lunes, 28 de febrero de 2022

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, Con el rollo del Libro (III de IV)

   b) El año de Gracia 

Sucedió en Nazaret, al comienzo de la vida pública del Señor. Jesús entró en la sinagoga el sábado. La costumbre quería que se leyera un pasaje de los profetas, después de la oración. Cuando un extraño o una eminencia asistía a la reunión, el jefe de la sinagoga lo invitaba a hacer esa lectura en el rollo manuscrito de uno de los profetas y comentarlo. 

“Le entregaron el libro del profeta Isaías, y al desarrollar el libro halló el lugar en donde estaba escrito:

El Espíritu del Señor está sobre Mí,

porque Él me ungió –me hizo Cristo;

Él me envió a dar la Buena Nueva (evangelio) a los pobres,

a anunciar a los cautivos la liberación,

y a los ciegos vista,

a poner en libertad a los oprimidos,

a publicar el año de gracia del Señor”.

Enrolló el libro, lo devolvió al ministro, y se sentó; y cuantos había en la sinagoga, tenían los ojos fijos en Él.

Entonces empezó a decirles: “Hoy esta Escritura se ha cumplido delante de vosotros”. Y todos le daban testimonio, y estaban maravillados de las palabras llenas de gracia, que salían de sus labios” (Lc. IV, 17-22). 

“Hoy esta Escritura se ha cumplido delante de vosotros”. O bien Cristo venía como usurpador –a la manera de Satanás– o bien decía la verdad. 

Si, pues, se había cumplido esta palabra de la Escritura, Jesús era el Mesías. Dispensaba “la buena nueva”; venía a curar, librar, publicar el año jubilar –el año de gracia del Señor– y, por lo tanto, a traer la remisión de las deudas, el perdón. 

Ahora bien, para darse semejante misión, una misión que sitúa a quien está investido de ella fuera del cuadro habitual, es preciso ser, lo repetimos, o un usurpador o el Ungido del Eterno. Qué importancia le atribuye Jesús al hecho de que se haya cumplido la Palabra de la Escritura. Es sobre semejante testimonio –el suyo– que intentamos cada vez más escrutar, penetrar esta Palabra de verdad, pureza, santidad y alegría. 

La profecía de Isaías continúa, pero Jesús hizo un corte brusco. ¿Por qué no leyó el final del v. 2 del cap. LXI de Isaías?: 

viernes, 25 de febrero de 2022

Instrucción sobre el Talmud, por P. Drach, Rabino converso (II de XIV)

 LAS PARTES INTEGRANTES DEL TALMUD 

El Talmud se distingue en Mishná, משנה, comúnmente llamada Misná, que es el texto, y Guemará, גמרא, que es el comentario y desarrollo, como también el suplemento. 

La Guemará es doble: la de Jerusalén y la de Babilonia. 

Mishná (de la raíz שנה, repetir, reiterar), significa repetición de la ley, segunda ley, la que, según los rabinos, Dios enseñó oralmente a Moisés en el Monte Sinaí, después de haberle dado la ley escrita, llamada Torá, תורה, de la cual el legislador de los Hebreos compuso su Pentateuco. De ahí que la Mishná se llame en griego Deuterosin, Δευτέρωσις, término que tiene el mismo significado que el hebreo. En rabínico, Mishná significa también, estudio, lección, y la raíz de la que deriva (שנה y שנא), aprender, enseñar. 

Guemará (de la raíz גמר, perfeccionar, y en caldeo, aprender, enseñar) significa perfección, suplemento, complemento, doctrina. 

Bajo el nombre Talmud los rabinos designan con frecuencia la Guemará sola. A menudo nombran en sus libros el Talmud de Babilonia y el Talmud de Jerusalén como Guemará de Babilonia, Guemará de Jerusalén. Bajo el término Torá, תורה, ley[1], designan ordinariamente toda su ley, tanto la parte oral como la escrita. Llaman más fácilmente a la ley escrita Mikrá, מקרא, lectura, término al que corresponde la palabra Kor-an, Corán, de los árabes. Sin embargo, Mikrá se refiere más comúnmente a todo su canon de las sagradas Escrituras, compuesto de libros legales, libros morales y libros históricos. 

