Nota del Blog: estas son unas de nuestras páginas favoritas del libro.
Régimen beneficiario (siglos XIV-XV).
En
el siglo XIII parece hallarse en su apogeo la sociedad cristiana; y la Europa
entera, en el admirable desarrollo de una civilización inspirada por el hálito
poderoso de la idea cristiana, está pronta a cubrir el mundo con la inmensa
expansión de las fuerzas benéficas que lleva en su seno.
Las Cruzadas fueron un primer esfuerzo. El apostolado de las órdenes religiosas
aparece también entonces. Por todas partes se abren nuevos caminos que
serán recorridos por la luz y la vida para la salud del género humano.
Pero
entre estas esperanzas y su realización tropezará la Iglesia con nuevas y dolorosas
pruebas.
El siglo XIII se termina en el momento en que la gran
idea de la política cristiana recibe el primer golpe de la rebelión de Felipe
el Hermoso.
La voz del vicario de Jesucristo no tarda en
debilitarse de resultas de un largo destierro y de un cisma doloroso.
La política de los príncipes se va emancipando cada vez más de la maternal
dirección de la Iglesia. Al mismo tiempo, y como consecuencia necesaria,
comienza para Europa un largo período de crueles guerras. La voz de la Iglesia,
que trata de apaciguar estos sangrientos tumultos y de hacer que las armas de
los cristianos se vuelvan contra la barbarie musulmana, de nuevo amenazadora,
no halla ya eco y la Europa parece encaminarse hacia sombríos destinos.
Pero el contragolpe de esta crisis de la cristiandad se hizo sentir en
el interior mismo del cuerpo eclesiástico dando por resultado el debilitamiento
de la autoridad pontificia y las calamidades causadas por las guerras.
Tenemos
que reconocer también que una revolución considerable y bastante rápida se
produjo en el seno de las Iglesias particulares bajo la doble acción de los usos
feudales y de la costumbre. Nos referimos a la disciplina beneficiaria.
En los siglos precedentes los bienes de las Iglesias y de los
monasterios habían formado masas comunes, administradas por los Obispos y por
los abades.
Pero en aquella época y ya en el transcurso del siglo XII una costumbre
invasora, al fijar las distribuciones o prebendas, acabó por repartir entre todos
los clérigos el patrimonio hasta entonces indiviso de la Iglesia. Y como la sociedad feudal tomó numerosos préstamos
de la sociedad eclesiástica, ésta a su vez, arrastrada por la corriente de las
costumbres y de las instituciones del tiempo, recibe de la sociedad la forma y
la idea del beneficio.
Como el caballero recibe en la repartición de la tierra feudal la justa
remuneración del servicio militar, así también el clérigo halla en la
repartición de la tierra eclesiástica la remuneración de la milicia espiritual.
Como el feudo representa el derecho del caballero a vivir del bien de su señor,
así también la tierra del beneficio eclesiástico representa el derecho del
clérigo a sentarse a la mesa (mensa) de la Iglesia.
¡A
Dios no plega que condenemos nosotros lo que no ha condenado la Iglesia ni que
confundamos los abusos de este régimen con el régimen mismo! Estos abusos
fueron objeto de las lágrimas y de los trabajos reparadores de los santos.
Ahora bien, éstos enseñaron siempre que la vida común era preferible a esa
propiedad particular de los bienes eclesiásticos, y la Iglesia, aun aceptando
el estado habitual de los beneficiarios, no cesó de recomendar la vida común y
apostólica de los clérigos como algo que representaba un estado mejor.
El
régimen beneficiario no pertenece, por tanto, a la esencia de la vida de la
Iglesia, es una institución puramente accidental en el transcurso de su historia;
relativamente reciente, obra de un siglo, puede ser abolida por los siglos
siguientes; es además una institución menos perfecta, por lo cual es lícito
pedir a Dios como una revolución soberanamente deseable un retorno a la disciplina
primitiva y más santa de las edades apostólicas, a aquel régimen que contenía a
todos los clérigos en la vida común y que dejaba en manos del obispo toda la
paternal solicitud de la familia eclesiástica en una dependencia filial de
todos sus miembros.
«La
manera de poseer los bienes de la Iglesia en comunidad, dice Thomassin, es la naturaleza primitiva y originaria de todos los beneficios; los
beneficios divididos como lo están actualmente provienen únicamente de las
reparticiones que hicieron de ellos primeramente los clérigos y luego los
monjes propietarios»[1].
La organización de los beneficios se completó rápidamente y tuvo como primer
efecto el de destruir los últimos restos de las comunidades eclesiásticas de
canónigos. El clero de las grandes Iglesias se dispersó; la disciplina
claustral con sus refectorios y sus dormitorios comunes, no dejó otros vestigios
que los edificios que dan testimonio de la antigua regularidad.
El orden canónico fue la primera víctima. Los capítulos, hasta entonces
en comunidad, se secularizaron y los canónigos seculares, que hasta entonces
habían vivido en comunidad, se repartieron los bienes de sus Iglesias y llevaron
vida independiente.
