Con
respecto a la expresión o afirmación de las divinas verdades de fe católica por
parte de Nuestro Señor, existe una función muy especial a la que alude Pío XII.
Como nos recuerda la Mystici Corporis,
la revelación pública divina que aceptamos con asentimiento de fe teológica
dentro de la Iglesia Católica es en primer lugar un cuerpo de verdades que
Jesucristo expresó y describió en forma efectiva a Sus apóstoles y discípulos a
través de Su vida pública en la tierra. Además, parte de ese mensaje está
contenido en los libros canónicos escritos por los discípulos de Nuestro Señor
como instrumentos inspirados por Dios. Así, los libros y la expresión de la
verdad que se contiene en ellos, deben ser atribuidos a Dios como causa
principal, y a la sagrada humanidad de Jesucristo como causa instrumental unida
a la divinidad. Según la doctrina de la Mystici
Corporis, pues, Nuestro Señor actúa como Maestro dentro de Su Iglesia en el
sentido de que es verdaderamente el Autor de los libros inspirados que
contienen parte del mensaje divinamente revelado sobre el cual se ocupa primera
y esencialmente el magisterium de Su
Iglesia.
Incluso
restringiéndonos a la consideración de la influencia de Nuestro Señor como
causa o Autor de los libros inspirados por los cuales los fieles son
adoctrinados con respecto a la salvación eterna y sobrenatural, Su función es
algo muy diferente de otros autores meramente humanos que han trabajado dentro
del reino de Dios en los días antiguos. Santo Tomás, para dar un ejemplo muy
ilustre, escribió muchos libros que sirven para la instrucción de los fieles
dentro de la sociedad de los discípulos de Nuestro Señor. Sin embargo, sería
imposible decir que Santo Tomás obra ahora como maestro, en sentido propio y
estricto, dentro de la Iglesia. Su influencia es virtual, emana del poder que
ejerció cuando enseñó realmente durante su vida sobre la tierra.
Nuestro Señor, por otra
parte, vive ahora, precisamente como Maestro, dentro de Su Iglesia. Los libros
de los que es Autor son expuestos y explicados por hombres a los que ha comisionado,
por hombres que obran y enseñan en virtud del poder que les comunica aquí y
ahora. Así, la obra de expresar y llevar la verdad a los discípulos dentro de
la Iglesia, la función que es preeminentemente la tarea del maestro, es algo
que está llevando a cabo de hecho dentro de la Iglesia en cada momento, y que
le da, desde este punto de vista, el título de Maestro de la Iglesia en sentido
estricto y propio.
Pero,
aunque esto sea verdad con relación a la parte de la divina revelación
cristiana que se contiene en los libros inspirados, sobre todo los del Nuevo
Testamento, bien nos podemos preguntar sobre la función doctrinal de Nuestro
Señor dentro de la Iglesia con referencia al mensaje público revelado como un
todo, o incluso con relación a esa parte que no está contenida en los Libros
Sagrados. La encíclica Mystici Corporis
contiene una instrucción precisa también sobre este punto. En este documento, el
Santo Padre señala el hecho que Nuestro Señor mismo enriquece la ecclesia docens y particularmente al
Obispo de Roma con los dones de sabiduría, ciencia y conocimiento,
“Para que conserven fielmente el tesoro de la fe, lo
defiendan con valentía, lo expliquen y corroboren piadosa y diligentemente”.
A pesar del hecho que la
expresión “divinitus ditat” se emplea en este pasaje, no hay dudas sobre la
pertinencia de esta enseñanza a Nuestro Señor, a la sagrada humanidad de
Cristo, la Cabeza del Cuerpo Místico. Como Dios, o por medio de Su naturaleza
divina, ciertamente Nuestro Señor es la Fuente última de todos los beneficios
sobrenaturales y naturales tal como llegan a Sus creaturas. Pero no es
precisamente en cuanto Dios que es la Cabeza de la Iglesia, y que somos sus
miembros. Así, las funciones que el Santo Padre le atribuye en la Mystici Corporis son las que lleva a cabo en y a través de Su naturaleza
humana. El otorgamiento de los dones de sabiduría, entendimiento y ciencia a
los miembros de la ecclesia docens es
una de estas funciones. Es algo que se hace “de manera divina” (divinitus), dado que el otorgamiento de
estos dones espirituales es algo del que solamente Dios puede ser la Causa
principal. Aquí la sagrada humanidad de Jesucristo obra una vez más como
instrumento unido íntimamente a la divinidad a través de la gratia unionis.
