Nota del Blog: El siguiente trabajo fue
publicado en Estudios Bíblicos, vol.
III (1944) pag. 229-257, y el autor lo anexó a su comentario a San Mateo
(1946), 536-572.
Todas las notas son nuestras.
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Las
parábolas del Evangelio son a las veces difíciles de interpretar: dificultad
que ha dado ocasión a grandes equivocaciones, tanto hacia la derecha como hacia
la izquierda. La causa principal de semejantes equivocaciones ha sido el haber
olvidado o no precisado con toda exactitud la noción o concepto de parábola. El
concepto en sí es sumamente sencillo y llano; pero ha acaecido que la atención
prestada a otros problemas sobre las parábolas ha oscurecido y embrollado la
noción fundamental. Urge, pues, establecer y determinar con la máxima precisión
esta noción de la parábola. Una vez resuelto este problema fundamental, los
otros problemas quedan radicalmente resueltos. De ahí dos partes principales en
nuestro estudio. Primeramente, investigaremos la naturaleza de la parábola;
luego aplicaremos los resultados obtenidos a la resolución de los otros
problemas relativos a las parábolas del Evangelio.
I. PROBLEMA FUNDAMENTAL: ¿QUE ES PARABOLA?
Un
estudio completo sobre las parábolas exige un doble conocimiento: de los hechos
y de los principios. Conforme a esto, será conveniente: 1) consignar los
hechos, es decir, presentar las parábolas evangélicas; 2) investigar la
naturaleza íntima de la parábola; 3) compararla con la noción afín de la
alegoría; 4) examinar los casos de fusión entre ambos conceptos, esto es, el
género mixto de parábola y alegoría.
1. PARABOLAS
EVANGELICAS
Las
parábolas mayores del Evangelio ascienden a unas 40; pero al lado de éstas
existen otras muchas parábolas menores, simplemente insinuadas. Todas ellas pueden distribuirse,
lógicamente, con relación al Reino de Dios, al cual todas de alguna manera
se refieren, en tres grupos principales: según que tengan por objeto o el
Rey de este Reino (parábolas cristológicas) o sus ciudadanos (parábolas
morales), o el Reino mismo, ya bajo su aspecto moral o social (parábolas
eclesiológicas), ya bajo su aspecto final (parábolas escatológicas), a las
cuales se reducen las referentes a la reprobación de los judíos. Es también
interesante otra distribución, destinada a poner de relieve su desenvolvimiento cronológico. Desde
este punto de vista, pueden repartirse en cuatro series sucesivas: 1) las primeras parábolas; 2) las del Reino
de Dios por antonomasia; 3) las de los viajes del último año; 4) las de la
última semana en Jerusalén, ya en las controversias con los judíos, ya en la
Apocalipsis Sinóptica.
Pero
más que el número de las parábolas o su varia distribución, nos interesa
conocer sus propiedades más características. Bastarán para nuestro objeto
ligeras indicaciones.
Lo primero que llama la atención es, en la
imagen parabólica, su realismo y su verdad. Cada parábola, más que ficción,
parece una historia. Y en estos
cuadros, arrancarlos de la realidad, aparece como fotografiada toda la vida
humana bajo todos sus aspectos. Ante nuestros ojos van desfilando los reyes,
que se preparan para la guerra o hacen tratados de paz o disponen bodas para el
heredero; los jueces y sus alguaciles, los sacerdotes y levitas, los
negociantes y prestamistas, los amos y los criados, los colonos y los obreros,
los labradores, los pastores y los pescadores, los fariseos y los publicanos,
los constructores prudentes o necios, los novios y sus amigos, las mujeres que
amasan el pan o barren la casa, los niños que juegan o piden a sus padres de
comer, los ricos y los pobres; la ciudad y los campos, la tierra y el mar, los
arreboles y las tormentas, la siembra y la siega, la pesca y la caza, las
ovejas y los cabritos, las serpientes y las palomas, los pájaros y las flores,
el vino y los odres, el vestido flamante y el vestido remendado, los molinos y
las lámparas, los nidos y las cluecas, los talentos, las minas, las dracmas,
los denarios, los ochavos y los maravedíes… Y en todo esto, ¡qué sentimiento tan hondo de la naturaleza! ¡Y qué
simpatía hacia el hombre! Ya en este primer rasgo de las parábolas hay un sello
inconfundible de autenticidad. Conocemos bien a los principales personajes
que más influyeron en la difusión del cristianismo: Pedro, Santiago, Juan,
Pablo. Ninguno de ellos tuvo esta visión tan comprensiva y tan humana de la
naturaleza y del hombre. Pablo, el de mayor potencia intelectual, menos que
nadie. En todas sus 14 cartas no asoma el más leve indicio de que sintiese la
naturaleza.
