sábado, 13 de julio de 2019

Cristo Maestro y la estabilidad del Dogma Católico, por J. C. Fenton (II de III)


Con respecto a la expresión o afirmación de las divinas verdades de fe católica por parte de Nuestro Señor, existe una función muy especial a la que alude Pío XII. Como nos recuerda la Mystici Corporis, la revelación pública divina que aceptamos con asentimiento de fe teológica dentro de la Iglesia Católica es en primer lugar un cuerpo de verdades que Jesucristo expresó y describió en forma efectiva a Sus apóstoles y discípulos a través de Su vida pública en la tierra. Además, parte de ese mensaje está contenido en los libros canónicos escritos por los discípulos de Nuestro Señor como instrumentos inspirados por Dios. Así, los libros y la expresión de la verdad que se contiene en ellos, deben ser atribuidos a Dios como causa principal, y a la sagrada humanidad de Jesucristo como causa instrumental unida a la divinidad. Según la doctrina de la Mystici Corporis, pues, Nuestro Señor actúa como Maestro dentro de Su Iglesia en el sentido de que es verdaderamente el Autor de los libros inspirados que contienen parte del mensaje divinamente revelado sobre el cual se ocupa primera y esencialmente el magisterium de Su Iglesia.

Incluso restringiéndonos a la consideración de la influencia de Nuestro Señor como causa o Autor de los libros inspirados por los cuales los fieles son adoctrinados con respecto a la salvación eterna y sobrenatural, Su función es algo muy diferente de otros autores meramente humanos que han trabajado dentro del reino de Dios en los días antiguos. Santo Tomás, para dar un ejemplo muy ilustre, escribió muchos libros que sirven para la instrucción de los fieles dentro de la sociedad de los discípulos de Nuestro Señor. Sin embargo, sería imposible decir que Santo Tomás obra ahora como maestro, en sentido propio y estricto, dentro de la Iglesia. Su influencia es virtual, emana del poder que ejerció cuando enseñó realmente durante su vida sobre la tierra.

Nuestro Señor, por otra parte, vive ahora, precisamente como Maestro, dentro de Su Iglesia. Los libros de los que es Autor son expuestos y explicados por hombres a los que ha comisionado, por hombres que obran y enseñan en virtud del poder que les comunica aquí y ahora. Así, la obra de expresar y llevar la verdad a los discípulos dentro de la Iglesia, la función que es preeminentemente la tarea del maestro, es algo que está llevando a cabo de hecho dentro de la Iglesia en cada momento, y que le da, desde este punto de vista, el título de Maestro de la Iglesia en sentido estricto y propio.

Pero, aunque esto sea verdad con relación a la parte de la divina revelación cristiana que se contiene en los libros inspirados, sobre todo los del Nuevo Testamento, bien nos podemos preguntar sobre la función doctrinal de Nuestro Señor dentro de la Iglesia con referencia al mensaje público revelado como un todo, o incluso con relación a esa parte que no está contenida en los Libros Sagrados. La encíclica Mystici Corporis contiene una instrucción precisa también sobre este punto. En este documento, el Santo Padre señala el hecho que Nuestro Señor mismo enriquece la ecclesia docens y particularmente al Obispo de Roma con los dones de sabiduría, ciencia y conocimiento,



“Para que conserven fielmente el tesoro de la fe, lo defiendan con valentía, lo expliquen y corroboren piadosa y diligentemente”.



A pesar del hecho que la expresión “divinitus ditat” se emplea en este pasaje, no hay dudas sobre la pertinencia de esta enseñanza a Nuestro Señor, a la sagrada humanidad de Cristo, la Cabeza del Cuerpo Místico. Como Dios, o por medio de Su naturaleza divina, ciertamente Nuestro Señor es la Fuente última de todos los beneficios sobrenaturales y naturales tal como llegan a Sus creaturas. Pero no es precisamente en cuanto Dios que es la Cabeza de la Iglesia, y que somos sus miembros. Así, las funciones que el Santo Padre le atribuye en la Mystici Corporis son las que lleva a cabo en y a través de Su naturaleza humana. El otorgamiento de los dones de sabiduría, entendimiento y ciencia a los miembros de la ecclesia docens es una de estas funciones. Es algo que se hace “de manera divina” (divinitus), dado que el otorgamiento de estos dones espirituales es algo del que solamente Dios puede ser la Causa principal. Aquí la sagrada humanidad de Jesucristo obra una vez más como instrumento unido íntimamente a la divinidad a través de la gratia unionis.

