PARTE II. – Las Contradicciones
Sabido es que cuando se cita un documento, el que cita no se hace necesariamente solidario de todas las afirmaciones, sino sólo de aquéllas que dicen con el tema que se trata. Así aquí el autor sagrado, al citar y mejor recopilar las fuentes de su narración, no se haría suyas todas las afirmaciones del documento transcrito, o de la tradición recogida, sino sólo de lo que hace a su propósito, que es darnos una idea suficiente de los orígenes del mundo y del pueblo de Dios. Esta parece ser la mente de nuestro autor, cuando acá y allá presupone o insinúa que se ha de prescindir de tantos pormenores accesorios y atenerse al fondo de la narración, o como se dice vulgarmente, a la sustancia, y eso no sólo en los primeros capítulos del Génesis, sino más o menos por todo el libro en general. Los documentos y tradiciones aquí recogidos, con todas sus deficiencias, discrepancias y aun contradicciones de detalle, son todavía aptas para darnos una idea suficiente de conjunto, y esto basta.
El autor plastifica así su pensamiento:
“La Ilíada y la canción de Rolando son los dos relatos épicos más evocadores de la antigua Hélade y del Alto Medioevo, que no lo sería una árida Crónica, por más detallada que fuese. Ambos documentos nos ponen de manifiesto el alma de dos pueblos” (pág. 447).
A mayor abundamiento nos advierte que la inspiración no cambia el Género literario de los escritos sagrados (pág. 452). Y la inspiración del Génesis sería tan acogedora y comprensiva que no obliga al autor sagrado a corregir o enmendar, ni siquiera a armonizar, si no es por excepción, las diferencias, discrepancias y contradicciones de las fuentes, sino que las transmite tales cuales. Y a esto llama él probidad literaria del autor y respeto a los documentos que maneja (pág. 373, al.). ¿Qué decir a todo esto?
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Ni aprovecha más, para resolver el problema de la inerrancia, en el supuesto que las fuentes se contradigan, el acudir a la teoría de las citas.
Evidentemente, para los efectos de la inerrancia, no es lo mismo hablar el autor por sí, que decir que dicen los documentos que alega, ni por el mero hecho de alegarlos se apropia necesariamente su contenido; y es que una cosa es la palabra directa o indirecta del autor, y otra las citas —aquí las fuentes—, con que esmalta y confirma su discurso. Del contenido de las citas, ya explícitas ya implícitas, sólo se apropia lo que dice con su tema. Lo demás que se alega, es por mera concomitancia, y queda a cargo del autor del documento alegado. Esta doctrina no tiene otra dificultad que la de discernir las citas implícitas en un contexto dado. Ahora las distinguiríamos del contexto, poniendo su texto entre comillas.
Mas en el contexto del Génesis no hay lugar a tales distinciones, y así no cabe aplicar aquí la teoría sobre las citas. Es imposible de todo punto discernir allí entre el discurso del autor sagrado y las citas, o sea las fuentes, que lo integran, porque aquí no hay más discurso que las fuentes mismas, acopladas entre sí, a modo de mosaico o vistosa ataracea. El autor habla por ellas y solamente por ellas. Sería muy rara su intervención y sólo por fines armonísticos. Es la visión corriente que de ese libro nos da la crítica actual.
Sobre lo cual se me ofrecen dos observaciones, y es la primera que, en este supuesto, el discurso del autor sagrado consiste todo él en las fuentes que lo forman, confúndese con ellos, y éstas, por consiguiente, no tienen ya tanto razón de citas cuanto de partes constitutivas del discurso. Y es la segunda que, siendo el discurso del autor la medida de lo que el mismo autor se apropia de las citas, al confundirse aquí con ellas, son las citas o fuentes en el caso la medida de sí mismas. Cuanto, pues, el autor sagrado alega de este modo, otro tanto se apropia y hace suyo. Por otras palabras, en la forma en que las trae, hácese responsable del entero contenido de las fuentes.
Conclusión dogmática perentoria: Podrá haber en las fuentes, y entre unas y otras, los idiotismos, deficiencias, discrepancias e incoherencias que se quiera, pero no error, ni cosa que lo implique, cual es la contradicción, pues el error es incompatible con la inerrancia e inspiración divina de la Biblia. ¿Para qué se le dio la inspiración al autor sagrado, si no le había de hacer capaz de esquivar el error, que tal vez se contenía en los documentos o tradiciones que recoge, y con que forma y conforma su discurso? Se admite que aquí y allí limó las fuentes con fines armonísticos, y ¿no las había de limar para desechar de ellas el error de fondo?
Compréndese fácilmente que a la crítica independiente no le interese este aspecto de la inerrancia bíblica, pero le debe interesar al exégeta católico, que no puede prescindir del lado divino de la Escritura santa. Si no quiere admitir error en ella, tiene que desechar la idea de que pueda haber en ella la más leve contradicción formal. Pero nuestro autor no sólo admitiría el error implícito en las contradicciones, sino también el explícito, aunque de menor cuantía, en varios descuidos e ignorancias del autor sagrado en punto a cronología, geografía, etnografía, etc., y en forma más difusa en los anacronismos, según ya vimos en la primera parte y vamos a ver seguidamente en la segunda.
Estamos seguros a priori
que esas contradicciones no existen más que en el Comentario, y vamos a
intentar demostrarlo a posteriori con una serie de ejemplos. Por estos se podrá
juzgar de los demás.