§ I 

DE LA LEY ORAL 

Toda clase de código escrito va necesariamente acompañada de tradiciones, de recuerdos populares, sobre la manera de entenderlo y aplicarlo. La letra desnuda sería el juguete de los prejuicios, capricho e intereses de las pasiones y, en lugar de servir como vínculo de hermandad para la nación, para hacerla una sola familia, el código no sería más que la manzana de la discordia. El pueblo se dividiría en sectas, en camarillas, tanto más animadas unas contra otras, ya que cada una estaría convencida de que sólo ella está en la verdad y que le corresponde hacerla triunfar. Además de la ley escrita, dictada a Moisés en el Sinaí, desde la primera palabra del Génesis hasta la última del Deuteronomio, como enseña la sinagoga[2], el pueblo de Dios tenía, desde tiempos inmemoriales, una segunda ley, si es que puede llamarse así, una ley oral, que se transmitía de boca en boca מפה אל פה. Su objetivo era fijar el significado de la Biblia, así como también preservar del olvido los preceptos divinos no escritos. Porque la sinagoga, tanto después de su reprobación como cuando todavía era la Iglesia de Dios, nunca fue, no podemos repetirlo demasiado, nunca fue protestante. Nunca ha entregado la palabra divina a la arbitrariedad, generalmente influida por las pasiones y capricho del juicio personal de los individuos. Esta es la tradición confiada al cuidado de los ancianos y doctores de la nación, bajo la autoridad del jefe de la religión, sentado en la cátedra de Moisés, es decir, el sucesor del legislador de los hebreos, ya que, para usar las expresiones del profeta, sus labios eran los depositarios del conocimiento, y de su boca se buscaba el conocimiento de la ley de la verdad, porque era el ángel del Señor (Mal. II 6-7); en otras palabras, porque tenía la misión de interpretar la ley de Dios. 

martes, 22 de febrero de 2022

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, Con el rollo del Libro (II de IV)

  Cuando Zacarías, el padre de Juan, tuvo la visión en el Templo y recibió las explicaciones del ángel, no se equivocó sobre la misión de su hijo, sobre “el que caminará delante de”... 

“Y tú, pequeñuelo, serás llamado profeta del Altísimo,

porque irás delante del Señor para preparar sus caminos,

para dar a su pueblo el conocimiento de la salvación,

en la remisión de sus pecados” (Lc. I, 76-77). 

El hijo de Zacarías precederá a Cristo, al Rey. 

“Juan comenzó a predicar. Levantó alrededor de él un magnífico entusiasmo: Como el pueblo estuviese en expectación, y cada uno se preguntase, interiormente, a propósito de Juan, si no era él el Cristo, Juan respondió a todos diciendo: «Yo, por mi parte, os bautizo con agua. Pero viene Aquel que es más poderoso que yo, a quien yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. El aventador está en su mano para limpiar su era y recoger el trigo en su granero, pero la paja la quemará en un fuego que no se apaga»” (Lc. III, 15-17). 

Y también: 

“Ya el hacha está puesta en la raíz del árbol” (Lc. III, 9). 

Esta presentación de Cristo es al menos extraña. Juan hace surgir ante sus auditores un Cristo juez y no un Salvador de misericordia y amor. “El aventador está en su mano”. Va a limpiar su era, va a hacer una separación radical; guardar el grano, quemar la paja. ¿Qué decir? Pero Juan va más lejos todavía. Violento reformador, apostrofa a los fariseos y a los saduceos, los verdaderos hijos del maligno, la descendencia de la Serpiente, debido a su orgullo y endurecimiento: 

“Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a escapar de la cólera que os viene encima?” (Lc. III, 7). 

