Así, pues, Cristo no sólo nos enseña el camino al Padre: nos lo abre,
nos lleva por él. Él es el camino. El punto de sutura con la divinidad. Ha
bajado hasta nosotros para levantarnos hasta Él. El Hijo de Dios,
heredero sin muerte de toda la vida del Padre, se hace hermano nuestro.
Hermanos del hombre-Dios..., coherederos con Él de la vida del Padre. Con
Cristo se inscribe nuestra vida en la órbita perfecta, circulación de vida
torrencial e infinitamente serena de la Trinidad. Al estar con Cristo, la
plenitud de la vida y el amor divinos, el entregarse de Dios, el “abrazo del
Padre y del Hijo”[1],
el Espíritu Santo se desborda sobre nosotros. La vida trinitaria nos envuelve.
He ahí toda la obra de Cristo: ante la vista del Padre nos cubre con su
Amabilidad Infinita, para que, fundidos en una sola cosa con El, “el Amor
con que Tú me has amado esté en ellos”[2].
La obra reconciliadora y vivificadora de Cristo se hace realidad
en cada uno de nosotros, cuando habita en nosotros el Espíritu de Cristo.
“El Espíritu da testimonio a nuestra alma de que somos hijos de Dios”[3].
Por eso no reina en nosotros el espíritu de temor a lo siervo, sino el de hijos
adoptivos en el seno de la familia, y por éste clamamos (el mismo Espíritu clama
en nosotros) Abba, Padre[4].
Para que —como hijos— podamos entrar en contacto vital y personal con la
vida de Dios, la efusión del Espíritu produce en nosotros una participación
de la naturaleza divina[5], una cierta
divinización. La nueva filiación es una regeneración. Hay una maravillosa
pero realísima transformación de lo más íntimo del alma, capacitándola para
penetrar y entregarse a Dios en una mutua posesión de conocimiento y amor. Como
Jesucristo y por Jesucristo. Esta sublimación a nuevo conocimiento y amor a lo
divino, esta comunidad de Vida nos hace amigos de Dios. El hombre nuevo se
revela en ese trato amistoso: por la fe “Dios se revela
inmediatamente en el alma como aquel que la habla”[6].
Y el amor, la caridad nos adhiere a la vida de Dios, en cuya posesión
nos gozamos; y abraza con generosa totalidad a todos los que poseen la misma
vida.
Este abrazo de caridad es eterno, no pasa jamás; pero durante el
tránsito por el mundo está velado por oscuridades e imperfecciones. El
cristiano espera aún la Redención perfecta, la
manifestación de toda la gloria de los hijos de Dios: una inmersión plena en la
vida de Dios, con la definitiva redención del cuerpo. “Ahora vemos
por un espejo y oscuramente, entonces veremos cara a cara..., conoceré como soy
conocido”[7].
“Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo
que hemos de ser. Sabemos que cuando aparezca, seremos semejantes a El, porque
le veremos tal cual es”[8].
El Espíritu que nos consumará en la vida está ya en nosotros. El
Consolador nos ilumina y estimula en nuestra peregrinación. Tenemos el germen
de la gloria futura [Misterio de la Gracia].
Y entrarnos en el Misterio de la Iglesia. Que no es más que el
Misterio de la Gracia, la vida en el Espíritu de Cristo, desarrollándose en una
gran Comunidad Plena y Una. “Doquiera que en la tierra haya vida verdadera[9],
hay una vida creadora. La vida se enciende al contacto con la vida. Tiene por
ley de esencia el afán de expansión, de nueva formación, de crecimiento,
conservando siempre su unidad orgánica. Siempre en crecimiento y siempre fiel a
sí misma, esto es la vida. Así también la vida del Resucitado en la tierra, si
es que sea vida verdadera, debe mostrarse como vida de una unidad orgánica
infinitamente fecunda, de una comunidad con bríos de creación. Esta
nueva vida no puede hallarse en lo individual y aislado, sino tan sólo en la
vida pujante de una grande y santa comunidad.”
