sabio rabino converso, que «este libro causa una profunda impresión en todos los israelitas que lo leen, y ha contribuido a la conversión de algunos de ellos»[4].
Animados
por el deseo de ser útiles, y alentados por doctos e ilustres sufragios, hemos
seguido escudriñando las divinas Escrituras para encontrar y mostrar en todas
partes a Nuestro Señor Jesucristo, y venimos a ofrecer, en la historia del
Santo Patriarca Isaac, una nueva prueba de la divinidad del Cristianismo.
Sin embargo, para
alcanzar el objetivo que nos hemos propuesto, es necesario establecer algunos
principios que deben servir de base para nuestra demostración.
En primer lugar, es
una verdad incontestable, admitida por todos los hombres de todos los tiempos y
lugares, que la profecía es un carácter distintivo, y el testimonio
auténtico de la divinidad, que es la única que conoce el futuro, porque es la
única que conoce su voluntad y las voluntades libres de las criaturas[5]: el conocimiento de las
cosas futuras está por encima de la inteligencia humana. El cumplimiento de las
profecías es, pues, una prueba irrefutable de que Dios es su autor. Y, por lo
tanto, una religión basada en la profecía es una religión manifiestamente
divina.
Ahora bien, hay
dos tipos de profecías: la profecía por medio de las palabras y la profecía por
medio de hechos. Así, este es uno de los ejemplos citados por San
Juan Crisóstomo, «Isaías dijo: fue conducido a la muerte como una oveja, y
como un cordero ante el que lo esquila. Esta es la profecía por medio de
las palabras. Pero cuando Abraham tomó a su hijo Isaac, y, viendo un carnero
detenido por sus cuernos, lo sacrificó realmente, anunció entonces en figura la
pasión que iba a salvarnos»[6]. Del mismo modo, el maná
del desierto era una profecía por medio de hechos[7],
es decir, una figura, un tipo, un emblema de la Eucaristía, y la muerte de
Abel, una imagen profética de la de Jesucristo. Esto es lo que hizo decir a
Tertuliano que «los acontecimientos profetizaban tanto como los discursos»; y a
San Agustín, que no es más que el intérprete y canal de la tradición de la
Iglesia, que «no sólo las palabras de los Santos del Antiguo Testamento, sino
sus vidas, sus matrimonios, sus hijos, sus acciones eran una predicción
de lo que iba a suceder mucho tiempo después en la Iglesia cristiana»[8]; y que «el pueblo hebreo,
en su totalidad, era como un gran profeta de aquel que sólo merece el nombre de
grande»[9]. De esto concluye el
santo Doctor «que debemos buscar una profecía de Jesucristo y de la
Iglesia en las acciones de este pueblo».
Pero la figura, es
decir, la profecía por medio de hechos, la única de la que se habla en esta
obra, debe, para ser demostrativa, reunir dos cualidades indispensables: 1.
Debe tener una indudable semejanza con el objeto que representa; 2. Esta
semejanza debe tener sólo a Dios como autor: dos puntos importantes y fáciles
de probar.
I. La
figura debe tener un parecido incuestionable con el objeto que representa.
En efecto, puesto que,
como acabamos de ver, una figura es imagen de una cosa futura, es obvio que
debe haber una semejanza real entre el objeto figurado y el objeto
representado; de lo contrario, uno no sería imagen del otro. Este es el gran
principio que nunca debe ser ignorado. Una figura es una imagen profética, y
toda imagen debe tener un parecido real con el objeto que representa. Pero,
al igual que uno o dos trazos de semejanza no bastan para hacer el retrato de
una persona, tampoco unas leves y pequeñas relaciones entre dos objetos son
suficientes para autorizarnos a decir que uno es figura del otro. No cabe duda
de que para que esto ocurra debe haber una determinada combinación de rasgos de
la que resulte un parecido incuestionable. Porque si el parecido fuera
dudoso, la existencia de la figura no sería cierta y, en consecuencia, no
probaría nada. Una prueba, para merecer este nombre, debe ser demostrativa, y
nadie se atrevería a sugerir que a una mera probabilidad se le pueda dar esa
característica.