La
sagrada humanidad de Nuestro Señor cumple así una obra real, aunque
instrumental en el otorgamiento de estos dones necesarios a los jefes de la
Iglesia con la que prometió permanecer hasta el fin del siglo. Los dones están
descriptos, no simplemente como empoderando la ecclesia docens para enseñar y defender el depósito de la fe católica
infalible y efectivamente mientras dura la Iglesia militante: están más bien
representados como trayendo consigo la actual conservación y enseñanza
infalible. El mensaje que los apóstoles oyeron de los labios de Cristo, y
que entregaron a la Iglesia como doctrina divinamente revelada para ser
predicada en la Iglesia militante en forma precisa hasta el fin del tiempo, es
enseñada y defendida infaliblemente precisamente a causa de los dones
sobrenaturales en el orden del conocimiento que Nuestro Señor otorga a la ecclesia docens por su naturaleza humana.
Los
tres dones a los que se refiere expresamente la encíclica se encuentran en la
lista de los siete dones del Espíritu Santo. De todas formas, es obvio que los
dones designados en la encíclica no son precisamente aquellos enumerados entre
las cualidades que la sagrada teología conoce como los dona Spiritus Sancti. Los dones del Espíritu Santo, como los
conocemos en teología, están clasificados en la categoría de gratia gratum faciens. Están pues
enumerados como dones sobrenaturales que tienen que ver primeramente con la
perfección espiritual de los individuos que los poseen. Los beneficios a los
que se refiere la encíclica son, por el contrario, dones concedidos sobre los
inmediatos poseedores para el bien de la Iglesia universal de Dios. Así, al
menos básicamente, deben ser clasificados entre las gratiae gratis datae. Son dados para mover la ecclesia docens al cumplimiento de la obra para la cual Nuestro
Señor la dotó. Por lo tanto, solamente pueden ser entendidos en términos de
ese encargo.
Nuestro
Señor les dio a los apóstoles, y por lo tanto a sus sucesores en la ecclesia docens, toda la autoridad
indicada por Su afirmación:
“Quien a
vosotros escucha, a Mí me escucha; y quien a vosotros rechaza, a Mí me rechaza;
ahora bien, quien me rechaza a Mí, rechaza a Aquel que me envió”[1].
En
otras palabras, su enseñanza es presentada como propia de Nuestro Señor.
La aceptación de su enseñanza constituye una creencia en Su mensaje, y el
rechazo de su enseñanza implica un rechazo a Nuestro Señor y a Dios mismo. Los
miembros de la ecclesia docens y, por
supuesto la ecclesia docens como un
todo, deben ser considerados como instrumentos de Cristo Maestro.
Es importante
tener en cuenta, de todas formas, en qué sentido se debe llamar a estos hombres
instrumentos de Jesucristo. En primer lugar, es al mismo tiempo obvio que no
son instrumentos en el sentido completo en que los autores humanos inspirados
de la Sagrada Escritura fueron los instrumentos de Dios en la producción de
esos libros de los cuales Dios mismo es verdaderamente Autor. El resultado del
proceso de la inspiración, en el cual estos hombres fueron empleados como
instrumentos de Dios, consistió en libros de los cuales Dios es el autor y, por
lo tanto, de libros que pueden ser atribuidos a Dios en cada una de las
afirmaciones y expresiones. Podemos tomar cualquiera de las afirmaciones
contenidas en las Escrituras, y decir que Dios enseña esta verdad o declaración
determinada. Por otra parte, no decimos que una enseñanza específica de la ecclesia docens es una declaración del
mismo Dios. Así, simplemente para dar un ejemplo, cuando Pío XII definió el
dogma de la Asunción, no dijo que las palabras de la definición eran palabras
actuales de Dios, como es el caso con la Sagrada Escritura. Afirmó que hizo la
definición “por medio de la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los
bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo, y por Nuestra propia autoridad”. Lo
que se definió fue un dogma de la fe católica divinamente revelado, una de las
verdades que habían sido enseñadas a los apóstoles y entregadas a la Iglesia
para ser enseñadas con precisión hasta el fin de los tiempos.
