III
EL EPISCOPADO DISPERSO
La autoridad del
episcopado en la Iglesia universal es esencialmente propiedad común del entero
colegio episcopal, y los obispos la ejercen precisamente en calidad de miembros
de este colegio.
Así en el concilio, donde
está congregado el colegio episcopal y donde manifiesta más claramente su
acción, es donde esta autoridad se ejerce en forma más destacada.
No obstante, el episcopado disperso no pierde nada de lo
que lo constituye, y fuera de los concilios, el colegio permanece indivisible
en la dispersión de sus miembros, unido por el vínculo secreto de la comunión
sacerdotal.
Así los obispos dispersos no cesan de cooperar todos juntos, aunque de
manera más oscura, en el gobierno de toda la Iglesia católica y de ejercer en
ella ese magisterio doctrinal y esa autoridad disciplinar que se nos ha mostrado
primeramente en las asambleas conciliares.
En esto no cesan los
obispos de estar plenamente subordinados al vicario de Jesucristo, su cabeza.
Su enseñanza, sometida a la de éste, se une y opera con él la difusión y
el desarrollo de la palabra revelada; y aquí también conserva su enseñanza, en
su universalidad, esa infalibilidad de segundo orden de que antes hemos hablado
y que es fruto y comunicación de la infalibilidad principal de la cabeza de la
Iglesia que confirma a sus hermanos en el concurso que ellos le prestan.
Análogamente, en el orden
de la disciplina, los obispos, recibiendo y ejecutando los decretos procedentes
del Soberano Pontífice, añaden a su obediencia la acción de su autoridad y hacen
que todas las leyes que dimanan de la cabeza, aunque tienen ya toda su fuerza
por su misma autoridad, vengan no obstante a ser también, por razón de la
misteriosa cooperación de la jerarquía, obra común de la autoridad episcopal.
Y hasta podemos decir que
en las costumbres generales que se establecen por el consentimiento del
episcopado, aunque éstas no son legítimas sino por su aceptación tácita por el Soberano
Pontífice, la autoridad del episcopado contribuye a formar la ley, como en el
concilio esta misma autoridad contribuye a la formación de los cánones. La
aceptación del Soberano Pontífice es así con respecto a estas costumbres lo que
su confirmación con respecto a los cánones de los concilios. Esta actividad cuasiconciliar del
episcopado disperso, unido a su cabeza y recibiendo de ella su autoridad y su
fuerza, se debe a lo que hay de más profundo en la vida de la Iglesia y se
ejerce en ella incesantemente sin llamar especialmente la atención de los
canonistas precisamente por su misma continuidad[1].
Pero en todo esto hay que volver constantemente a esta unión de la cabeza y de
los miembros, de la cabeza que obra en los miembros y de los miembros que obran
en absoluta dependencia de la cabeza.
Así la acción del episcopado disperso tiene, por el misterio y la
esencia de la jerarquía, la misma naturaleza y la misma fuerza que en el
concilio congregado. Ya se manifieste al exterior este misterio de la unidad,
ya permanezca oculto en el secreto más íntimo de la vida de la Iglesia, en todo
caso Cristo enseña siempre infaliblemente en san Pedro y gobierna en él con autoridad
suprema; siempre da Cristo en san Pedro a los obispos enseñar y gobernar
juntamente con él.
Así es como subsiste incesantemente en la Iglesia la imitación viva de
la sociedad que hay entre Dios y su Cristo: el Padre da a su Hijo su palabra y
su operación; el Hijo habla la palabra del Padre y obra con Él: «Las palabras
que os digo no las digo por mi cuenta; el Padre que mora en Mí es quien realiza
sus obras» (Jn XIV, 10). Análogamente Cristo a su vez, por el órgano de san
Pedro, da a su Iglesia, en el cuerpo de los obispos, hablar y obrar en la
unidad de su acción.
[1] Hay, sin embargo, algunos ejemplos más
llamativos: aquí podemos citar la antigua forma de la canonización de los
santos. Esta canonización, comenzada con frecuencia por iniciativa de una
Iglesia particular, se llevaba a cabo por el consentimiento de la Iglesia
universal, es decir, del episcopado entero unido a su cabeza y recibiendo de
él, con la confirmación de sus sentencias, la autoridad y la infalibilidad. Benedicto
XIV hace notar muy bien que la sentencia particular de los obispos no podía
equivaler sino a la simple beatificación: De Beatificatione et canonisatione,
L 1, c. 10, n.° 6 y 7.