Pero, se nos dirá, ¿cómo
podemos distinguir con total certeza si existe un parecido real entre la figura
y su objeto? ¡Cuántos autores, antiguos y modernos, han dado por figuras
fantasmas carentes de realidad! Uno puede hacer que las alegorías de las
Escrituras digan lo que quiera; son susceptibles de mil significados
diferentes, y es fácil ajustarlas a las propias ficciones. Por lo tanto, las
figuras que no están claramente establecidas sobre la base de la revelación,
nunca pueden ser más que probables y, en consecuencia, no se puede extraer
ninguna inducción cierta de ellas. Por otra parte, si la certeza de las figuras
se fundamenta en la revelación, ¿cómo pueden probar la revelación que
presuponen? Por lo tanto, las figuras no pueden, en ningún caso, ser dadas como
prueba.
He aquí nuestra
respuesta a esta dificultad, que nos hemos esforzado en presentar con toda su
fuerza. ¿Cómo, se dice, podemos distinguir con total certeza si la figura se
parece a su objeto?
- De la misma
manera que podemos estar seguros de todos los demás hechos, por el sentido
común, base universal de todas las ciencias y de toda certeza. En
efecto, ¿no distingue fácilmente el sentido común si un retrato se parece
realmente a una persona o no? ¿Por qué, entonces, no podría distinguir, de la
misma manera, si una figura, que es un retrato vivo y animado, es o no parecida
a su objeto? Si la semejanza es universalmente reconocida, ¿quién podría, sin
locura, ponerla en duda? La semejanza es lo que constituye todo retrato y
toda figura; ahora bien, en cuanto un cierto número de rasgos reconocidos como
suficientes por la razón humana, se unen para formar la semejanza, desde ese
momento la existencia de la figura es incontestable. Por lo tanto, para
establecer la existencia de una figura, basta con que la semejanza entre ella y
su objeto sea universalmente reconocida. Cualquier figura que se apoye en
esta base es tan cierta como las proposiciones más obvias de geometría, ya que
se basan en la autoridad del sentido común. Por lo tanto, es falso que las
figuras deriven su certeza sólo de la autoridad de la revelación y, en
consecuencia, que no se pueda sacar ninguna prueba de ellas. En ninguna
parte del Evangelio, ni en los escritos de los Apóstoles, se dice que José fue
figura de Jesucristo. Sin embargo, ¿puede un hombre con sentido común negar un
hecho tan evidente? ¿No basta la razón para reconocer el milagroso parecido
entre el hijo de Jacob y el hijo de Dios?
Pero, se dice, ¿qué
abuso no se ha hecho de las figuras? ¿Cuántos autores han tomado por alegorías
visiones y quimeras nacidas de su imaginación?
- ¿De qué no se
abusa? Si los autores han dado visiones y quimeras como figuras, ¿el sentido
común no les ha hecho justicia? Por lo tanto, corresponde al sentido común
juzgar la certeza de las figuras; y cuando las declara ciertas, nadie tiene
derecho a dudar de su existencia.
Por muy luminoso que
sea este principio, no se puede ocultar que ha sido despreciado por autores a
los que no se les puede negar la ilustración, conocimiento e, incluso, una
erudición poco común. Por eso era importante demostrar su certeza, para
destruir los injustos prejuicios que se han difundido contra una ciencia que
ha sido la delicia de los más grandes hombres de la antigüedad, y que los
Apóstoles enseñaron a sus discípulos, después de haberse formado ellos mismos
en la escuela de su divino Maestro.
[1] Traité des étud. vol. III, p. 165.
[2] N. del Trad. Traducido al español con el título Similitudes entre el Santo Patriarca José, hijo de Jacob, y Nuestro Señor Jesucristo, Alfa Ediciones (2023). Ver la reseña ACÁ.
[3] Esta obra presenta más
de trescientos rasgos de semejanza entre José y Nuestro Señor Jesucristo.