6.
Literatura moderna y pecado original
Cuando
un exégeta de gran erudición considera necesario, por científico, echar sombras
sobre la castidad de Adán y de Eva, recurre para ello a
documentos de literatura antigua y a otros vestigios arqueológicos emparentados
con la hipótesis que se le ha ocurrido. En cambio, un literato desprovisto de
ese envidiable arsenal de paralelos exóticos, y que desea honrar padre y madre
con la publicación de igual sospecha, no tiene otro recurso que el de su propia
fantasía; y ésta ofrece ocasiones de desacierto más abundantes y ruidosas que
la sola erudición. Tal el caso del escritor francés teologizante (autor de
bellas meditaciones filosóficas en torno a temas del misterio cristiano) que ha
escrito Le
développement des idées dans l'Ancien Testament[1].
En
general, su tesis coincide con la de Coppens. No vamos, pues, a
discutirla. Presumimos que basta lo que acabamos de exponer en defensa de la
doctrina clásica sobre el pecado original. Empero, habida cuenta de que
nuestras reflexiones sobre el sacerdocio han de ser muchas veces ilustradas con
referencias al estado edénico y a su pérdida, estimamos conveniente esclarecer
la atmósfera teológica en torno a la calidad correlativa de la gracia y del
pecado de nuestros primeros padres; y puesto que los errores de Guitton
nos ofrecen una oportunidad aprovechable en tal sentido —casi tanto como la
infeliz ocurrencia de Coppens— vamos a referirnos a dos o tres de ellos.
Adelantémonos a aclarar que el escritor francés no llega a la osadía del
ilustre canónigo en sus violencias al texto ni en sus calificaciones
deprimentes.
Afirma
el ingenioso autor de Le développement, con extraño olvido de sus lecturas,
que en el clima creado por los moralistas del Antiguo Testamento, tal como se
lo percibe en las mismas páginas sagradas, el pecado sexual era el pecado por
excelencia. De modo que el concepto mismo de culpa, su acepción genérica,
incluía una referencia a los delitos la castidad.
Añade
que los judíos no conocían más pecado sexual que la fornicación y el adulterio.
Y monta ambos desatinos en un engaste de similor filosófico, al aseverar que la
identificación de pecado con lujuria, es decir, la asimilación
del género a una de sus especies, constituye “una idea muy profunda y que está
como en el segundo plano de la vida religiosa”.[2]
La
vagarosa idea implícita en la frase que acabamos de transcribir, y que creemos
haber comprendido, acabará de desvanecerse por entero en cuanto se declare la
inexactitud de las afirmaciones que la preceden.
Para
los moralistas hebreos, para la ética íntegramente religiosa del pueblo de
Abraham y de Moisés, el pecado por excelencia era el adulterio de Israel contra
el honor de su Dios, es decir, la idolatría. Y entre los pecados más
aborrecidos, entre los crímenes que claman al cielo, como el homicidio
(Gén. 4, 10), la injusta opresión de los más débiles (Éxodo 2, 23) y el negar
su justo salario a los trabajadores (Santiago 5, 4), no figuran la simple
fornicación y el adulterio, sino la sodomía (Gén. 18, 20 y 19, 13).
La
malicia de los antiguos hebreos estaba muy lejos de la etapa rudimentaria en
que la sitúa Guitton. Además del pecado de Sodoma, el Pentateuco señala
y juzga con celo riguroso la impudicia (Gén. 9, 22), el incesto
(Gen. 30, 30-35 etc), el onanismo (Gén. 38, 9-10) y la bestialidad
(Levítico 18, 23, etc).
Así
pues, el mal uso de la potencia generativa no era, entre los hebreos, el pecado
de los pecados. Era la infracción más popular a la Ley, como en cualquier
nación de hombres y mujeres; y ello por la causa muy obvia de que su raíz es la
más común y la más vehemente de las pasiones humanas. Por esa misma razón, y
por su injuria a lo que tenían de sagrado el matrimonio, el hogar y la sociedad
israelitas, las faltas contra el legítimo empleo de la virtud genésica fueron
severa y minuciosamente condonadas por la legislación de Moisés. Pero entre las
prohibiciones del Decálogo no ocupan el primer lugar sino el sexto y el noveno.
La
misoginia o antifeminismo que Guitton atribuye al autor del Génesis (en esto no
tiene precursores, ni creo que tal idea se le pueda ocurrir alguna vez a otro)
es una de las pinceladas furtivas con que procura introducir en el texto un
matiz de perversión, un leve rasgo de monomanía, de fobia, que cohoneste la
escabrosidad de su hallazgo y le preste un aire de verosimilitud. Pero el atrevimiento supone,
además, una falta de memoria que en el menos letrado de los exégetas sería
imperdonable. Para llegar a concebir esa frívola calumnia, y dejarla prosperar
en su discurso hasta escribirla y publicarla, es menester que Guitton haya
olvidado el prodigio de singularidad que constituye la Mujer del Génesis entre
todas las mujeres, históricas o legendarias, de la antigua literatura oriental.
