lunes, 17 de marzo de 2025

Introducción a Jesucristo, el verdadero Isaac, por el P. Louis-Hilaire Caron (II de III)

 II. Ahora bien, puesto que el Antiguo Testamento contiene los grandes e inefables misterios del reino de Dios, ocultos bajo una prodigiosa variedad de símbolos y enigmas, ¿no sería estudiarlo como judío, y no como cristiano, no levantar el velo con el que está cubierto y contentarse con una superficie rica en verdades y preciosidades, pero que oculta, dice el sabio Rollin[1], otras riquezas de un precio infinitamente más estimable? No buscar nada más allá de la letra sería, pues, renunciar a las mayores ventajas de este libro divino; ignorar lo que es su alma, y privar a nuestra santa religión de la más bella, sensible y convincente de todas sus pruebas, las que resultan de la milagrosa analogía de los hechos contenidos en los dos Testamentos. ¿Está Nuestro Señor en todas partes en estos libros sagrados para no ser visto allí? ¿quién puede creerlo? Y si está ahí para nuestra instrucción, como no podemos dudar razonablemente, ¿no es de suma importancia tratar de descubrir las maravillas inefables que el espíritu de Dios ha ocultado bajo el velo sagrado de la letra, escudriñar esa mina fértil de tesoros celestiales, excavar esos manantiales inagotables de agua viva, que los enemigos del verdadero Isaac se esfuerzan por llenar con tierra (Gén. XXVI, 15-18), es decir, con interpretaciones carnales?

Este es el plan que nos hemos formado, y a cuya realización dedicaremos todos los momentos de ocio que las múltiples funciones del santo ministerio puedan dejarnos.

Ya en el Ensayo sobre las similitudes entre el Santo Patriarca José y Nuestro Señor Jesucristo[2], publicado en 1825, nos hemos esforzado por mostrar con qué claridad, precisión y exactitud el Hijo de Dios fue prefigurado por los más pequeños detalles de la historia del hijo de Jacob[3]. Dios se ha dignado bendecir este primer fruto de nuestros trabajos y hacerlo útil para su gloria, pues hemos tenido la satisfacción de saber, por parte del Sr. Drach, sabio rabino converso, que «este libro causa una profunda impresión en todos los israelitas que lo leen, y ha contribuido a la conversión de algunos de ellos»[4].

Animados por el deseo de ser útiles, y alentados por doctos e ilustres sufragios, hemos seguido escudriñando las divinas Escrituras para encontrar y mostrar en todas partes a Nuestro Señor Jesucristo, y venimos a ofrecer, en la historia del Santo Patriarca Isaac, una nueva prueba de la divinidad del Cristianismo.

Sin embargo, para alcanzar el objetivo que nos hemos propuesto, es necesario establecer algunos principios que deben servir de base para nuestra demostración.

En primer lugar, es una verdad incontestable, admitida por todos los hombres de todos los tiempos y lugares, que la profecía es un carácter distintivo, y el testimonio auténtico de la divinidad, que es la única que conoce el futuro, porque es la única que conoce su voluntad y las voluntades libres de las criaturas[5]: el conocimiento de las cosas futuras está por encima de la inteligencia humana. El cumplimiento de las profecías es, pues, una prueba irrefutable de que Dios es su autor. Y, por lo tanto, una religión basada en la profecía es una religión manifiestamente divina.

Ahora bien, hay dos tipos de profecías: la profecía por medio de las palabras y la profecía por medio de hechos. Así, este es uno de los ejemplos citados por San Juan Crisóstomo, «Isaías dijo: fue conducido a la muerte como una oveja, y como un cordero ante el que lo esquila. Esta es la profecía por medio de las palabras. Pero cuando Abraham tomó a su hijo Isaac, y, viendo un carnero detenido por sus cuernos, lo sacrificó realmente, anunció entonces en figura la pasión que iba a salvarnos»[6]. Del mismo modo, el maná del desierto era una profecía por medio de hechos[7], es decir, una figura, un tipo, un emblema de la Eucaristía, y la muerte de Abel, una imagen profética de la de Jesucristo. Esto es lo que hizo decir a Tertuliano que «los acontecimientos profetizaban tanto como los discursos»; y a San Agustín, que no es más que el intérprete y canal de la tradición de la Iglesia, que «no sólo las palabras de los Santos del Antiguo Testamento, sino sus vidas, sus matrimonios, sus hijos, sus acciones eran una predicción de lo que iba a suceder mucho tiempo después en la Iglesia cristiana»[8]; y que «el pueblo hebreo, en su totalidad, era como un gran profeta de aquel que sólo merece el nombre de grande»[9]. De esto concluye el santo Doctor «que debemos buscar una profecía de Jesucristo y de la Iglesia en las acciones de este pueblo».

Pero la figura, es decir, la profecía por medio de hechos, la única de la que se habla en esta obra, debe, para ser demostrativa, reunir dos cualidades indispensables: 1. Debe tener una indudable semejanza con el objeto que representa; 2. Esta semejanza debe tener sólo a Dios como autor: dos puntos importantes y fáciles de probar.