Pero el orden monástico sufrió a su vez la misma revolución. Los bienes
atribuidos a algún servicio particular, como el de la hospitalidad o de la enfermería,
se convirtieron en beneficios monásticos del hospedero o del enfermero; los
prioratos, corrieron generalmente la misma suerte; luego, con el andar del
tiempo, se instituyeron en las abadías puestos de monjes, a imitación de las
prebendas de los canónigos.
Monasterios
de mujeres, viéndose afectados por estas decadencias de la vida común, aun sin
cesar de hacer profesión de la regla de san Benito, tomaron abiertamente
el nombre de capítulos de canonesas.
Así el vigor de la santidad religiosa, de la vida común tan fuertemente
establecida en los siglos precedentes, de la pobreza evangélica, de la vida
apostólica, en lugar de elevarse con un progreso continuado y con generosas
aspiraciones, pareció flaquear en todos los viejos cuerpos eclesiásticos.
Al mismo tiempo que el título y la función eclesiástica se convertían en
beneficio, la función misma se reducía a estrechos límites de resultas de la
costumbre.
En los siglos precedentes ejercían todos los sacerdotes el sacerdocio
entero, los diáconos todos desempeñaban el ministerio. Pero en la época de la
estrecha repartición a que hemos llegado se distingue entre los clérigos que
tienen cura de almas y los que no la tienen. La cura de almas queda reducida,
en cada colegio sacerdotal, al empleo de un pequeño número de personas. El
resto de los clérigos se recluyen en el canto del oficio sin tener relaciones
con el pueblo ni ejercer con el mismo ningún ministerio que le acerque a él.
El orden del diaconado y los órdenes inferiores, confundidos en la masa
de los clérigos sin cura de almas, quedan reducidos a meras funciones de la liturgia,
donde son fácilmente reemplazados y aparecen como sin empleo actual ni utilidad
seria, de modo que para descubrir
las pruebas ya borradas de la importancia de esta institución sagrada hay que
buscarlas en una historia olvidada y remontarse a los siglos pasados.
Pero
en este nuevo orden de cosas y en estas estrechas reparticiones de las atribuciones
hallaba la misma autoridad episcopal impedimentos que la mermaban.
En
otro tiempo formaba el presbiterio una sola unidad moral, los diáconos y los ministros
le prestaban su asistencia, y el obispo daba a los unos y a los otros el
impulso, distribuía a cada uno su parte de actividad y mantenía la unidad de la
acción sacerdotal.
Pero
la costumbre y los beneficios fragmentaron en su ejercicio toda la jurisdicción
eclesiástica; la unidad del gobierno en cada Iglesia quedó por ello
profundamente afectada.
En
otro tiempo la acción del presbiterio, estrechamente unido al obispo y con
todas las directrices que de él recibía, se confundía con la acción misma del
obispo.
Ahora
los capítulos, a consecuencia del uso, han transformado en un derecho distinto
y como independiente toda la parte del gobierno que les había dado la confianza
de los obispos. En lugar de ser simplemente auxiliares y cooperadores del episcopado,
que actúan únicamente en la virtud que les es transmitida por el obispo, se
aíslan en la parte de poder que les es atribuida. Las jurisdicciones se dividen
y se oponen: la jurisdicción del obispo topa con la del capítulo y, en lugar de
confundirse ambas como en otro tiempo en una única corriente que parte de la
cátedra episcopal para alcanzar a todo el pueblo, se dividen y se ponen límites
una a otra.
Pero
con esta repartición y con el establecimiento de estos límites comienzan las
eternas disputas de los obispos y de sus capítulos a propósito de estos mismos
límites y, mientras que el antiguo presbiterio
se confundía siempre apaciblemente, en su acción a la cabeza del pueblo cristiano,
con el obispo cuya cátedra rodeaba, las páginas del derecho moderno estarán
llenas de estos tristes debates.
Pero
esto no es todo. En el seno de los mismos capítulos hicieron otras reparticiones
la costumbre y la institución beneficiaria. Los diversos oficiales de la
Iglesia transformaron en una jurisdicción adquirida las comisiones y los
mandatos con que en otro tiempo los honraba la autoridad episcopal.
La
historia de los archidiáconos o arcedianos puede ofrecer flagrantes testimonios
a este respecto[2].
Pero
no son los archidiáconos los únicos que se reparten los jirones del poder cuyos
ministros eran. Hay pocos dignatarios eclesiásticos que no retengan una parte
de éste.
Por
lo demás, en la general fragmentación de la jurisdicción eclesiástica la costumbre,
esencialmente local, lanza por todas partes sus diversidades. Lo único uniforme
en este movimiento es el sentido en que se efectúa.
Las
más extrañas disparidades y pretensiones se producen en diferentes lugares,
mientras que en otros se mantienen en pie restos imponentes de la antigua
unidad del gobierno eclesiástico.
En este movimiento de las cosas humanas parece a veces que los principales
dignatarios de la Iglesia, apropiándose partes destacadas de la jurisdicción,
realizan en su seno una revolución semejante a la que se había realizado en el
orden político cuando los grandes oficiales de la corona se habían apropiado
los restos de la autoridad real.
