Romanidad: Veamos ahora lo que la Romanidad añade a los deberes de Creencia, Comunión y Obediencia, y hasta qué punto los sedeplenistas la aplican en la práctica. Hemos visto que los católicos impregnados de romanidad han hecho suyo el espíritu permanente de la Santa Sede[1]. Aman a Roma no como una mera ciudad de ladrillos y argamasa, sino como el símbolo de la Iglesia del Nuevo Testamento, así como Jerusalén fue el símbolo de la Iglesia del Antiguo Testamento. Ven la realidad con los ojos de los Papas. Están orgullosos de la Iglesia Romana[2]. Sopesan las opiniones, teólogos, partidos y libros tal como los sopesa Roma. No encuentran tensión en la fidelidad a Roma incluso cuando no se aplica la infalibilidad en sentido estricto. Saben que con Roma siempre hay seguridad, una seguridad mucho mayor de la que cualquier persona humilde, por docta que sea, puede atribuir a sus propios razonamientos[3].
Como explica el P. Faber:
"El don de la infalibilidad no es sino una concentración, el punto culminante, la solemne manifestación oficial de la inhabitación del Espíritu Santo en la Iglesia. Al mismo tiempo que exige, como la revelación, la sumisión absoluta del corazón y del alma, todas las disposiciones menores y los modos y disposiciones de la Iglesia exigen sumisión general, docilidad y reverencia, porque toda la Iglesia es un santuario colmado de la vida del Espíritu Santo"[4].
O, en palabras de San Pío X:
"Cuando se ama al Papa no se detiene uno a debatir sobre lo que aconseja o exige, a preguntarse hasta dónde llega el riguroso deber de obediencia y a marcar el límite de esta obligación. Cuando se ama al Papa, no se objeta que no haya hablado con suficiente claridad, como si estuviera obligado a repetir al oído de cada uno su voluntad, tantas veces claramente expresada, no sólo viva voce, sino también por cartas y otros documentos públicos; no se ponen en duda sus órdenes con el pretexto –fácilmente esgrimido por quien no quiere obedecer– de que no emanan directamente de él, sino de su entorno; no se limita el campo en el que puede y debe ejercer su voluntad; no se opone a la autoridad del Papa la de otras personas, por muy doctas que sean, que difieren en opinión del Papa. Además, por grande que sea su ciencia, falta su santidad, pues no puede haber santidad donde hay desacuerdo con el Papa"[5].
Es obvio a todos que ningún sedeplenista tiene de hecho tal actitud hacia los papas conciliares. Esto es revelador. Pero aún más grave es la observación de que, en proporción a su afán por defender la legitimidad de los pretendientes conciliares a la Santa Sede, los sedeplenistas se ven cada vez más incapacitados para mostrar esta dócil romanidad incluso hacia los Papas pre-conciliares.
Mientras
que los autores imbuidos de romanidad se esfuerzan celosamente por defender a
la Iglesia y son reacios a creer mal de sus supremos pastores, vemos que los
apologistas sedeplenistas muestran el rasgo opuesto. Como
cerdos a la caza de trufas, escudriñan las historias de los Papas -especialmente
las de fuentes protestantes o galicanas o las condenadas por los Papas
verdaderos al Índice de Libros Prohibidos– en una búsqueda frenética de
cualquier pretexto para afirmar que Papas pasados han caído en la herejía y aun
así han sido reconocidos como legítimos. Mientras que el Index
Systematicus de Denzinger hace referencia a no menos de cinco
pronunciamientos magisteriales que indican a los católicos leales que "el
Romano Pontífice nunca se ha equivocado en cuestiones de fe o moral –ni
siquiera Liberio", observamos cómo los escarbadores se regocijan en cada
caso, por muy refutado que esté por los historiadores católicos más sólidos, de
"Papas malos" o "Papas heréticos", con la esperanza de
reforzar la precaria credibilidad de los demandantes actuales.
Una
vez más, cabe preguntarse: cuando una posición lleva a católicos, por lo
demás honorables, que desean defenderla, a comportarse de una manera que hace
que Absalón parezca un modelo de piedad filial y Atila el Huno, un modelo de
romanidad, ¿no está claro que esta posición en sí misma es errónea?
En
general, habiendo examinado las consecuencias de la posición sedeplenista en
términos de Creencia, Comunión, Obediencia y Romanidad, observamos que los
intentos de los tradicionalistas sedeplenistas de respetar estos deberes
generan paradojas con más eficacia de la que cabría esperar de un algoritmo
dedicado.
Es muy claro que el tradicionalista sedeplenista que critica el sedevacantismo como infiel a Roma, ni siquiera llega al nivel de ver la paja en el ojo ajeno. La infidelidad a Roma es el sello distintivo de su propia posición. Sin poner en duda su sinceridad, podemos aplicarle apropiadamente los versos de Tennyson:
“Su honor arraigado en la deshonra
Y la fe infiel lo mantuvo falsamente verdadero”.
[2] “… nada más glorioso, nada más noble, nada, a la verdad, más honroso se puede pensar que formar parte de la Iglesia santa, católica, apostólica y romana”, Ibid.
[3] “Puesto que, en la doctrina teológica, la fuente propia, y, en esa medida, la razón propia y principal por la que se da el asentimiento, no es su verdad intrínsecamente percibida, sino la autoridad que propone la verdad, esta autoridad sagrada de la providencia doctrinal universal es, en virtud de su función, un motivo abundantemente suficiente sobre cuya base la voluntad piadosa puede y debe ordenar el consentimiento religioso o teológico del intelecto” (Cardenal Franzelin, De Divina Traditione et Scriptura, 2 ed., 1875, pp. 130-1).
[4] La Preciosa Sangre.
[5] San Pío X, 18 de
noviembre de 1912, AAS 1912, pág. 695.