domingo, 2 de julio de 2023

Orgulloso de ser romano, por John Daly (I de XI)

Orgulloso de ser Romano

   Nota del Blog: No acostumbro publicar artículos de autores contemporáneos ni sobre estos temas, pero tanto por el hecho de que el autor me honra con su amistad, como, sobre todo, por la claridad de este trabajo, que creo arroja gran luz en medio de tanta confusión, por estos hechos digo, me he permitido una excepción. 


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 1. Cristo y Roma 

Este sitio web (AQUÍ) invita a sus lectores a volverse hacia Roma, a ser fieles a Roma y a llenarse de romanidad. Pero, ¿qué es "romanidad"?

Romanidad significa ser romano, igual que cristianismo significa ser cristiano. Lo que es menos obvio es la estrecha relación que existe entre ambos conceptos.

Dios preparó el Imperio Romano para que el Evangelio pudiera ser predicado fácilmente en todo el mundo civilizado, tal como nos dice el Misal Romano[1]. De ahí que Nuestro Señor Jesucristo naciera súbdito, aunque casi con toda seguridad no ciudadano, del Imperio Romano. Demostró una extraordinaria docilidad a su autoridad civil al no retrasar ni un solo día su inscripción en el censo del Emperador[2]. Ordenó a los díscolos judíos que rindieran tributo a César (Mc. XII, 17). Varios intentos de infligirle la pena de muerte judía por lapidación fracasaron ignominiosamente[3]. Al final, el Sanedrín sólo consiguió su condena renunciando a la última pretensión de Israel de ser independiente de Roma:

 

"¡Nosotros no tenemos otro rey que el César!" (Jn. XIX, 15).

 

Cristo aseguró a Pilato, el gobernador romano de Judea, que su realeza divina no amenazaba la hegemonía del emperador Tiberio César (Jn. XVII, 36). Y murió en la Cruz –un castigo romano– sentenciado por Roma. Un centurión romano fue el primer converso de la Preciosísima Sangre (Mt. XXVII, 54). Fue el gobernador romano quien entregó el Cuerpo divino[4] al tío abuelo de Nuestro Señor[5], San José de Arimatea, para su sepultura. San Pablo, nativo de Tarso, en la actual Turquía, era ciudadano de Roma[6]. Entre sus conversos se encontraban miembros de la casa del emperador Nerón (Fil. IV, 22). Y Pedro, la roca sobre la que se construye la Iglesia, estableció definitivamente su sede en Roma[7].



 

[1] Postcomunión de la Misa por la Elección del Emperador Romano. 

[2] Lc. II, 1-5. Ver también de Nantueil, General Hugues, The Controversy Concerning the Dates of the Birth and Death of Jesus Christ, Appendix: Jesus Christ in the Roman Records (AQUI). 

[3] En Lc. IV, 29-30 leemos de los judíos de la sinagoga de Nazaret que "lo llevaron hasta la cima del monte, sobre la cual estaba edificada su ciudad, para despeñarlo. Pero Él pasó por en medio de ellos y se fue". En Jn. VIII, 59 en Jerusalén: "Entonces tomaron piedras para arrojarlas sobre Él. Pero Jesús se ocultó y salió del Templo". Y de nuevo en Jn. X, 31.39: "De nuevo los judíos recogieron piedras para lapidarlo… Entonces trataron de nuevo de apoderarse de Él, pero se escapó de entre sus manos". 

[4] Ver Summa Theologiæ, III, q. 50, a. 2: "Si en la muerte de Cristo su divinidad fue separada de su carne". 

[5] Es imposible rastrear la antigüedad de esta tradición, pero si José era el pariente varón superviviente más cercano de Nuestro Señor explicaría los hechos, por lo demás misteriosos, de que (a) solicite el cuerpo de un "criminal" ejecutado, que normalmente habría sido enterrado en un cementerio público reservado a tal efecto, (b) se lo conceda el gobernador legalista y (c) entierre a Nuestro Señor en su propia tumba

[6] “Mas cuando ya le tuvieron estirado con las correas, dijo Pablo al centurión que estaba presente: “¿Os es lícito azotar a un ciudadano romano sin haberle juzgado?”. Al oír esto el centurión fue al tribuno y se lo comunicó, diciendo: “¿Qué vas a hacer? Porque este hombre es romano”. Llegó entonces el tribuno y le preguntó: “Dime, ¿eres tú romano?” Y él contesto: “Sí” (Hech. XXII, 25-27). 

[7] Los hechos históricos de que Pedro estuvo en Roma, fue obispo de Roma, fue martirizado en Roma y de que sus reliquias están en Roma no pueden ser rebatidos sin abandonar los principios ordinarios de la evidencia histórica, aparte de la confirmación infalible de la Iglesia.