Otra vez nos sale al encuentro una obra
literaria extraordinaria: “La Anunciación a María”, de Paul Claudel,
presenta con profundidad casi atemorizadora el verdadero significado de la
mujer en la Iglesia.
Toda la obra de Claudel se
distingue de la literatura contemporánea, incluso de casi toda la de los últimos
siglos, en que no está determinada por ideas religiosas cristianas generales,
sino por el Dogma. En esta determinación consiste su característica elevación,
pero por cierto, también su infinito aislamiento. “La Anunciación a María”,
en el símbolo de la resurrección del hijo muerto de Mara por la leprosa Violaine,
representa el nacimiento de la vida que surge de la suprema profundidad de lo
religioso. Violaine, “el vaso quebrado”, es recompensada con este
nacimiento después de haber ofrecido a Dios el fiat de toda su vida,
tomando sobre sí la terrible enfermedad, objeto de general repulsión. En la
obra de Claudel el hombre es el que realmente actúa en la Iglesia. “Yo
te doy gracias, Dios mío —dice el arquitecto Pierre de Craon— por
haberme creado padre de iglesias”. Pues, “el hombre es sacerdote, pero a la
mujer le fué dado el sacrificio”. Aquí el misterio de la maternidad
religiosa roza el misterio sacerdotal de la transubstanciación. El milagro de Violaine
queda primeramente oculto, pero lo transforma todo; los oscuros ojos del niño
resucitado se vuelven claros como eran los ojos de Violaine antes de su
enfermedad; pero Mara, la altiva egoísta, cuyo niño tenía los ojos
oscuros, encuentra perdón y consuelo por ser la hermana de Violaine. Las
almas se han transformado; el milagro de Violaine tiene lugar en la
noche de Navidad.
El contacto con la Iglesia implica
siempre y en todas partes participación en la universalidad. Al pie de la cruz,
donde María fué convertida en Madre de todos los cristianos, no se halla sólo
toda mujer que ha ofrecido su hijo a Dios, sino también aquella mujer que ha
ofrecido a Dios el deseo o la esperanza de un hijo propio, o que ha consentido
en ofrecérselo. La madre del Cristo naciente en las almas es la madre que junta
las manos al hijo de su carne para la primera oración; pero es también la
religiosa que ayuda amorosamente a sus hijas espirituales a elevarse en la vida
religiosa. Es Mónica,
la gran Santa de las madres, la que dio por segunda vez la vida a su hijo por
medio de la oración, la que transformó a Agustín en San Agustín. Pero es
también la Santa virgen Catalina de Siena que fué la dolcissima mamma de su hijo espiritual, y es también la mujer
solitaria en el lecho de un hospital que sólo puede mecer en su alma al Cristo
naciente.
El contacto con la Iglesia —como decíamos—
implica siempre universalidad. Aquí, en la esfera religiosa, la mater
realmente se convierte en la forma de vida de la mujer. El carácter absoluto que
la Iglesia da a la mater significa que esta forma universal
—precisa-mente por ser universal— incluye a la virgo. En la cima de la
misión religiosa de la mujer, el final retorna al principio; sobre la mujer
intemporal aparece la imagen de la Mujer Eterna; la idea religiosa de madre que
tiene la Iglesia está ligada indisolublemente a la que es mater siendo virgo,
y virgo siendo mater.
Aquí se pone de manifiesto otra vez la
importancia del dogma para la vida de cada mujer. Decir forma universal significa decir misión
universal. La oración del Rosario representa para la mujer que reza la
orientación de su propia vida hacia la vida de María. El Rosario como
gran oración de madre a la Madre, introduce cada uno de los misterios
maternales de María con la salutación a la Virgen; pero a cada
salutación a la Virgen sigue la consideración de un misterio maternal. El Rosario
oscila del misterio mater al de virgo y también retorna al de mater.
La inefable impresión de la Pietà de Miguel Ángel se basa en la
penetración religiosa de ambos misterios, siguiendo la dirección del Rosario
doloroso. En la conmovedora juventud de María, que en su supremo dolor
retorna el Hijo muerto a Dios, aparece otra vez la delicada Virgen del fiat
mihi. La recíproca penetración de ambos misterios en el sentido del
Rosario gozoso, la penetración religiosa del misterio virginal en el maternal,
está representada en el cuadro de Tiépolo en el que Santa Rosa de
Lima recibe de la Madonna al Niño Jesús.
Ahora se hace posible una visión conjunta
de la imagen cristiana de la mujer.
La mujer cristiana no es la mujer
sencillamente, sino que es la mujer que se halla dentro de las leyes
establecidas por Dios para su vida de la que cada una tiene una plena
realización independiente, pero que también implica un vínculo con la imagen
genuina común. En toda vida de mujer se trata primeramente del despliegue de
esta imagen, para que pueda realizarse parcialmente como virgo o mater.
