martes, 22 de mayo de 2018

Las parábolas del Evangelio, por J. Bover (I de IX)


Nota del Blog: El siguiente trabajo fue publicado en Estudios Bíblicos, vol. III (1944) pag. 229-257, y el autor lo anexó a su comentario a San Mateo (1946), 536-572.

Todas las notas son nuestras.



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Las parábolas del Evangelio son a las veces difíciles de interpretar: dificultad que ha dado ocasión a grandes equivocaciones, tanto hacia la derecha como hacia la izquierda. La causa principal de semejantes equivocaciones ha sido el haber olvidado o no precisado con toda exactitud la noción o concepto de parábola. El concepto en sí es sumamente sencillo y llano; pero ha acaecido que la atención prestada a otros problemas sobre las parábolas ha oscurecido y embrollado la noción fundamental. Urge, pues, establecer y determinar con la máxima precisión esta noción de la parábola. Una vez resuelto este problema fundamental, los otros problemas quedan radicalmente resueltos. De ahí dos partes principales en nuestro estudio. Primeramente, investigaremos la naturaleza de la parábola; luego aplicaremos los resultados obtenidos a la resolución de los otros problemas relativos a las parábolas del Evangelio.

I. PROBLEMA FUNDAMENTAL: ¿QUE ES PARABOLA?

Un estudio completo sobre las parábolas exige un doble conocimiento: de los hechos y de los principios. Conforme a esto, será conveniente: 1) consignar los hechos, es decir, presentar las parábolas evangélicas; 2) investigar la naturaleza íntima de la parábola; 3) compararla con la noción afín de la alegoría; 4) examinar los casos de fusión entre ambos conceptos, esto es, el género mixto de parábola y alegoría.


1. PARABOLAS EVANGELICAS

Las parábolas mayores del Evangelio ascienden a unas 40; pero al lado de éstas existen otras muchas parábolas menores, simplemente insinuadas. Todas ellas pueden distribuirse, lógicamente, con relación al Reino de Dios, al cual todas de alguna manera se refieren, en tres grupos principales: según que tengan por objeto o el Rey de este Reino (parábolas cristológicas) o sus ciudadanos (parábolas morales), o el Reino mismo, ya bajo su aspecto moral o social (parábolas eclesiológicas), ya bajo su aspecto final (parábolas escatológicas), a las cuales se reducen las referentes a la reprobación de los judíos. Es también interesante otra distribución, destinada a poner de relieve su desenvolvimiento cronológico. Desde este punto de vista, pueden repartirse en cuatro series sucesivas: 1) las primeras parábolas; 2) las del Reino de Dios por antonomasia; 3) las de los viajes del último año; 4) las de la última semana en Jerusalén, ya en las controversias con los judíos, ya en la Apocalipsis Sinóptica.

Pero más que el número de las parábolas o su varia distribución, nos interesa conocer sus propiedades más características. Bastarán para nuestro objeto ligeras indicaciones.

Lo primero que llama la atención es, en la imagen parabólica, su realismo y su verdad. Cada parábola, más que ficción, parece una historia. Y en estos cuadros, arrancarlos de la realidad, aparece como fotografiada toda la vida humana bajo todos sus aspectos. Ante nuestros ojos van desfilando los reyes, que se preparan para la guerra o hacen tratados de paz o disponen bodas para el heredero; los jueces y sus alguaciles, los sacerdotes y levitas, los negociantes y prestamistas, los amos y los criados, los colonos y los obreros, los labradores, los pastores y los pescadores, los fariseos y los publicanos, los constructores prudentes o necios, los novios y sus amigos, las mujeres que amasan el pan o barren la casa, los niños que juegan o piden a sus padres de comer, los ricos y los pobres; la ciudad y los campos, la tierra y el mar, los arreboles y las tormentas, la siembra y la siega, la pesca y la caza, las ovejas y los cabritos, las serpientes y las palomas, los pájaros y las flores, el vino y los odres, el vestido flamante y el vestido remendado, los molinos y las lámparas, los nidos y las cluecas, los talentos, las minas, las dracmas, los denarios, los ochavos y los maravedíes… Y en todo esto, ¡qué sentimiento tan hondo de la naturaleza! ¡Y qué simpatía hacia el hombre! Ya en este primer rasgo de las parábolas hay un sello inconfundible de autenticidad. Conocemos bien a los principales personajes que más influyeron en la difusión del cristianismo: Pedro, Santiago, Juan, Pablo. Ninguno de ellos tuvo esta visión tan comprensiva y tan humana de la naturaleza y del hombre. Pablo, el de mayor potencia intelectual, menos que nadie. En todas sus 14 cartas no asoma el más leve indicio de que sintiese la naturaleza.

