c) “Al cabo de mucho
tiempo... volvió”
“Un hombre de noble linaje se fue a un país lejano a tomar para sí posesión de un reino y volver... Ahora bien, sus conciudadanos lo odiaban, y enviaron una embajada detrás de él diciendo: “No queremos que este hombre reine sobre nosotros” (Lc. XIX, 12-14).
“Este hombre” es Jesús. Se va a un país lejano; vuelve al Padre, a fin de hacerse investir de la realeza y volver luego a reinar, pero al cabo de mucho tiempo, leemos en San Mateo (XXV, 19).
Pero antes de su partida, este príncipe heredero había entregado diez minas a diez de sus siervos, una a cada uno, diciéndoles que las hicieran fructificar hasta que volviera. En su ausencia, algunos temieron su retorno y su autoridad real. Entonces se envió una embajada para hacerle conocer su oposición:
“No queremos que este hombre reine sobre nosotros”.
Este odio, el de los conciudadanos de Jesús, ha continuado a través del tiempo. Los espíritus revoltosos, las voluntades pervertidas, no han dejado de repetir: “No queremos que este hombre reine sobre nosotros”.
“¡Ese hombre!”. Es la palabra de Pedro, que reniega de su maestro; es la de Pilatos mostrándolo ante la turba, que aúlla “he aquí al hombre”, y cuando agrega “es vuestro rey”, los gritos se intensifican: “¡Que muera! ¡Que muera! ¡Crucifícale!” (Jn. XIX, 14-15).
El mismo grito resonó desde Samuel y sobre todo desde hace diecinueve siglos: “¡No queremos que este hombre reine sobre nosotros!” y, sin embargo: “Es necesario que Él reine” (I Cor. XV, 25).
¡Qué discordia entre esos dos deseos que han dividido a Israel y a las Naciones! Unos dicen: “¡No queremos que Él reine!”; la mayoría acepta que reina “espiritualmente”, y solamente algunos, con fe, rezan comprendiendo lo que piden: “Venga tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.
La disputa sobre la tierra es animada. El odio y el amor, la indiferencia y la esperanza, libran un violento combate con respecto al Rey que viene. “¡No queremos!”. “¡Ciertamente queremos... pero que no exija tanto...!”. “¡Venga tu Reino!”.
Cuando el Rey vuelve, habiendo sido investido de autoridad real, llamará a los administradores a los que dio dinero, a fin de saber cuánto han ganado cada uno.
Recompensa a unos y castiga a otros, según hayan administrado bien o mal las sumas que les fueron confiadas. Y agrega esta terrible sentencia:
“En cuanto a mis enemigos, los que no han querido que yo reinase sobre ellos, traedlos aquí y degolladlos en mi presencia” (Lc. XIX, 27).
Esta actitud de rey oriental que Jesús asume en la parábola, es figura de los temibles juicios que pronunciará el último día; permanece en la perspectiva profética.
Y es por eso que, en San Mateo, después de la parábola de los administradores, Jesús agrega inmediatamente:
“Cuando el Hijo del Hombre vuelva en su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará sobre su trono de gloria, y todas las naciones serán congregadas delante de Él, y separará a los hombres, unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los machos cabríos” (Mt. XXV, 31-32).
El anuncio del “juicio de las Naciones” basta para probar que las tres parábolas que preceden se relacionan todas al Retorno de Cristo y no a nuestra muerte individual.
¿Comprendemos cuán deformados están los espíritus a causa de las aplicaciones puramente acomodaticias que se han hecho de estas parábolas?
Hasta el siglo IV, nunca se pensó que la Vuelta de Cristo sea nuestra muerte; jamás se hubiera dicho que “viene como un ladrón”. Esta expresión evangélica estaba reservada exclusivamente a la Venida gloriosa de Cristo, que vendrá de improvisto, de repente, como el ladrón en la noche[1].
Pero en consideración de la debilidad humana, del detestable “yo” que hace de los misterios más sublimes “su cosa”, a causa de nuestra apatía por el bien y de nuestra gran aptitud por el mal, en lugar de mantener la tradición, poco a poco los Padres de la Iglesia, San Jerónimo y San Agustín los primeros, luego los predicadores de la Edad Media, comentaron estas parábolas en función de la muerte. Procuraron espantar a los cristianos con el pensamiento de la venida del Juez, en nuestro último día, en lugar de alegrar los corazones con la venida del Rey, en el último día de la edad presente.
Cuando Jesús se compara con el “Ladrón” en la noche, así como al Maestro, al Esposo, al Rey que vuelve de improviso después de hacerse esperar por mucho tiempo, habla sobre algo muy distinto a la muerte individual, la cual lleva en sí un carácter de castigo al pecado.
Se trata, muy por el contrario, de su Segunda Venida, de la resurrección de los justos, de la restauración de la tierra, después de la larga vigilia de los siglos y por lo tanto de una inmensa alegría.
La gloria de Jesús, Nuestro
amado Salvador, se manifestará en aquel día. ¿Acaso nos interesa más nuestra
muerte que la gloria de Cristo, ya que lo referimos todo a ella?
La espera de Cristo no es una abstracción metafísica, es una realidad admirable. La bienaventurada esperanza (Tito II, 13) tiene una formidable influencia sobre las almas que creen, aman y esperan a su Maestro, Esposo, Rey.
He aquí, sin embargo, lo que escribía el Cardenal Billot:
“Es preciso estar muy sólidamente asentado en la región de las abstracciones, donde el espíritu se ejercita sobre entidades puramente metafísicas, para imaginarse que la eventualidad de una cosa (la vuelta de Cristo) que se sabe podrá llegar tanto dentro de mil o dos mil años como dentro de cien, veinte, diez o cincuenta, podrá jamás producir alguna impresión, acción o influencia sobre hombres reales de carne y hueso”[2].
Nos atrevemos a pensar lo contrario y esperamos que nuestros lectores pensarán como nosotros.
Si la gloria de Cristo, que se manifestará en su Parusía, no es capaz de elevarnos, no es susceptible de hacernos olvidar todas nuestras “cuentas espirituales”, así como nuestra muerte e incluso nuestra propia felicidad, es que somos indignos de conocer “la anchura y largura y alteza y profundidad” (Ef. III, 18) del misterio de Cristo.
¡Permanecemos entonces en los caminos construidos de una buena pequeña vida, para una buena pequeña muerte!
¡Dormimos, después de haber sepultado nuestro talento en la tierra!... Nadie nos va a contradecir. Confortable posición la del común de los cristianos... pero... ¿serán alguna vez vigilantes?
Y no ser vigilantes es oír decir: “¡No os conozco!”.
Nota del Blog: Discrepamos con la autora y somos de la opinión que, en realidad, todo parece indicar que Nuestro Señor sigue hablando de su segunda Venida.
[2] Cardinal Billot, La Parousie, pp. 136-137.
Nota
del Blog: ¡Horribles palabras!