 

I. La figura debe tener un parecido incuestionable con el objeto que representa.

 

En efecto, puesto que, como acabamos de ver, una figura es imagen de una cosa futura, es obvio que debe haber una semejanza real entre el objeto figurado y el objeto representado; de lo contrario, uno no sería imagen del otro. Este es el gran principio que nunca debe ser ignorado. Una figura es una imagen profética, y toda imagen debe tener un parecido real con el objeto que representa. Pero, al igual que uno o dos trazos de semejanza no bastan para hacer el retrato de una persona, tampoco unas leves y pequeñas relaciones entre dos objetos son suficientes para autorizarnos a decir que uno es figura del otro. No cabe duda de que para que esto ocurra debe haber una determinada combinación de rasgos de la que resulte un parecido incuestionable. Porque si el parecido fuera dudoso, la existencia de la figura no sería cierta y, en consecuencia, no probaría nada. Una prueba, para merecer este nombre, debe ser demostrativa, y nadie se atrevería a sugerir que a una mera probabilidad se le pueda dar esa característica.

Pero, se nos dirá, ¿cómo podemos distinguir con total certeza si existe un parecido real entre la figura y su objeto? ¡Cuántos autores, antiguos y modernos, han dado por figuras fantasmas carentes de realidad! Uno puede hacer que las alegorías de las Escrituras digan lo que quiera; son susceptibles de mil significados diferentes, y es fácil ajustarlas a las propias ficciones. Por lo tanto, las figuras que no están claramente establecidas sobre la base de la revelación, nunca pueden ser más que probables y, en consecuencia, no se puede extraer ninguna inducción cierta de ellas. Por otra parte, si la certeza de las figuras se fundamenta en la revelación, ¿cómo pueden probar la revelación que presuponen? Por lo tanto, las figuras no pueden, en ningún caso, ser dadas como prueba.

He aquí nuestra respuesta a esta dificultad, que nos hemos esforzado en presentar con toda su fuerza. ¿Cómo, se dice, podemos distinguir con total certeza si la figura se parece a su objeto?

- De la misma manera que podemos estar seguros de todos los demás hechos, por el sentido común, base universal de todas las ciencias y de toda certeza. En efecto, ¿no distingue fácilmente el sentido común si un retrato se parece realmente a una persona o no? ¿Por qué, entonces, no podría distinguir, de la misma manera, si una figura, que es un retrato vivo y animado, es o no parecida a su objeto? Si la semejanza es universalmente reconocida, ¿quién podría, sin locura, ponerla en duda? La semejanza es lo que constituye todo retrato y toda figura; ahora bien, en cuanto un cierto número de rasgos reconocidos como suficientes por la razón humana, se unen para formar la semejanza, desde ese momento la existencia de la figura es incontestable. Por lo tanto, para establecer la existencia de una figura, basta con que la semejanza entre ella y su objeto sea universalmente reconocida. Cualquier figura que se apoye en esta base es tan cierta como las proposiciones más obvias de geometría, ya que se basan en la autoridad del sentido común. Por lo tanto, es falso que las figuras deriven su certeza sólo de la autoridad de la revelación y, en consecuencia, que no se pueda sacar ninguna prueba de ellas. En ninguna parte del Evangelio, ni en los escritos de los Apóstoles, se dice que José fue figura de Jesucristo. Sin embargo, ¿puede un hombre con sentido común negar un hecho tan evidente? ¿No basta la razón para reconocer el milagroso parecido entre el hijo de Jacob y el hijo de Dios?

Pero, se dice, ¿qué abuso no se ha hecho de las figuras? ¿Cuántos autores han tomado por alegorías visiones y quimeras nacidas de su imaginación?

- ¿De qué no se abusa? Si los autores han dado visiones y quimeras como figuras, ¿el sentido común no les ha hecho justicia? Por lo tanto, corresponde al sentido común juzgar la certeza de las figuras; y cuando las declara ciertas, nadie tiene derecho a dudar de su existencia.

Por muy luminoso que sea este principio, no se puede ocultar que ha sido despreciado por autores a los que no se les puede negar la ilustración, conocimiento e, incluso, una erudición poco común. Por eso era importante demostrar su certeza, para destruir los injustos prejuicios que se han difundido contra una ciencia que ha sido la delicia de los más grandes hombres de la antigüedad, y que los Apóstoles enseñaron a sus discípulos, después de haberse formado ellos mismos en la escuela de su divino Maestro.



[1] Traité des étud. vol. III, p. 165. 

[2] N. del Trad. Traducido al español con el título Similitudes entre el Santo Patriarca José, hijo de Jacob, y Nuestro Señor Jesucristo, Alfa Ediciones (2023). Ver la reseña ACÁ. 

[3] Esta obra presenta más de trescientos rasgos de semejanza entre José y Nuestro Señor Jesucristo.

 [4] Ver De l'harmonie entre l'église et la synagogue, vol. I, pp. 182 Existe traducción al español: La armonía entre la Iglesia y la Sinagoga, vol. I, Alfa Ediciones, (2023) p. 193.

 [5] Ver Ensayo sobre la indiferencia, vol. IV, pp. 224 y ss.

 [6] Homil. VI De paenit. oper. vol. II, p. 324.

 [7] Profecía de acción, no de palabra, dice San Agustín, De Civit. Dei, Lib. XVII, cap. V.

 [8] De catechis. rudib. cap. XIX.

 [9] Libr. XXII. Contr. Faust, cap. XXIV.