Y bajo estas imágenes sensibles late un pensamiento vasto y profundo, toda una filosofía religiosa, una moral tan elevada como humana, una concepción grandiosa del Reino de Dios bajo todos sus aspectos: pensamiento propio y original, nacido no de laboriosas investigaciones, sino de una intuición serena; uno y multiforme, insondable a la vez y diáfano, sin retóricas ni tecnicismos enojosos; pensamiento que los niños entienden y los sabios no agotan. ¡Qué contraste tan rudo entre la apacibilidad luminosa de las parábolas y las fulguraciones tormentosas y turbulentas de Pablo! Otra vez, Pablo era incapaz de crear las parábolas evangélicas.

¡Y qué ajuste y armonía entre la imagen parabólica y el pensamiento! Ni la alteza del pensamiento quiebra la imagen, ni la llaneza y sencillez de la imagen aprisiona o abate los vuelos del pensamiento. Es un portero literario único esa fusión de lo espiritual y lo sensible, de tanta idealidad con tanta realidad. No anda el pensamiento tras una imagen que lo encarne, sino que se nace con ella. Imagen y pensamiento brotan como de golpe de una visión plena de la verdad. El Verbo se hizo carne en unidad de persona: y el pensamiento del Verbo hecho carne se revistió de la imagen parabólica en unidad de obra literaria.

Otra de las maravillas de las parábolas evangélicas es su variedad. Dentro de la unidad del género parabólico no hay dos iguales. Prescindiendo de la variedad más visible, nacida de la diversidad de la imagen y del pensamiento, hay otra variedad más fina en la diferente tonalidad. Unas hay apacibles y casi idílicas, como la de la mujer que, hallada la dracma, convoca a sus vecinas; como la del pastor que, en hallando la oveja descarriada, la pone gozoso sobre sus hombros; como la de la clueca que cobija los polluelos bajo sus alas. Otras hay tiernas y conmovedoras, entre las cuales sobresale la del hijo pródigo. Abundan también bastante las que tienen rasgos cómicos, como la del fariseo y del publicano, la del juez inicuo y la viuda, la del mayordomo infiel, la del amigo inoportuno, la del que comienza a edificar y no puede acabar, la del bebedor de vino añejo. Las hay también intencionadamente irónicas, como la del piadoso samaritano, la de los niños que juegan, la de los dos deudores, la del remiendo nuevo en el vestido viejo, la del vino nuevo en los odres viejos. Las hay, por fin, terriblemente trágicas, como la de la higuera estéril y la de los pérfidos colonos.

Pero mucho más admirable, si cabe, es el grado de luz que tiene cada parábola. Desde las más diáfanas hasta las más enigmáticas, la luz va variando gradualmente. Y este diferente grado de luz no es casual: el prudente Maestro dosifica, por así decir, la claridad que quiere dar a cada parábola, según la calidad de los oyentes y según el fin que se propone. Al oír, por ejemplo, la parábola del fariseo y del publicano, ¿quién, sonriendo, no vería verificada con claridad meridiana la gran verdad de que quien se ensalza será humillado? En cambio, al oír las parábolas del sembrador o de la cizaña, se quedarían reflexionando sobre su significación: era lo que precisamente pretendía el Maestro.

Este conjunto de maravillas es, lo repetimos, el sello inequívoco de la autenticidad de las parábolas. Hoy conocemos suficientemente toda la literatura del primitivo cristianismo: y en toda ella no hay nada que de mil leguas se parezca a las parábolas del Evangelio. Y han mostrado muy poco olfato o criterio literario los que, por sus absurdos prejuicios, han dudado de esta autenticidad. El autor único posible de estas maravillas literarias no puede ser sino el Maestro. Feo borrón será siempre para aquella crítica y para aquellos críticos, que de ello han dudado, el no haber sabido discernir y reconocer la voz y la palabra de Aquel que habló como jamás ha hablado hombre alguno.

Esta perfección literaria y trascendencia doctrinal de las parábolas evangélicas es un nuevo estímulo para aquilatar en lo posible la noción de parábola.