Los que viven la vida de Cristo constituyen una familia. El renacer
(por el Bautismo) es precisamente una inserción en el gran Cuerpo,
vivificado por el espíritu de Cristo. “In uno Spiritu omnes nos in
unum corpus baptizati sumus”[10].
La
vida de Cristo se vive solamente en su Iglesia. En esta gran familia todo nos
viene por Cristo, todo lo tenemos en Cristo, lo es todo Cristo. Todo lo
que hay de grato al Padre, todo lo que es efusión amorosa del Padre se cifra en
su Hijo. Nosotros, en cuanto nos agregarnos y nos fundimos en una sola cosa con
el Hijo.
Cristo
es la cabeza: el miembro más noble, en el que habita la plenitud de la
Divinidad[11], el primogénito de los muertos,
que tiene la primacía sobre todas las cosas[12]. Es la fuente de todo influjo
vital en el cuerpo: no hay gracia que no nos venga por Cristo. Sólo por El
va creciendo y perfeccionándose el Cuerpo.
Tanta
es la identificación con Cristo, que, uniendo Cuerpo y Cabeza, se puede decir—lo
dice San Pablo—: la Iglesia es Cristo. No somos nada sino en Cristo.
Y Cristo actúa su misión redentora y glorificadora en nosotros: venimos
a ser el complemento y la plenitud de Cristo[13]. “Christus totus, Corpus et Caput” (San Agustín): Cabeza y
Cuerpo: Cristo total.
Esta
gran plenitud está muy por encima de ser una simple sociedad unida por relaciones
jurídicas de obediencia a una autoridad y subordinación a un fin; no es comunidad
como suma de individuos, como resultado armónico de opiniones particulares,
sino comunidad como ser, como una unidad suprapersonal anterior a cada
individuo y necesaria para que éste pase a ser miembro de la comunidad[14]. Cristo y nosotros constituimos
en un sentido profundamente vital una Persona. Jesús siente en
nosotros como en cosa suya. Es emocionante la escena en el camino de Damasco.
Saulo, que no había conocido a Jesús, persigue a los fieles. Postrado en tierra
oye que le dicen: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?... Yo soy Jesús, a
quien tú persigues”[15].
Comentario genial de San Agustín: “Calcato pede, clamat Caput”. Pisado el pie, dama la cabeza.
Esta
unidad suprapersonal es fruto del Amor. “El que se adhiere al Señor, es un espíritu
con Él”[16]. Cristo
cabeza nos da su mismo Espíritu. El Espíritu de Cristo es el único
principio interno de vida y unidad en todo el cuerpo: “un solo cuerpo
y un solo espíritu”[17].
Es el alma de la Iglesia.
El
alma reduce a la unidad la diversidad de órganos
que integran el cuerpo. Ella actúa en la variedad de sus operaciones, que
confluyen armónicamente al perfeccionamiento del todo.
El
Espíritu hace surgir en la Iglesia una floración de solicitud mutua: y para
ello reparte sus dones y carismas en órganos jerárquicos y no jerárquicos;
suscita instrumentos ocasionales, para enseñanza, estímulo... El Espíritu excita
la vitalidad orgánica del Cuerpo según las circunstancias de cada tiempo. En la
Iglesia primitiva, para imponer al Cristianismo como fuerza divina
completamente nueva contra el ambiente pagano, el Espíritu se desbordó en los
fieles con una plenitud arrolladora; incontenible. Los cristianos sentían la
audacia y la alegría tempestuosa de verse movidos por el Espíritu. A medida de
la donación de Cristo recibían para la mutua edificación muy diversos dones: de
lenguas, de profecía, de milagros...
San
Pablo no se
cansa de avisar: “Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu...
Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno
según quiere. Porque así como siendo el cuerpo uno tiene muchos miembros, y
todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es
también Cristo [Cristo-Iglesia]. Porque también todos nosotros hemos
sido bautizados en un solo Espíritu, para constituir un solo cuerpo, y todos,
ya judíos, ya gentiles, ya siervos, ya libres, hemos bebido del mismo Espíritu.
Porque el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos... Los miembros son muchos,
pero uno solo el cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano: no tengo necesidad
de ti... Aún hay más: los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los
más necesarios, y a los que parecen más viles los rodeamos de mayor honor... [Así
lo dispuso Dios] a fin de que no hubiera escisiones en el cuerpo, antes
todos los miembros se preocupen por igual unos de otros. De esta suerte, si
padece un miembro, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es
honrado, todos los otros a una se gozan. Pues vosotros sois el Cuerpo de Cristo...”[18]
El
Espíritu de Cristo anima un Cuerpo visible. Cristo organiza una sociedad
perfecta y universal; con una determinada estructura jurídica, externa y jerárquica,
conforme a la condición de los hombres. Con una cabeza visible, vicaria de El:
Pedro y sus sucesores.
Y esa
sociedad recibe la misión de Cristo a la faz de los hombres, como la había recibido
Él del Padre. “Como me envió mi Padre, así os envío Yo”[19].
Es la misma misión de Cristo, son los mismos poderes. La Iglesia seguirá
actuando a los ojos de los hombres la vida de contacto con Dios, la misión del
Señor. Los tres grandes oficios y poderes de Cristo (Maestro, Rey, Sacerdote)
se continúan en los tres grandes poderes, que son el eje de la constitución
orgánica de la Iglesia: Poder de Magisterio, Poder de Jurisdicción y Poder de
Santificación o Sacerdotal. Su finalidad es la gloria de Dios, la vida sobrenatural
de los hombres: cuya consumación será la Visión beatífica en los cielos. Por
eso tales poderes no tendrán continuidad y eficacia a lo largo de
los siglo siglos sino es por un influjo permanente de Cristo (“Yo
estaré con vosotros siempre...”), por su Espíritu. La acción del
Espíritu se inserta en la acción jerárquica y visible. La gracia del Espíritu
responde a medios visibles (los Sacramentos).
La
Iglesia no se lanzó al mundo hasta que recibió el Espíritu prometido por su Fundador.
Desde el día de Pentecostés el Espíritu es el conductor, el animador, el iluminador
de la Iglesia y de cada uno de sus miembros. Es el principio y la garantía de
su unidad externa e interna: de la unidad-caridad en
Cristo, que fué la gran petición de Jesús al Padre en la Ultima Cena.
Esta
unidad en Cristo florece en Santidad, que es unión con la
Vida Trinitaria por Cristo; en Apostolicidad, que es pervivencia
real de la organización inmediata de Cristo; en Catolicidad, que es la
unidad en la plenitud, Cristo asimilándose todos los pueblos y culturas, sin
dividirse, sin perder nada de su fuerza...
Unidad
en Cristo, que se ha de entender a la luz de la ecuación Iglesia-Cristo, del Cristo
total. Todo lo que es la Iglesia lo es en Cristo y por Cristo. Por tanto
la Iglesia no es simplemente la continuadora de la obra de Cristo. La
Iglesia es Cristo. Cuando se dice que los sacerdotes son alter Christus,
no se olvide que esta frase equivale en fuerza a son Cristo. Jesús no es
“una noticia sorprendente, sublime de los tiempos pretéritos”. Por medio
de la Iglesia Cristo Jesús viene a ser un poder inmediato del presente... La
Iglesia Católica no tan solo confiesa a Cristo Jesús, sino que le tiene
y le abraza en sus misterios. Sabe que está verdadera y realmente unida con Él,
que es carne de su carne, espíritu de su espíritu, su plenitud, su cuerpo...
Nos hallamos… ante la manifestación constante de la vida del Cristo resucitado.
Si con fe y amor me sumerjo en esta vida, siento la fuerza de Cristo como la
sintió la hemorroisa al tocar la fimbria de su túnica, como la sintió Tomás al
poner su dedo en la Haga del Resucitado. El Jesús de ayer se trueca para mí en
el Cristo de hoy. Cada una de sus palabras, hace siglos pronunciadas, irrumpe
en el momento que vivo y se hace espíritu y vida. Por esto la Iglesia
Católica, mediante su vida que continuamente brota de Jesús, suprime en Jesús
el tiempo y en sus palabras las letras. Ella es la vida pujante del Resucitado,
del Cristo que se desarrolla en la historia; es la plenitud de Cristo[20].
Sencillamente.
Todo lo que sea unión vital con el Padre únicamente Cristo
lo puede hacer: en Él está toda la vida. Toda la eficacia interna de la labor
de la Iglesia en todos los siglos y en todos los pueblos es obra inmediata y
exclusiva de Cristo por su Espíritu. Pero Cristo se presentó entre
los hombres lleno de gracia y simpatía, atrayéndolos con el encanto de su
mirada, la dulzura de sus palabras, la bondad palpable de sus milagros. Cristo
acercaba a los hombres con el milagro de su presencia visible; y una vez
junto a Sí, su gracia obraba los milagros invisibles del alma.
Ahora
esa acción social, externa y visible de Cristo la realiza su Iglesia. No sólo
los sacerdotes: toda la Comunidad, impulsada por los sacerdotes, ha de revestir
el atractivo externo de Cristo. El espectáculo de su unidad, resultado
del dominio de la caridad en todas las manifestaciones de la vida, es el gran
medio apostólico indicado por Jesús para hacer sentir a los de dentro y a los
de fuera la presencia y la legitimidad de la misión de Cristo. “Yo en ellos y Tú en Mí, para
que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que tú me enviaste y
amaste a estos como Tú Me amaste”[21].
Ya se
comprende cuán profunda verdad tienen las expresiones que suelen aplicarse a
los sacerdotes, y deben aplicarse también a toda la Comunidad Eclesiástica: le
prestan, son las manos, los pies, los ojos, la boca de Cristo.
Y no
hay metáfora de ningún género en aquello de San Agustín: “No es
Pedro, no es Pablo el que bautiza, el que predica; Cristo bautiza, Cristo
predica.”
Y aquí
está toda la grandeza del Misterio de la Iglesia. En estos momentos, cuando ya
hace veinte siglos que Cristo desapareció del escenario humano, sigue siendo
Cristo en el mundo el único glorificador del Padre, el único que aplaca,
el único que ora; toda la acción de los hombres sería inútil sin la presencia
íntima de Cristo. Pero Cristo necesita de la comunidad de fieles de este siglo
XX: Lo está haciendo para ellos, con ellos, por medio de ellos. Cabeza y
Cuerpo. Cristo total es quien bautiza y predica. La Iglesia es
Cristo total. Unidad de vida.
[1] San
Bernardo.
[2] Jn. XVII, 26; Oración de Jesús al Padre en la Ultima
Cena.
[3] Rom.,
VIII, 16.
[4] Rom,
VIII, 15; Gal., 1, 6.
[5] II
Ped. I, 14.
[6] Scheeben: Las Maravillas de la Gracia Divina.
Desclée, Buenos Aires, 1945.
[7] 1 Cor.,
13, 12.
[8] I Jn.
III, 2.
[9] Karl Adam: Cristo nuestro
hermano. Herder, 1940, páginas 182-83.
[10] I
Cor. XII, 13.
[11] Col., I, 19.
[12] Col., I, 18.
[13] Ef. I,
23.
[14] Karl
Adam, op. cit.
[15] Hech.
IX, 4-5.
[16] I Cor.
VI, 17.
[17] Ef.
IV, 4.
[18] I
Cor. XII, 4-31.
[19] Jn.
XX, 21.
[20] Karl Adam, op. cit. págs. 184-185.
[21] Jn. XVII, 23. Oración Sacerdotal de Jesús.