¡La cólera que viene! Atmósfera de juicio, de cólera divina, anuncio de la siega, signo cierto del fin de la era, y sin embargo Jesús ni siquiera ha comenzado su ministerio público, durante el cual aparecerá lleno de dulzura, de mansedumbre. 

El comportamiento de Juan nos es dado por Jesús mismo. Cuando apareció, dijo inmediatamente: 

“Arrepentíos porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt. IV, 17). 

El Reino debía aparecer pronto, si los jefes de Israel reconocían al Mesías. Todo el comienzo del Evangelio está orientado hacia esta bienaventurada esperanza, hacia estos tiempos sobre los cuales hablaron todos los profetas, sobre los que Juan tenía la misión de anunciar como inminentes. ¿Acaso no había proclamado el mismo mensaje: 

Arrepentíos, porque el Reino de los cielos está cerca?” (Mt. III, 2). 

La Tribulación, el tiempo de la cólera, que debía preceder inmediatamente a la venida del Reino, se iba a inaugurar y la justicia se iba a ejercer. El tiempo de Elías había sido su figura. Los juicios que siguieron a los tres años y medio de sequías habían caído, terribles, sobre los sacerdotes de Baal, sobre Acab y Jezabel. Juicios semejantes estaban próximos, cuando Juan el Bautista lanzaba sus vehementes llamados al arrepentimiento. 

Si los sacerdotes, escribas y fariseos hubieran escuchado la “buena nueva”, Jesús hubiera sido muerto, para quitar el pecado del mundo, pero no por los suyos. Hubiera sucumbido bajo el yugo de las naciones, de Roma sin dudas; pero, rápidamente, después de su Resurrección y Ascensión, hubiera venido a establecer el Reino de Dios. Por eso es que va a predicar en primer lugar el Evangelio del Reino. 

Cuando se aleje la esperanza del restablecimiento de todas las cosas, anunciará el Evangelio de la Salvación, el rescate por medio de la sangre, su muerte ignominiosa, contra la cual se levantará Pedro con vehemencia: 

“Esto no te sucederá” (Mt. XVI, 22)[1]. 

El tono de acusador público que adquirió Juan sólo podía funcionar si Jesús venía pronto. Su papel de precursor sólo tenía sentido si un rey aparecía sobre el trono de David; pero tan pronto como su misión, obstaculizada por “la raza de víboras”, es cortada… su cabeza cae, por la demanda de una nueva Jezabel: Herodías. 

Juan también ingresó en el espíritu de sufrimiento que Elías había conocido antaño. 

Ligado al Reino, anunciador del Reino, Juan es quitado de en medio cuando el Reino es diferido. La gran enseñanza de Jesús sobre el Reino próximo es cortada; ¡entonces a Juan, como signo de su incorporación, de su fusión con el mensaje que debía anunciar, se le corta la cabeza!


[1] Para entender los Evangelios que, sin esto, nos parecen contradictorios, es indispensable conocer estos datos importantes que son desarrollados largamente en Israël et les Nations.

viernes, 18 de febrero de 2022

Instrucción sobre el Talmud, por P. Drach, Rabino converso (I de XIV)

 Instrucción sobre el Talmud 

Nota del Blog: Las siguientes páginas están tomadas del libro del Rabino converso P. Drach, “De l`Harmonie entre l'Église et la Synagogue”, (1844) tomo 1, pag. 121-181 (nota 28). 