La sagrada humanidad de Nuestro Señor cumple así una obra real, aunque instrumental en el otorgamiento de estos dones necesarios a los jefes de la Iglesia con la que prometió permanecer hasta el fin del siglo. Los dones están descriptos, no simplemente como empoderando la ecclesia docens para enseñar y defender el depósito de la fe católica infalible y efectivamente mientras dura la Iglesia militante: están más bien representados como trayendo consigo la actual conservación y enseñanza infalible. El mensaje que los apóstoles oyeron de los labios de Cristo, y que entregaron a la Iglesia como doctrina divinamente revelada para ser predicada en la Iglesia militante en forma precisa hasta el fin del tiempo, es enseñada y defendida infaliblemente precisamente a causa de los dones sobrenaturales en el orden del conocimiento que Nuestro Señor otorga a la ecclesia docens por su naturaleza humana.

Los tres dones a los que se refiere expresamente la encíclica se encuentran en la lista de los siete dones del Espíritu Santo. De todas formas, es obvio que los dones designados en la encíclica no son precisamente aquellos enumerados entre las cualidades que la sagrada teología conoce como los dona Spiritus Sancti. Los dones del Espíritu Santo, como los conocemos en teología, están clasificados en la categoría de gratia gratum faciens. Están pues enumerados como dones sobrenaturales que tienen que ver primeramente con la perfección espiritual de los individuos que los poseen. Los beneficios a los que se refiere la encíclica son, por el contrario, dones concedidos sobre los inmediatos poseedores para el bien de la Iglesia universal de Dios. Así, al menos básicamente, deben ser clasificados entre las gratiae gratis datae. Son dados para mover la ecclesia docens al cumplimiento de la obra para la cual Nuestro Señor la dotó. Por lo tanto, solamente pueden ser entendidos en términos de ese encargo.

Nuestro Señor les dio a los apóstoles, y por lo tanto a sus sucesores en la ecclesia docens, toda la autoridad indicada por Su afirmación:

 “Quien a vosotros escucha, a Mí me escucha; y quien a vosotros rechaza, a Mí me rechaza; ahora bien, quien me rechaza a Mí, rechaza a Aquel que me envió”[1].

En otras palabras, su enseñanza es presentada como propia de Nuestro Señor. La aceptación de su enseñanza constituye una creencia en Su mensaje, y el rechazo de su enseñanza implica un rechazo a Nuestro Señor y a Dios mismo. Los miembros de la ecclesia docens y, por supuesto la ecclesia docens como un todo, deben ser considerados como instrumentos de Cristo Maestro.

Es importante tener en cuenta, de todas formas, en qué sentido se debe llamar a estos hombres instrumentos de Jesucristo. En primer lugar, es al mismo tiempo obvio que no son instrumentos en el sentido completo en que los autores humanos inspirados de la Sagrada Escritura fueron los instrumentos de Dios en la producción de esos libros de los cuales Dios mismo es verdaderamente Autor. El resultado del proceso de la inspiración, en el cual estos hombres fueron empleados como instrumentos de Dios, consistió en libros de los cuales Dios es el autor y, por lo tanto, de libros que pueden ser atribuidos a Dios en cada una de las afirmaciones y expresiones. Podemos tomar cualquiera de las afirmaciones contenidas en las Escrituras, y decir que Dios enseña esta verdad o declaración determinada. Por otra parte, no decimos que una enseñanza específica de la ecclesia docens es una declaración del mismo Dios. Así, simplemente para dar un ejemplo, cuando Pío XII definió el dogma de la Asunción, no dijo que las palabras de la definición eran palabras actuales de Dios, como es el caso con la Sagrada Escritura. Afirmó que hizo la definición “por medio de la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo, y por Nuestra propia autoridad”. Lo que se definió fue un dogma de la fe católica divinamente revelado, una de las verdades que habían sido enseñadas a los apóstoles y entregadas a la Iglesia para ser enseñadas con precisión hasta el fin de los tiempos.