Ninguna de éstas fue colocada en el plano de amistad que Eva ocupa, como igual
del varón, ni fue sometida al varón dentro del matrimonio con vínculo sobrenatural
tan estrecho; ni compartió con su cónyuge los gozos de la contemplación y las
agonías del destierro con tan parejo lote de gracias y de cruces. Creada en el
Paraíso, es hueso de los huesos de Adán. Es su igual en la unidad de la
especie, en la participación de la gracia divina y en la misión cuotidiana de
cultivar los dones de Dios (adiutorium simile sibi). Necesitada, deseada por Adán,
recíbela de las manos de Dios en un arrobamiento; y la celebra con un
epitalamio. Es carne de su carne, destinada a formar con él como un ser único;
y a ocupar como madre un lugar de responsabilidad y de riesgo, principalísimo,
en la lucha contra el mal (2, 21-24; 3, 15).
¿Es
signo de malhumor habitual contra las hembras el haber consignado esos extremos
de honor de la madre de nuestra estirpe? Sería necio achacar a tema de misógino
el primer puesto de Eva en los peldaños de la tentación. Hay hechos que son
sólo hechos, aunque tengan el inconveniente de sugerir teorías torpes a una
imaginación suspicaz.
Con su
grandeza, con su sencillez, el texto se rehúsa a confirmar barruntos que lo
empequeñezcan y lo embrollen. No deja de percibirlo Guitton, mucho más
que Coppens, y sin embargo de ello se atreve a sugerir, como Coppens,
una determinada especie de pecado original, dentro del género sexual que sin ningún
fundamento sospecha. El escritor francés acusa a la primera pareja humana de
haberse anticipado, en las relaciones sexuales, a la edad biológica o a la edad
legal.
Otra
anticipación bastante más verificable hubo, de la que parece no estar enterado
el autor de Le développement. Fué la de san Agustín en burlarse
de tan ridícula ocurrencia: “ridiculum istud est”[3].
Aunque
el autor de Las confesiones, no obstante ser tan Padre de las Letras de
Occidente como de la Iglesia, no pudo prever la facultad de alambicamiento y de
volatilización que heredarían de su latín las lenguas romances, supo en cambio
desestimar proféticamente una buena cantidad de tonterías seudo-religiosas de
la literatura moderna. Y entre ellas, ésta de Guitton: “quae a rerum gestarum proprietate
discedit”[4]
Cuando
nuestro autor ya no puede dudar, hacia el fin de sus tanteos, que su teoría
flota sin hacer pie, procura persuadirse que la falta de base en tan sólo
aparente. Parece que el sagrado Libro no presenta lugares que se
adapten, siquiera sea de un modo impreciso, a las precisiones de la hipótesis;
es cierto. Pero ello se debe a que el autor del Génesis ha extremado la
delicadeza de su estilo, escribiendo “de la manera de hacer fruncir la
inocencia lo menos posible”. Y añade esta lindeza, que sugiere inducciones de
ortodoxia muy discutibles:
“Los
pequeños pueden leer el recitado que profetiza las verdades terribles de su futuro,
y los ancianos pueden reconocer allí sus pruebas”[5]
Es
desatino que sorprende, por lo evidente de su sinrazón, el hablar de la inocencia
del pueblo que salió de Ur con Abraham y de Egipto con Moisés. Y hablar así a
propósito de su misma literatura, en la que alternan y se compaginan los más
elevados poemas del amor divino y los más crudos pormenores de la maldad y la
miseria humanas.
Si
supusiéramos, con todo, que en esos primeros capítulos del Génesis se dio por
única vez la preocupación de evitar denominaciones molestas al pudor,
tendríamos que poner el nombre de eufemismo a incongruencias que no lo soportarían.
El hecho, por ejemplo, de que el autor sagrado (de Gén. II-III capítulos
mosaicos, según Le Développement) consigne la prohibición del
acto sexual como habiendo sido promulgada anteriormente (2, 17) a la
creación de Eva (2, 21-22), ¿puede pensarse que obedezca al deseo
de no ajar la inocencia de los lectores? Sería admitir la sutilización irreal
de una delicadeza inconcebible. Corresponde, pues, aceptar que el fruto es anterior
a Eva. Y que nada tiene que ver, por tanto, con la desnudez de su cuerpo.
Terminemos.
Uno de los “simpatizantes” de la teoría de Coppens sobre el pecado
original -el citado P. McKenzie- concede que, habida cuenta del medio
ambiente sexual de la cultura palestinense antigua, nos resulta admisible la interpretación
de la imagen serpentina en el Edén propuesta por Coppens; o mejor dicho,
nos inclinamos a reconocer que el simbolismo fálico “is quite in place, está
muy en su lugar”. Más razonable sería decir que en la cultura occidental
moderna, impregnada de ideas pansexualistas, la exégesis que acerca del primer
pecado del hombre comparten Coppens y Guitton is quite in place, encaja
perfectamente. Y tal vez sirva de atenuante a la ligereza con que uno y otro
lanzan a la circulación hipótesis tan sórdida como gratuita, esa atmósfera mental
que hoy respiramos todos. Porque es de veras muy difícil leer las páginas sagradas
con ojos limpios, en un mundo que pone delante de los ojos tanta página sucia,
escrita para agradar a un hombre esencialmente impúdico; a un hombre que ya no
estima ni conoce lo que hay de divino en su milagrosa condición de roseau pensant; y piensa, en cambio, ávidamente,
con asiduidad y prolijidad sistemáticas -aquí es inexcusable el eufemismo- en
lo que tiene de coluber cogitans.
[1] Jean Guitton, Aix-en-Provence 1947.
[2] Ibid. 97.
[3] De Gen. ad litt. XI, XLI, 57 (PL 34, 452).
[4] Ibid.
[5] Jean Guitton, Le Dévelopment,
115-116.