*** 

¿Qué es el Talmud? Si se hace esta pregunta a la numerosa muchedumbre de hebraístas del feliz siglo XIX, en la que se puede decir: ¿Quién no es hebraísta? con tanta razón como un cortesano dijo una vez a Luis XV, cuyo augusto hombro sobresalía un poco: Señor, ¿quién no es un poco jorobado? Desde nuestro admirable M. Quatremère, con su vasta y profunda erudición oriental, hasta el contrabandista hebreo que balbucea penosamente unas pobres líneas del texto del Antiguo Testamento con la ayuda de medios artificiales, como las versiones interlineales, los análisis ya hechos, etc.; si, decimos, les dirigís esta pregunta, os asombraréis de obtener respuestas tan diferentes entre sí, tan contradictorias. Es como si se tratara de una inscripción en jeroglífico egipcio o mexicano, en la que cada uno puede leer lo que le gusta y lo que más le conviene. Muchos os dirán que "es una colección en sesenta grandes volúmenes en folio (aunque sólo son doce), un receptáculo para los más absurdos ensueños, prejuicios de un fanatismo delirante, un grimorio, una especie de código de magia negra, etc. Cuidado, añadirán, con tocarlo siquiera”. Otros os representarán el Talmud como "una preciosa Enciclopedia, en la que se encuentra un curso completo de la filosofía, medicina y astronomía de los pueblos de la antigüedad y (lo que sería mucho más precioso) todas las verdades del catolicismo, tan exactamente formuladas como en la Suma de Santo Tomás". Aquéllos, que sólo pretenden disimular su incapacidad para leer el Talmud, falta muy perdonable, son como la fábula de la Zorra y las Uvas; éstos, que se han tomado la molestia de conocer algunas de las porciones menos desatinadas del Talmud, por medio de las versiones que existen, versiones que la mayoría de las veces son inexactas y a veces halagadoras, se han entusiasmado con la obra de los rabinos y se asemejan al hombre honesto de la plaza pública que, para verter su elixir, no rehúye ninguna exageración para defenderlo. 

Nosotros, que por oficio hemos enseñado durante mucho tiempo el Talmud y explicado su doctrina, después de haber seguido un curso especial del mismo, durante muchos años, bajo los más renombrados doctores israelitas de este siglo; nosotros que, por la gracia de lo alto, hemos abjurado de los falsos dogmas que predica, hablaremos de él con conocimiento e imparcialidad. Si por un lado le hemos dedicado nuestros mejores años, por el otro, ya no es nada para nosotros. Diremos lo que lo aconseja y lo que lo condena. 

Talmud, como escribe la academia, mejor Thalmud, תלמוד, de la raíz למד, aprender, enseñar, es un término hebreo-rabínico que significa doctrina, estudio. Designa más particularmente el gran cuerpo de la doctrina judía, sobre el que los más acreditados doctores de Israel han trabajado sucesivamente en diferentes épocas. Es el código completo, civil y religioso, de la sinagoga. Su objeto es explicar la ley de Moisés de acuerdo con el espíritu de la tradición verbal. Contiene las discusiones y disputas contradictorias entre quienes se han esforzado por estudiar esta ley y, a veces, las conclusiones y decisiones que se han derivado de ellas; de vez en cuando se permite hacer digresiones sobre la historia y la ciencia, de las que pueden beneficiarse los estudiosos, especialmente los arqueólogos. Si el lector juicioso del Talmud tiene a menudo motivos para angustiarse por las extrañas aberraciones en las que puede caer la mente humana, abandonada por la verdadera fe, si más de una vez las torpezas del cinismo rabínico obligan a la modestia a ocultar el rostro, si los fieles se rebelan ante las calumnias atroces e insensatas que el odio impío de los fariseos esparce sobre todos los objetos de su veneración religiosa, el teólogo cristiano recoge allí datos y tradiciones preciosas para la explicación de más de un texto obscuro del Nuevo Testamento y para convencer a nuestros adversarios religiosos tanto de la antigüedad como de la santidad del dogma católico, tan bien definido por el quod semper (lo que siempre) de San Vicente de Lerins.

lunes, 14 de febrero de 2022

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, Con el rollo del Libro (I de IV)

    12. Con el rollo del Libro 

En el brillante vitral del transepto sur de la catedral de Chartres, resplandecen cuatro gigantescos personajes; llevan sobre sus espaldas a otros cuatro, más pequeños. Esta extraña figuración, en el resplandor de sus relucientes colores, es un magnífico símbolo. 