De
esta manera, el Santo Padre (y por lo tanto toda la ecclesia docens) posee lo que podemos llamar una instrumentalidad
de embajador. El mensaje que la ecclesia
docens está encargada de predicar infaliblemente, el cuerpo de verdades de
las que se ocupa primera y esencialmente, es la enseñanza divina dada por
Nuestro Señor. Con referencia al mensaje, son los instrumentos de Cristo
de tal forma que la enseñanza se le atribuye a Nuestro Señor como Causa
principal. No es su doctrina, sino la de Él. El efecto no se le atribuye
propiamente al instrumento sino más bien a la causa principal.
Pero en lo que concierne a la
declaración o expresión de la doctrina, los miembros de la ecclesia docens actúan como causas principales más que mera o
exactamente como instrumentos empleados por Cristo. Así, por ejemplo, la doctrina de la infalibilidad
papal es la enseñanza de Nuestro Señor, pero no decimos que Cristo definió esta
enseñanza como un dogma de fe. Decimos con razón que esa definición es obra del
Concilio Vaticano. Exactamente de la misma manera, la verdad de la Asunción
corporal de Nuestra Señora a los cielos es una de las verdades que Dios mismo
incorporó en el cuerpo de Su divina revelación cristiana y pública. Aun así, la
definición de este dogma se le atribuye con razón a Pío XII. Promulgó esa
definición por medio de la autoridad de Cristo y la suya. Su autoridad vino de
Nuestro Señor a través de Pedro, pero era y sigue siendo la autoridad de Pío
XII. Su autoridad es la del Vicario o Embajador de Cristo. De esta manera se
justifica dentro de la Iglesia la afirmación del Apóstol Pablo:
“Somos embajadores (de Dios) en lugar de Cristo,
como si Dios exhortase por medio de nosotros”[2].
Podemos
volver ahora al tema de aquellas gratiae
gratis datae a través de las cuales, según la Mystici Corporis, la función embajatoria de la ecclesia docens es auxiliada por la misión doctrinal de Cristo como
Cabeza de Su Iglesia. La sabiduría, entendimiento y ciencia acordada por
Nuestro Señor a los miembros de su ecclesia
docens, y sobre todo a la cabeza visible de Su Iglesia ¿implica la
posesión actual por parte de estos hombres del depósito completo de la doctrina
cristiana, de forma tal que siempre son competentes para dar una declaración
autoritativa y correcta de la fe cristiana ante cualquier clase de dificultades
o dudas que pudieran surgir?
Obviamente,
solamente se puede dar una respuesta afirmativa a la pregunta, siempre, de
todas formas, a la luz del hecho que el carisma de la infalibilidad es dado
sólo al Santo Padre como Obispo individual, y al resto de la ecclesia docens, sea reunida en Concilio
o dispersa por el mundo en las diversas iglesias individuales locales (diócesis), solamente en cuanto están
unidas al Soberano Pontífice. A la luz de esta enseñanza es claro que el
Santo Padre, y el resto de la ecclesia
docens con él están, a través del poder triunfante de Cristo, en posesión
de la verdad de la revelación divina de tal forma que siempre puede resolver
cualquier dificultad o responder cualquier pregunta sobre una verdad
divinamente revelada definiendo lo que es correcto o condenando lo que es
herético o erróneo.
Esto no quiere decir, por
supuesto, que las respuestas del Santo Padre o de toda la ecclesia docens en unión
con él sean siempre y en todas partes instantáneas. Los embajadores de Cristo
conservan sus características humanas al trabajar para Nuestro Señor en el
campo doctrinal. Y, en el orden de los
asuntos humanos, las materias serias no se tratan con lo que podríamos llamar
una velocidad superficial. La actividad doctrinal del collegium apostólico es algo de importancia suprema. Por lo tanto, no
sólo es correcto y propio, sino incluso necesario, que las respuestas de los
embajadores de Nuestro Señor sean, antes que nada, respuestas ponderadas. Sin
embargo, sigue siendo cierto que la ecclesia
docens es siempre competente para ocuparse de las dificultades o cuestiones
que puedan surgir sobre el tema del mensaje que se le ha encomendado.
[1] Cf. Lc. X, 16.
[2] Cf. II
Cor. V, 20.