De esta manera, el Santo Padre (y por lo tanto toda la ecclesia docens) posee lo que podemos llamar una instrumentalidad de embajador. El mensaje que la ecclesia docens está encargada de predicar infaliblemente, el cuerpo de verdades de las que se ocupa primera y esencialmente, es la enseñanza divina dada por Nuestro Señor. Con referencia al mensaje, son los instrumentos de Cristo de tal forma que la enseñanza se le atribuye a Nuestro Señor como Causa principal. No es su doctrina, sino la de Él. El efecto no se le atribuye propiamente al instrumento sino más bien a la causa principal.

Pero en lo que concierne a la declaración o expresión de la doctrina, los miembros de la ecclesia docens actúan como causas principales más que mera o exactamente como instrumentos empleados por Cristo. Así, por ejemplo, la doctrina de la infalibilidad papal es la enseñanza de Nuestro Señor, pero no decimos que Cristo definió esta enseñanza como un dogma de fe. Decimos con razón que esa definición es obra del Concilio Vaticano. Exactamente de la misma manera, la verdad de la Asunción corporal de Nuestra Señora a los cielos es una de las verdades que Dios mismo incorporó en el cuerpo de Su divina revelación cristiana y pública. Aun así, la definición de este dogma se le atribuye con razón a Pío XII. Promulgó esa definición por medio de la autoridad de Cristo y la suya. Su autoridad vino de Nuestro Señor a través de Pedro, pero era y sigue siendo la autoridad de Pío XII. Su autoridad es la del Vicario o Embajador de Cristo. De esta manera se justifica dentro de la Iglesia la afirmación del Apóstol Pablo:

Somos embajadores (de Dios) en lugar de Cristo, como si Dios exhortase por medio de nosotros[2].

Podemos volver ahora al tema de aquellas gratiae gratis datae a través de las cuales, según la Mystici Corporis, la función embajatoria de la ecclesia docens es auxiliada por la misión doctrinal de Cristo como Cabeza de Su Iglesia. La sabiduría, entendimiento y ciencia acordada por Nuestro Señor a los miembros de su ecclesia docens, y sobre todo a la cabeza visible de Su Iglesia ¿implica la posesión actual por parte de estos hombres del depósito completo de la doctrina cristiana, de forma tal que siempre son competentes para dar una declaración autoritativa y correcta de la fe cristiana ante cualquier clase de dificultades o dudas que pudieran surgir?

Obviamente, solamente se puede dar una respuesta afirmativa a la pregunta, siempre, de todas formas, a la luz del hecho que el carisma de la infalibilidad es dado sólo al Santo Padre como Obispo individual, y al resto de la ecclesia docens, sea reunida en Concilio o dispersa por el mundo en las diversas iglesias individuales locales (diócesis), solamente en cuanto están unidas al Soberano Pontífice. A la luz de esta enseñanza es claro que el Santo Padre, y el resto de la ecclesia docens con él están, a través del poder triunfante de Cristo, en posesión de la verdad de la revelación divina de tal forma que siempre puede resolver cualquier dificultad o responder cualquier pregunta sobre una verdad divinamente revelada definiendo lo que es correcto o condenando lo que es herético o erróneo.

Esto no quiere decir, por supuesto, que las respuestas del Santo Padre o de toda la ecclesia docens en unión con él sean siempre y en todas partes instantáneas. Los embajadores de Cristo conservan sus características humanas al trabajar para Nuestro Señor en el campo doctrinal. Y, en el orden de los asuntos humanos, las materias serias no se tratan con lo que podríamos llamar una velocidad superficial. La actividad doctrinal del collegium apostólico es algo de importancia suprema. Por lo tanto, no sólo es correcto y propio, sino incluso necesario, que las respuestas de los embajadores de Nuestro Señor sean, antes que nada, respuestas ponderadas. Sin embargo, sigue siendo cierto que la ecclesia docens es siempre competente para ocuparse de las dificultades o cuestiones que puedan surgir sobre el tema del mensaje que se le ha encomendado.



[1]​ Cf. Lc. X, 16.

[2] ​Cf. II Cor. V, 20.