Los cuatro grandes Profetas –Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel– están tan unidos a los Evangelistas –Mateo, Marcos, Lucas, Juan– que los presentan al mundo, subidos a sus robustas espaldas, al igual que las mujeres de oriente llevan a sus hijos. 

¡Ingenuidad y grandeza, tan características de la Edad Media! Nos hablan y gritan que el Antiguo Testamento está unido al Nuevo que, a pesar de los cuatro siglos que corren entre el último de los profetas, Malaquías, y Juan el precursor, profeta él mismo, no hay interrupción. 

La Palabra es una, como Cristo; es un organismo vivo y perfecto al que nada le falta, y al cual nada se le debe quitar. 

Dios puede abrir o cerrar los paréntesis, pero ninguno de los lazos de unión ha roto la cadena de oro de la variedad y el amor, de la justicia y la paz, desde el origen hasta la nueva Jerusalén. 

El Antiguo Testamento termina con la evocación escatológica de Elías, el profeta de fuego; el Nuevo Testamento se abre con la aparición de Juan, profeta del Altísimo, el que viene “con el espíritu y el poder de Elías”. Elías es el lazo, el hilo conductor que lleva a Cristo[1].

a) El Precursor 

“He aquí que os enviaré al profeta Elías,

antes que venga el día grande y tremendo de Jehová.

Él convertirá el corazón de los padres a los hijos,

y el corazón de los hijos a los padres” (Mal. IV, 5-6) 

Así termina el Antiguo Testamento[2]. 

Y de esta manera el Ángel Gabriel anuncia a Zacarías, el sacerdote, el futuro nacimiento de su hijo Juan: 

viernes, 11 de febrero de 2022

El Tiempo legítimo de la Inmolación de ambos Corderos: El Típico y el Verdadero, por Fray Luis de León (XVI de XVI)

 ARTÍCULO XI 

Cuáles fueron las causas y consecuencias de los falsos prejuicios que existieron hasta el presente sobre esta materia 

Creo que las causas se pueden reducir al poco cuidado que se ha tenido hasta el presente en esclarecer este punto de la historia eclesiástica y a la manera de expresarse en forma equívoca que tenían los antiguos al tratar este tema. 

Desde el Concilio de Nicea, el error de los cuartodecimanos no hizo mucho ruido en la iglesia y el cisma de los que lo continuaron no fue muy extendido. Muchos siglos después de ese gran Concilio se vieron todavía algunos vestigios, sobre todo en Escocia, tal como lo narra el Venerable Beda; pero llegaron a un acuerdo y el grupo de los que permanecieron obstinados se disipó. De esta forma, nada obligó a los sabios a prestar extraordinaria atención al tema de estas antiguas disputas. 

Pero el origen principal de los falsos prejuicios al que hemos llegado hasta ahora, ha sido el equívoco del nombre Pascua, del que los historiadores que han hablado sobre los cuartodecimanos han usado sin explicar, dado que en su tiempo se lo entendía en el sentido que se le daba. 

El nombre fiesta de Pascua significaba en los primeros cristianos lo que hoy llamamos día de la Pasión; creo haber dado al respecto pruebas indudables. Así como los cristianos inmolaban el Cordero místico en los sagrados misterios la noche del sábado al domingo de Resurrección, e incluso hacían un festín que tenía cierta similitud con la Pascua de los judíos, le daban también el nombre de Pascua a esta solemnidad. Y desde entonces el nombre Pascua tuvo diferentes significados: los cuartodecimanos no lo daban más que para el día de la Pasión y los otros al domingo de Resurrección; o más bien, estos, sin dejar de usarlo para el día de la Pasión, lo entendieron y se lo dieron también al día de la Resurrección, pues Tertuliano, entre otros, lo toman a veces con un significado y a veces con otro. El autor de la Crónica de Alejandría habla de ciertas personas (sin dudas eran los cuartodecimanos) que se escandalizaban que la Iglesia diera el nombre de Pascua al santo día de Resurrección. Ignoran, agrega, el significado de esta palabra. Lo que en griego se dice diabasis, exbasis, hyperbasis, passage, salida, en hebreo se llama Phase o Pascua. La Iglesia llama, pues, con el nombre Pascua no sólo la muerte de Nuestro Señor sino también su vuelta a la vida, pues la muerte y Resurrección ha sido, para el género humano un paso, una liberación, una salida, etc. 

