viernes, 21 de enero de 2022

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, El Hijo de David y el Emmanuel (I de IV)

   11. El hijo de David y el Emanuel 

San Pablo, transportado de admiración al medir la complejidad del misterio de Cristo, decía: 

“Para que seáis capaces de comprender con todos los santos qué cosa sea la anchura y largura y alteza y profundidad, y de conocer el amor de Cristo (por nosotros) que sobrepuja a todo conocimiento” (Ef. III, 18-19). 

Y en otra parte: 

“¡Oh, profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán inescrutables son sus juicios, y cuan insondables sus caminos!” (Rom. XI, 33). 

¿Quién narrará la generación eterna del Verbo –de la Palabra–? Los mismos profetas son incapaces de decir su inmensidad, su profundidad; escapa a las miserables palabras humanas. 

¡Es el comienzo de los comienzos! 

“En el principio la Palabra era, y la Palabra era junto a Dios, y la Palabra era Dios” (Jn. 1, 1). 

Tres veces se repite “Palabra” con repetición trinitaria, que nos indica que el sello del Padre, del Hijo, del Espíritu –Espíritu del Padre y del Hijo– selló la Palabra escrita. 

El triple sello no puede ser roto más que por la misma Palabra, Cristo, que revela los esplendores del “Dios invisible” del cual es la “Imagen”, y que abre nuestra inteligencia para “conocer el misterio de Dios”, que es el suyo, “misterio en el cual están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col. I, 15; II, 2-3). 

¿Deseamos sumergir nuestras miradas en esos tesoros de riqueza, sabiduría y ciencia con humildad y amor? Ya hemos conquistado terreno gracias a los estudios precedentes. 

Las figuras de Cristo, los signos anunciadores del Mesías, en su primera y Segunda Venida, nos condujeron a la época de los reyes. Por etapas, se nos ha revelado su origen, desde el Edén hasta “la casa de David”. 

El Mesías nacerá de la “descendencia de la mujer”, de la raza adámica; no será, pues, un ángel, sino un hombre, a fin de rescatar a los hombres, sus hermanos. Gracias a esta generación en el tiempo y en la carne de pecado, opuesta a la generación eterna, recibirá el derecho de rescate y se servirá de él contra Satanás según la ley del levirato (Lev. XXV, 47-48). 

Será realmente el “hermano”, carne de la carne del hombre, hueso de sus huesos (Heb. II, 11-12). 

Set, el reemplazante de Abel, recogerá la bendición divina y protectora de la “descendencia de la mujer” (Gén. V, 3). 

Sem, después del diluvio, conservará la certeza de esta bendición (Gén. IX, 26-27). 

Abraham recibirá promesas magníficas, e Isaac, el hijo de la promesa, será bendito (Gén. XVIII, 18-21). 

Jacob, en la visión de la escala misteriosa, signo de la gloria de Cristo, recibe la seguridad de que tendrá descendencia y su descendencia prosperará bajo la bendición divina (Gén. XXVIII, 10-15). 

Más tarde, Jacob, moribundo, profetizará sobre sus hijos designando a Judá como a aquel que será el retoño escogido (Gén. XLIX, 8-10). 

Por él y por Jesé llegaremos a David, el punto de partida y de culminación de la descendencia mesiánica según la carne. Cristo mismo se llamará “hijo de David”, “la raíz y el linaje de David” (Apoc. XXII, 16). 

De etapa en atapa hemos seguido la historia de los que llevaban en su carne el estigma que anunciaba la humanidad del Hijo de Dios y que transmitieron fielmente a sus hijos la cadena de oro de la esperanza mesiánica. 

David fue como el eslabón central porque era rey; ahora bien, la realeza es la clave de sol del misterio de Cristo. 

El Mesías será rey, a semejanza de Adán; sus sufrimientos y su muerte no deberán ser más que un episodio transitorio –de un peso de amor inmensurable–, pronto suplantado por la Resurrección, aureolada por la gloria admirable anunciada en la Transfiguración; es decir, por la del Reino. 

La corona de oro debía seguir de cerca a la corona de espinas. 

Como las espinas de una magnífica corona, alrededor del nombre de David se agrupan maravillosas profecías de Isaías, Jeremías, Amós, Ezequiel, Zacarías. Si el nombre de David parece ser el enlace de la corona, en realidad es el nombre de Cristo el que sujeta las espinas proféticas. 

Todos estos anuncios sobrepasan a David. Desembocan en Cristo a fin de revelar su origen, su carácter real, y anunciar, al mismo tiempo, el retorno de Israel a su tierra, en vista del Reino[1].


 [1] La profecía cronológica más extraordinaria de todo el Antiguo Testamento es la de Daniel sobre la venida del Mesías. Anuncia al mismo tiempo su Primera Venida y el tiempo de la Tribulación que precederá inmediatamente su retorno. Esta profecía de las setenta Semanas de años merecería, en sí misma, un largo estudio. Ha sido hecha en el libro de Raymond Chasles, Israël et les Nations, con minuciosa precisión. No podemos hacer nada mejor que reenviar allí al lector