En el orden político, los reyes recuperaron poco a poco esa autoridad y
en adelante la confiaron a ministros comisionados y en todo caso revocables.
Las costumbres feudales, a consecuencia de la creación de los beneficios
eclesiásticos, ¿no tuvieron algún efecto análogo en el seno de la sociedad
espiritual?
Así también los obispos, al no hallar en los principales oficiales de
sus Iglesias ministros de su autoridad, sino ordinarios que se la habían
repartido, debieron procurarse nuevos auxiliares y con la creación de los
vicarios generales y de los oficiales siempre revocables, hicieron volver a su
verdadero centro la dirección superior de los asuntos eclesiásticos y
recobraron o mantuvieron su autoridad episcopal y soberana.
Pero si por una parte la autoridad episcopal se vio afectada y mermada
con la fragmentación de las jurisdicciones acarreada por la institución beneficiaria,
por otra parte la misma acción del entero cuerpo eclesiástico sobre los
pueblos quedó todavía mucho más debilitada.
El primer efecto de esta revolución sobre el pueblo
fue el de separarlo de su clero jerárquico y titular, que en conjunto se le
hacía cada vez más extraño.
La antigua unidad de vida religiosa que en cada
Iglesia fundía en un solo todo al sacerdocio y al pueblo, fue disminuida y como
interrumpida. Los fieles, debido a una tendencia cada vez más marcada, se
aislaron en cierto modo de esta gran vida de la familia espiritual en otro
tiempo floreciente.
El clero titular con cura de almas se hacía suplir con frecuencia por
vicarios o delegados, con lo cual se formaba en cada diócesis al lado del clero
titular un clero vago que por vía de comisión recibía del obispo o del párroco
beneficiario una jurisdicción rebajada.
Pronto se vieron separadas una de otra la ordenación y la institución.
Se obtenía el beneficio y luego se recibía la ordenación requerida; o bien se recibía
la ordenación sin ningún título y más tarde se adquiría el beneficio. No
tardaron en introducirse en el lenguaje eclesiástico términos nuevos como las
cosas que expresaban. Los beneficios se resignaban, se permutaban, se
acumulaban.
En otro tiempo habría sido cosa extraña que un clérigo abandonase el servicio
de su Iglesia; era odioso el paso de un clérigo de una Iglesia a otra; pero
sobre todo habría sido una absurda monstruosidad la inscripción de un clérigo
en el canon de dos Iglesias lejanas.
Para que todas estas cosas pudieran hacerse
corrientemente, para que un clérigo pudiera pasar indiferentemente de un
canonicato de Lincoln a un canonicato de Toledo; para que pudiera, incluso con
dispensa legítima, ocupar estos dos canonicatos, debía de haberse operado un
cambio profundo en las costumbres de las Iglesias; era preciso — y era un hecho
muy cierto— que los clérigos se hubieran hecho poco menos que extraños a su
pueblo y que el pueblo de cada Iglesia no se interesara ya por su clero
titular.
Pero el estado eclesiástico, venido a ser independiente de los intereses
espirituales de cada pueblo particular, ¿no se convertía en una vasta carrera
abierta en todas partes por la posibilidad de todas estas mutaciones sucesivas?
Era incluso una carrera temporal por razón de la diferencia de los beneficios.
Entre los beneficiarios los hubo ricos y
pobres, y perdiéndose de vista la antigua estabilidad de los clérigos, que recibiendo
de un fondo único lo necesario para la vida vivían, en otro tiempo, en un estado
casi uniforme, se acabó por admitir fácilmente el paso de un beneficio poco
lucrativo a un beneficio más ventajoso; los clérigos dejaban una Iglesia para pasar
a otra, y las ventajas temporales en la posesión de los bienes eclesiásticos se
proponían como una meta, secundaria desde luego, y una recompensa legítima a
los éxitos científicos de los doctores y a los diversos trabajos de los
clérigos en las cortes eclesiásticas o en el servicio de los prelados[3].
Al mismo tiempo el esplendor de beneficios considerables tentaba a las
familias, y así se veía a las casas ilustres, que anteriormente confundían a
sus hijos con los hijos de los pobres en el servicio de Dios, reservarles poco
a poco exclusivamente los ricos canonicatos y los puestos de monjes de las
abadías poderosas.
Así
comenzaba, sin el apoyo de ningún texto y basándose únicamente en la costumbre,
siempre soberana en materia de beneficios, la institución de los capítulos y de
las abadías nobles.
[1] Thomassin, loc.
cit. parte 1, L 3, c. 21, n. 1, t. 2, p. 587.
[3] El destierro de los Soberanos Pontífices en
Aviñón y el gran cisma que le siguió, al obligar a los papas — privados por lo
menos en gran parte de los ingresos de la Iglesia romana — a crear nuevos
recursos para sus oficiales, les forzaron a echar mano de los beneficios de las
otras Iglesias. En aquella época comenzaron los cardenales a poseer obispados
en las diversas partes de la cristiandad.