Hemos visto por los pasajes de San Agustín y San Ambrosio, que se le daba el nombre de Pascua al espacio de los tres días en los que Nuestro Señor fue crucificado, permaneció en el sepulcro y resucitó. San Epifanio lo aplica incluso a toda la Semana Santa. Pero como el Concilio de Nicea hablaba sobre los cuartodecimanos, tomó esa palabra como el día de la Pasión, tal como lo he probado por la carta de Constantino a las iglesias sobre las decisiones del Concilio; sin embargo, siempre había alguna relación con la fiesta de la Resurrección sobre la que dependía. 

martes, 8 de febrero de 2022

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, El Hijo de David y el Emmanuel (IV de IV)

    c) La Estrella de los Magos 

Cuando nació Jesús-Emmanuel los Magos vinieron de Oriente a Jerusalén y preguntaron: 

“¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?”. 

Habían visto su estrella en Oriente –la estrella de Jacob– y venían a adorar al joven rey. 

Herodes se turbó al saber que un rival había nacido: supone que es el Mesías y reúne a los sacerdotes y escribas. Herodes ignora las profecías, pero le enseñan sin problemas. A su pregunta: 

“¿Dónde debe nacer Cristo?”, los escribas respondieron sin dudar: “En Belén de Judá”. 

Citan la profecía de Miqueas cuyo texto original dice: 

“Pero tú, Belén de Efrata,

pequeña (para figurar) entre los millares de Judá,

de ti me saldrá

el que ha de ser dominador de Israel,

cuyos orígenes son desde los tiempos antiguos,

desde los días de la eternidad” (Miq. V, 2). 

El evangelista Mateo no ha citado más que la parte de la profecía que concierne al nacimiento y al carácter real del Mesías, pero la segunda parte proclama magníficamente su origen divino, al igual que Isaías, quien lo llama: “Padre de la eternidad” o “de la antigüedad” (Is. IX, 6). Ahora bien, el “Anciano de días” es siempre Dios (Dan. VII, 9). 

Emmanuel, Dios con nosotros, es también el pequeño Niño que acaba de nacer en Belén, el Hijo de la Virgen. Los Magos, que representan la gentilidad o las naciones, le adjudican su título de rey: “Rey de los judíos”, los cuales rechazarán reconocer cuando llegue la hora. 

Ahora Jesús se contenta con hacerse descubrir bajo el signo de la estrella, así como se hizo conocer por los pastores bajo el signo del ángel rodeado de esplendor. 

Los magos velaban en la noche, a la luz de las estrellas; los pastores “guardaban las vigilias de la noche” (Lc. II, 8) y en medio de la noche se oirá el grito “¡He aquí al Esposo!”, y el retorno inesperado del Señor sorprenderá al mundo. 