Y
bajo estas imágenes sensibles late un pensamiento vasto y profundo, toda una
filosofía religiosa, una moral tan elevada como humana, una concepción
grandiosa del Reino de Dios bajo todos sus aspectos: pensamiento propio y
original, nacido no de laboriosas investigaciones, sino de una intuición
serena; uno y multiforme, insondable a la vez y diáfano, sin retóricas ni
tecnicismos enojosos; pensamiento que los niños entienden y los sabios no
agotan. ¡Qué contraste tan rudo entre la apacibilidad luminosa de las parábolas
y las fulguraciones tormentosas y turbulentas de Pablo! Otra vez, Pablo era incapaz de crear las parábolas
evangélicas.
¡Y
qué ajuste y armonía entre la imagen parabólica y el pensamiento! Ni la alteza
del pensamiento quiebra la imagen, ni la llaneza y sencillez de la imagen
aprisiona o abate los vuelos del pensamiento. Es un portero literario único esa fusión de lo espiritual y lo
sensible, de tanta idealidad con tanta realidad. No anda el pensamiento tras una imagen que lo encarne, sino que se nace
con ella. Imagen y pensamiento brotan como de golpe de una visión plena de la
verdad. El Verbo se hizo carne en unidad de persona: y el pensamiento del Verbo
hecho carne se revistió de la imagen parabólica en unidad de obra literaria.
Otra de las maravillas de las parábolas
evangélicas es su variedad. Dentro de la unidad del género parabólico no hay
dos iguales. Prescindiendo de la variedad más visible,
nacida de la diversidad de la imagen y del pensamiento, hay otra variedad más
fina en la diferente tonalidad. Unas hay apacibles y casi idílicas, como la de
la mujer que, hallada la dracma, convoca a sus vecinas; como la del pastor que,
en hallando la oveja descarriada, la pone gozoso sobre sus hombros; como la de
la clueca que cobija los polluelos bajo sus alas. Otras hay tiernas y
conmovedoras, entre las cuales sobresale la del hijo pródigo. Abundan también
bastante las que tienen rasgos cómicos, como la del fariseo y del publicano, la
del juez inicuo y la viuda, la del mayordomo infiel, la del amigo inoportuno,
la del que comienza a edificar y no puede acabar, la del bebedor de vino añejo.
Las hay también intencionadamente irónicas, como la del piadoso samaritano, la
de los niños que juegan, la de los dos deudores, la del remiendo nuevo en el
vestido viejo, la del vino nuevo en los odres viejos. Las hay, por fin,
terriblemente trágicas, como la de la higuera estéril y la de los pérfidos
colonos.
Pero
mucho más admirable, si cabe, es el grado de luz que tiene cada parábola. Desde
las más diáfanas hasta las más enigmáticas, la luz va variando gradualmente. Y
este diferente grado de luz no es casual: el prudente Maestro dosifica, por así
decir, la claridad que quiere dar a cada parábola, según la calidad de los
oyentes y según el fin que se propone. Al oír, por ejemplo, la parábola del
fariseo y del publicano, ¿quién, sonriendo, no vería verificada con claridad
meridiana la gran verdad de que quien se ensalza será humillado? En cambio, al
oír las parábolas del sembrador o de la cizaña, se quedarían reflexionando
sobre su significación: era lo que precisamente pretendía el Maestro.
Este conjunto de maravillas es, lo repetimos,
el sello inequívoco de la autenticidad de las parábolas. Hoy conocemos
suficientemente toda la literatura del primitivo cristianismo: y en toda ella
no hay nada que de mil leguas se parezca a las parábolas del Evangelio. Y han mostrado muy poco olfato o criterio literario los que, por sus
absurdos prejuicios, han dudado de esta autenticidad. El autor único posible de estas maravillas literarias no puede ser sino
el Maestro. Feo borrón será siempre para aquella crítica y para aquellos
críticos, que de ello han dudado, el no haber sabido discernir y reconocer la
voz y la palabra de Aquel que habló como jamás ha hablado hombre alguno.
Esta
perfección literaria y trascendencia doctrinal de las parábolas evangélicas es
un nuevo estímulo para aquilatar en lo posible la noción de parábola.