Pero en definitiva se trata de la recomposición de la Imagen Eterna. La
virgen debe acoger la idea de la maternidad espiritual como la madre debe
retornar a la virginidad espiritual. La salvación de la vida de una
mujer, así como el vencimiento de la tragedia de la virgen y de la madre dependen
del éxito de esta penetración recíproca. Pero esto no quiere decir otra cosa
sino que la salvación para toda mujer está indisolublemente ligada tanto a la
imagen de María como a la misión de María. La composición consciente de la
Imagen Eterna sólo es posible a la mujer en la actitud de la ancilla Domini, en la permanente disposición a la
voluntad de Dios. La involuntaria confirmación de este sentido y de esta
exigencia absoluta de la Imagen Eterna alcanza hasta el mundo profano; aun
incluso fuera de la ley cristiana, si la mujer encuentra su equilibrio en la
vida, el vencimiento de su tragedia virginal o maternal sólo podrá tener lugar
cuando se ha aproximado inconscientemente a la composición de la Imagen Eterna.
Pero María no significa sólo la
salvación de la mujer, sino la salvación por medio de la mujer. Si en la vida
de cada mujer se trata de componer la Imagen Eterna, en el mundo se trata de su
instauración. La enfermedad de Violaine en la obra de Claudel se
relaciona con el pecado original —“Oh, Violaine, mujer por quien vino la
tentación”, dice Pierre de Craon—, pero también está relacionada con
el pecado de la época. Por toda la obra fluye el ambiente apocalíptico de nuestros
propios días, pero reflejado en los finales de la Edad Media, cuyo desorden
caótico era similar, sino igual, al nuestro. La resurrección del niño muerto lo
transforma todo en las almas, y partiendo de las almas transforma el mundo. La
noche de Navidad, en la que se realiza el milagro de Violaine, es
también la noche de la renovación del orden terrestre. El rey que va a poner un
final al estado caótico del país es llevado a la coronación por Santa Juana,
la hermana espiritual de Violaine; el nacimiento que surge de la
profundidad de la vida religiosa es el renacimiento de la vida por eso nuestros
antepasados no sólo colocaron la imagen de María en sus iglesias, sino
también en sus casas, sus ayuntamientos y sus mercados.
De Violaine, como de Santa
Juana, puede decirse lo que Pierre de Craon dice de la mártir Justitia:
“Justitia fué sólo una humilde jovencita hasta que Dios la llamó a hacer
confesión”. Las dos salen de la oscuridad y vuelven a ella. Violaine
abre la puerta a Pierre de Craon y éste sigue su camino por el mundo de
las grandes empresas, pero ella misma desaparece bajo el velo de la leprosa
como Juana bajo el de la hoguera. La catedral, a cuyas bóvedas
imponentes “sirven de fundamento los delicados restos mortales de Justitia”,
es construída por el “padre de iglesias”, pero la obra de Juana la
terminan los hombres de su pueblo; también Juana sólo les ha abierto la
puerta. La salvación que la mujer trae siempre es rebasada; su cumplimiento
e implantación en el mundo es misión del hombre.
Otra vez aparece la última de las tres
grandes formas de la vida femenina para introducirnos en la Imagen Eterna que
refleja. María como virgo-mater es también sponsa del
Espíritu. De nuevo convergen las grandes líneas de la vida de la mujer. Violaine,
siendo virgo representa la imagen de la mater y al mismo tiempo
se encuentra en el doble aspecto de la sponsa cristiana. Es el hijo del
hombre amado que le fué destinado para esposo el que ella vuelve a la vida,
pero lo hace como sponsa Christi. La cultura, para ser renovada,
espera que el rostro de la mujer, la “otra mitad” de la realidad, se haga
visible frente al hombre creador; igualmente la salvación del mundo depende que
se haga visible la línea de María frente al hombre. La Anunciación a
María es en el fondo la anunciación a toda criatura. La sponsa que a
los ojos del hombre representa a la virgo y a la mater, también
representa ante él a la virgo-mater, representa la idea mariana
en la vida y la obra del hombre y la representa porque es la mitad de la
realidad.
Para concluir, la misión de la mujer va
más allá de la mujer hasta el misterio del mundo. La Anunciación a María es
la anunciación a toda criatura, pero a la criatura representada por María. La
restauración de la Imagen Eterna, que es misión mariana de la mujer, se cumple
en el papel representativo de María como representante de la criatura. María responde
de sus hijas y sus hijas responden de Ella. El rasgo apocalíptico de nuestros
días se desvía hacia el ambiente de Adviento en la obra de Claudel. Será
Adviento hasta la venida del Señor el día del Juicio Final. Pero antes de la
plenitud de Cristo tendremos siempre la Anunciación a María. A la manifestación
precede la oscuridad, a la Redención precede la humildad de la disposición, al
resplandor de las alturas precede el Sí de la criatura.