En el misterio nocturno, Cristo se deja buscar y encontrar. El tesoro escondido es para los que vigilan las noches, que los esperan en medio de las tinieblas del siglo. 

d) Simeón y Ana 

sábado, 5 de febrero de 2022

El Tiempo legítimo de la Inmolación de ambos Corderos: El Típico y el Verdadero, por Fray Luis de León (XV de XVI)

 ARTÍCULO VIII 

V Proposición 

El Concilio de Nicea no tuvo la intención de impedir

que lo que hoy llamamos la fiesta de la Pascua

cayese el día de la Pascua de los Judíos 

Mis razones son: 

1. Que eso no se vé ni en Eusebio, ni en Sócrates, ni en lo que tenemos del Concilio de Nicea. 

2. Que los cuartodecimanos, en cuya ocasión se hizo el decreto de Pascua en el Concilio, jamás habían celebrado lo que llamamos la Fiesta de la Pascua, el día que los judíos celebraban la de ellos. Es lo que he probado invenciblemente en el segundo artículo de esta disertación. 

3. Por último, en la carta que Constantino escribió a las Iglesias sobre el decreto del Concilio, en donde dice que todos acordaron hacer la fiesta de la Pascua al mismo tiempo, y a no basarse en las costumbres de los judíos, Constantino, digo, no habla de la fiesta de la Resurrección, sino sobre la de la Pasión, como se vé por los dos pasajes de esa carta que he citado y que repito aquí. 

En primer lugar, dice, ha parecido a todos indigno de seguir en la celebración de esta santísima fiesta la costumbre de los Judíos… es pertinente seguir la manera que hemos seguido hasta ahora desde el día que se celebró por primera vez la Pasión del Salvador. 

Además de eso, agrega, hay que reflexionar que es contra toda razón no ponerse de acuerdo en un asunto de semejante importancia y en la celebración de una fiesta tan grande. Nuestro Salvador no nos ha dejado más que una fiesta que es el día de nuestra Redención, es decir, de su santísima Pasión. Quiso que no hubiera sino una Iglesia Católica, cuyos miembros, aunque dispersos en diversos lugares, estuvieran animados del mismo espíritu”[1]. 

De forma que si el Concilio de Nicea tuvo la intención impedir que algunas fiestas de los Cristianos se solemnizara el día que los judíos hacían sus fiestas de Pascuas, no fue lo que hoy en día llamamos la fiesta de la Pascua, sino la que llamamos la Pasión. 

Pero digo además que el Concilio no tuvo intención de prohibir ni lo uno ni lo otro. Y esa es mi sexta proposición. 

 

ARTÍCULO IX 

VI Proposición: pruebas 

miércoles, 2 de febrero de 2022

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, El Hijo de David y el Emmanuel (III de IV)

   a) Las genealogías de Cristo 

Los orígenes mesiánicos son complejos a causa de la anchura, largura, alteza y profundidad del misterio de Cristo; no hay que negarlo. Las dos genealogías de Mateo y Lucas presentan algunas dificultades y parecen contradecirse[1], pero la primera quiere establecer sobre todo el carácter real del Mesías, por medio de David: “Genealogía de Jesucristo, hijo de David”, tal es el comienzo del Evangelio de Mateo, que pondrá siempre el acento sobre el Mesías-Rey. 

Lucas quiere indicar sobre todo el carácter del Mesías, Hijo del hombre; su genealogía se remonta hasta Adán. 

Juan comienza su Evangelio con el prólogo de la generación eterna de la Palabra, o del Verbo, Hijo de Dios, Dios Él mismo. He aquí, pues, al Mesías Dios. 

El Evangelio de Marcos se caracteriza por la ausencia de toda genealogía. ¿No es para señalar el signo sacerdotal del Mesías-sacerdote, según el orden de Melquisedec, “que es... sin genealogía”? (Heb. VII, 3). 

Los profetas y los evangelistas se unen pues para revelar los diversos aspectos del misterio de Cristo. 

Mateo nos presenta el Rey-Profeta 

Marcos nos presenta el Siervo-Sacerdote 

Lucas nos presenta el Siervo-Hijo del hombre 

Juan nos presenta el Verbo-Hijo de Dios. 

Cinco siglos antes, los hijos de Israel oyeron anunciar a su Mesías bajo estos mismos títulos por parte del profeta Zacarías: