Fuente: Estudios Bíblicos XI
(1952), pag. 157 ss.
Autor: P. González Ruiz, José M.
I. LA ELECCIÓN DE ISRAEL EN EL
ANTIGUO TESTAMENTO.
Las
profecías sobre la Restauración de Israel no constituyen sino un caso concreto
de la idea general que pervade toda la Biblia del carácter sagrado de Israel,
como pueblo escogido por Dios para grandes designios.
Es,
pues, esencial, al hacer un estudio sobre el alcance de las profecías antiguotestamentarias
referentes a la Restauración de Israel, determinar previamente el sentido y las
dimensiones de este hecho sagrado de la elección divina del pueblo hebreo.
1.
Sentido religioso-mesiánico de la elección de lsrael.
La
historia de Israel empieza propiamente con Abrahán. Yahvéh, el Dios de
la Revelación, establece un pacto con Abrahán, en virtud del cual la
descendencia de éste constituirá un pueblo peculiar, cuyo sentido visceral será
su cualidad religiosa:
“Te
acrecentaré muy mucho, y te haré pueblos, y saldrán de ti reyes; Yo establezco
contigo, y con tu descendencia después de ti por sus generaciones, mi pacto eterno
de ser tu Dios y el de tu descendencia después de ti, y de darte a ti la tierra
de tus peregrinaciones, toda la tierra de Canaán, en eterna posesión”. (Gn. XVII,
6-8).
La
descendencia de Abrahán formará un pueblo peculiar, objeto especial de
la Providencia divina, pero bajo el aspecto formal del motivo religioso: se
trata de un pacto de Dios con Abrahán “de ser su Dios”. El pueblo descendiente
del Patriarca babilonio es lanzado por Dios al torbellino de la historia bajo
un signo religioso.
Esta
alianza de Yahvéh con Abrahán se va repitiendo, ensanchando y explicitando en
sus descendientes (Gn. XXVI, 2-5; XXVII, 27-29; XLIX, 9-10).
En las
faldas del Sinaí, Yahvéh define claramente los contornos del pueblo consagrado:
“Si
oís mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad entre todos los
pueblos; porque mía es toda la tierra pero vosotros seréis para mí un reino de
sacerdotes y una nación santa”. (Ex. XIX, 5-6)[1].
Este
concepto “sacerdotal” del pueble israelita se repetirá, como un ritornello,
a través de toda la Biblia, llegando a encontrar un eco ancho y prolongado en
un recodo del Nuevo Testamento (Deut. VII, 6; XIV, 2; XXVI, 18; XXXII, 8-12; Lev. XI, 44-45;
XX, 26; Ps. CXXXV, 4-5; Is. LXIII, 12; I Petr. II, 9-10; Apoc. I, 6).
Es
inútil seguir multiplicando las citas, pues éstas se refieren a la mayor parte
del Antiguo Testamento. Baste recordar la constitución jurídica del pueblo
israelita, que formaba una auténtica teocracia, la intervención de los profetas
en la vida pública, precisamente en su calidad de emisarios divinos, etc.
En una
palabra, la dimensión nacional del pueblo hebreo coincide exactamente con un
motivo religioso: no era un pueblo profano, era un pueblo consagrado, un
pueblo-sacerdote.
2.
Imperialismo mesiánico, no político.
Este
hecho providencial de ser un pueblo consagrado ha de tener, en los planes de Dios,
una finalidad determinada.
¿Para
qué escoge Dios y “segrega” a Israel, de en medio de todos los pueblos?
Una
lectura atenta del Viejo Testamento nos da la impresión espontánea de que la
elección de Israel presenta, a la larga, unas vastas perspectivas de imperialismo.
Ha de ser un pueblo que influya y domine en otros pueblos.
Y a
esta influencia y a este dominio no se le ponen trabas de ninguna clase. A Abrahán
se le prometen en herencia “todas las
naciones de la tierra” (Gn. XII, 3). Los profetas perfilan hasta el
detalle el futuro imperio mundial del pueblo escogido.
El gusanillo
de Israel, la insignificante oruga en medio de los grandes puebles
que le rodeaban, cuenta con el auxilio de Yahvéh, que lo convertirá en
trillo, en, trillo nuevo dentado; trillará las montañas y las pulverizará, y
las colinas las reducirá a tamo; las aventará, y el viento se las llevará, y el
torbellino las esparcirá (Is. XLI, 3-16); llegará un día en que a
Jerusalén, convertida en capital de un imperio cósmico, acudan muchedumbre
de camellos, camellos jóvenes de Madián y Efá, (Is. LX, 8), y ante ella se
inclinarán sus viejos opresores y la apellidarán ciudad de Yahvéh, Sión del Santo
de Israel, y en lugar de ser una abandonada, una odiada sin viandantes, será constituída
en motivo de gloria eterna, alegría de todas las generaciones[2]
(Is. LX, 14-15).
