lunes, 3 de marzo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. III

III

EL EPISCOPADO DISPERSO

La autoridad del episcopado en la Iglesia universal es esencialmente propiedad común del entero colegio episcopal, y los obispos la ejercen precisamente en calidad de miembros de este colegio.
Así en el concilio, donde está congregado el colegio episcopal y donde manifiesta más claramente su acción, es donde esta autoridad se ejerce en forma más destacada.
No obstante, el episcopado disperso no pierde nada de lo que lo constituye, y fuera de los concilios, el colegio permanece indivisible en la dispersión de sus miembros, unido por el vínculo secreto de la comunión sacerdotal.
Así los obispos dispersos no cesan de cooperar todos juntos, aunque de manera más oscura, en el gobierno de toda la Iglesia católica y de ejercer en ella ese magisterio doctrinal y esa autoridad disciplinar que se nos ha mostrado primeramente en las asambleas conciliares.
En esto no cesan los obispos de estar plenamente subordinados al vicario de Jesucristo, su cabeza.
Su enseñanza, sometida a la de éste, se une y opera con él la difusión y el desarrollo de la palabra revelada; y aquí también conserva su enseñanza, en su universalidad, esa infalibilidad de segundo orden de que antes hemos hablado y que es fruto y comunicación de la infalibilidad principal de la cabeza de la Iglesia que confirma a sus hermanos en el concurso que ellos le prestan.
Análogamente, en el orden de la disciplina, los obispos, recibiendo y ejecutando los decretos procedentes del Soberano Pontífice, añaden a su obediencia la acción de su autoridad y hacen que todas las leyes que dimanan de la cabeza, aunque tienen ya toda su fuerza por su misma autoridad, vengan no obstante a ser también, por razón de la misteriosa cooperación de la jerarquía, obra común de la autoridad episcopal.
Y hasta podemos decir que en las costumbres generales que se establecen por el consentimiento del episcopado, aunque éstas no son legítimas sino por su aceptación tácita por el Soberano Pontífice, la autoridad del episcopado contribuye a formar la ley, como en el concilio esta misma autoridad contribuye a la formación de los cánones. La aceptación del Soberano Pontífice es así con respecto a estas costumbres lo que su confirmación con respecto a los cánones de los concilios. Esta actividad cuasiconciliar del episcopado disperso, unido a su cabeza y recibiendo de ella su autoridad y su fuerza, se debe a lo que hay de más profundo en la vida de la Iglesia y se ejerce en ella incesantemente sin llamar especialmente la atención de los canonistas precisamente por su misma continuidad[1]. Pero en todo esto hay que volver constantemente a esta unión de la cabeza y de los miembros, de la cabeza que obra en los miembros y de los miembros que obran en absoluta dependencia de la cabeza.
Así la acción del episcopado disperso tiene, por el misterio y la esencia de la jerarquía, la misma naturaleza y la misma fuerza que en el concilio congregado. Ya se manifieste al exterior este misterio de la unidad, ya permanezca oculto en el secreto más íntimo de la vida de la Iglesia, en todo caso Cristo enseña siempre infaliblemente en san Pedro y gobierna en él con autoridad suprema; siempre da Cristo en san Pedro a los obispos enseñar y gobernar juntamente con él.
Así es como subsiste incesantemente en la Iglesia la imitación viva de la sociedad que hay entre Dios y su Cristo: el Padre da a su Hijo su palabra y su operación; el Hijo habla la palabra del Padre y obra con Él: «Las palabras que os digo no las digo por mi cuenta; el Padre que mora en Mí es quien realiza sus obras» (Jn XIV, 10). Análogamente Cristo a su vez, por el órgano de san Pedro, da a su Iglesia, en el cuerpo de los obispos, hablar y obrar en la unidad de su acción.



[1] Hay, sin embargo, algunos ejemplos más llamativos: aquí podemos citar la antigua forma de la canonización de los santos. Esta canonización, comenzada con frecuencia por iniciativa de una Iglesia particular, se llevaba a cabo por el consentimiento de la Iglesia universal, es decir, del episcopado entero unido a su cabeza y recibiendo de él, con la confirmación de sus sentencias, la autoridad y la infalibilidad. Benedicto XIV hace notar muy bien que la sentencia particular de los obispos no podía equivaler sino a la simple beatificación: De Beatificatione et canonisatione, L 1, c. 10, n.° 6 y 7.