El
monte de la casa de Yahvéh estará asentado en la cumbre de los montes y se alzará
sobre las colinas, y afluirán a él los pueblos, y llegarán numerosas naciones y
dirán: venid, subamos al monte de Yahvéh y a la casa del Dios de Jacob, y nos
enseñará sus caminos y andaremos sus senderos, pues de Sión saldrá la Ley, y la
palabra de Dios de Jerusalén (Miq. IV, 12).
Que
esta elección de Israel tiene un signo imperialista, está tan a flor de tierra
en la vieja literatura bíblica, que nadie ha pretendido negar el hecho; sólo
hay opiniones, cuando se intenta darle una interpretación.
Y como
quiera que aquí propiamente estamos haciendo teología bíblica, o sea que
intentamos sacar las consecuencias de los textos escriturísticos, en el
supuesto de que éstos están transidos por el soplo de la inspiración divina,
solamente haremos referencia a los dos tipos generales de interpretación, que
presentan los dos grupos antagónicos, que, no obstante, coinciden en la
admisión del Antiguo Testamento como libro divino: o sea, cristianos y judíos.
3. Vinculación
de la elección de Israel a lo racial y a lo geográfico.
Como
acabamos de ver en la breve selección de profecías referentes a la elección de
Israel, Yahvéh, al escoger a la descendencia de Abrahán corno
instrumento de su Providencia, incluye en esta elección estos dos elementos: el
racial y el geográfico.
Hacemos
gracia de la cita de los pasajes bíblicos en que se insiste en la elección de
Israel precisamente como unidad etnográfica para los designios de Dios. Por
ahora no entrarnos a investigar el alcance y sentido de esta dimensión racial
de la elección divina. Pero es un hecho innegable: Israel, como tal pueblo,
es objeto de una especial predilección de Dios, con vistas al futuro desarrollo
de sus planes de redención mesiánica.
Igualmente
el elemento geográfico entra a formar parte de la promesa divina. La tierra de
Canaán se dibuja siempre en el horizonte de las grandes profecías de restauración
mesiánica. Dios
podía haber escogido otra tierra del globo, pero escogió aquel rincón del Asia,
por libérrimo designio de su voluntad[3].
La
primera promesa de llegar a ser un pueblo elegido, que Dios le hace a Abrahán,
va estrechamente vinculada a la designación geográfica; y ya desde entonces,
todas las profecías de liberación mesiánica y todos los anhelos de restauración
del pueblo escogido tienen como soporte indispensable la instalación de Israel
en la tierra pro-metida de Canaán.
En una
palabra, el designio divino de constituir a Israel pueblo sagrado, y encargado
de una misión apostólica, incluye entre sus elementos integrantes la dimensión
racial y la dimensión geográfica. Dios escoge a Israel, precisamente en cuanto
instalado, como un pueblo racialmente uno, en un determinado lugar de Asia, la
Tierra de Canaán.
Este
es un hecho innegable; más adelante intentaremos determinar su sentido y la
amplitud de su alcance.
Continuabitur
[1] “Este concepto del sacerdocio y de la santidad del pueblo está
estrechamente ligado con el de ser Israel el primogénito de Dios (Ex. IV, 2).
Según el derecho primitivo, el sacerdocio estaba vinculado a la primogenitura
y, por tanto, Israel, el primogénito de los pueblos, es el pueblo sacerdote
que, por consiguiente, ha de ser, santo”. (Nácar-Colunga, h.l.).
[2] Nota del Blog: Sobre el
significado de “todas las generaciones” cfr. lo que dijimos AQUI.
[3] Nota del Blog:
Mas bien por amor a Israel, tal como leemos en II Macabeos
V, 20: “…Dios no escogió el pueblo por amor del lugar, sino a éste
por amor del pueblo. Por cuyo motivo este lugar
mismo ha participado de los males que han acaecido al pueblo, así como tendrá
parte también en los bienes; y el que ahora se ve abandonado por efecto de la
indignación del Dios todopoderoso, será nuevamente ensalzado a la mayor gloria,
aplacada que esté aquel grande Señor”.