V
LAS LÁGRIMAS Y LOS HIJOS DE
ISRAEL
Por este desastre todos los hijos de Israel vinieron
a la casa de Dios y pusiéronse a llorar en
presencia del Señor.
(Jueces, cap. XX, vers. 26).
Israel
se había dejado corromper por los Madianitas, y había caído en la idolatría de
Belfegor. El Señor, irritado, habló a Moisés, y todo Israel lloraba
sintiendo que se imponía un castigo. Entonces Finees, hijo de Eleazar,
y nieto de Aarón, se erigió en vengador de Dios, y el Señor aceptó de
tal modo su indignación llena de celo, que hizo con él un pacto y estableció el
sacerdocio en su familia, y la alianza de la paz fué el resultado de la sangre
vertida por la Justicia.
Pero,
notémoslo, los hijos de Israel habían llorado. Finees había visto sus lágrimas,
había visto sus lágrimas cuando tomó el puñal. La unión de las lágrimas y el
puñal hace resplandecer con soberbio esplendor la alianza magnífica de la
misericordia y de la justicia, alianza representada aquí por Finees. El gran
sacrificador de Israel salva al pueblo gracias a su cólera.
Es,
por lo tanto, tan misericordioso como justo; hay tanta clemencia como indignación
en la fuerza que impulsa su brazo.
Se
diría que las lágrimas de Israel influyen un tanto en el furor divino de Finees.
Hay lágrimas en los cimientos de este furor. Hay rocío junto a este rayo, y el
sacerdocio se establece en la familia del vengador.
Cuando
se trata de castigar a los Madianitas, es Finees uno de los elegidos de Moisés.
Y más
tarde, cuando se trata de castigar a la tribu de Benjamín, ¡cuántos
llantos en Israel!
Las
lágrimas del pueblo son señaladas repetidas veces por la Escritura en esta circunstancia.
Y he aquí a Finees, el terrible Finees, que viene una vez más en
auxilio de los que lloran.
Me
place comprobar que este hombre formidable es suscitado cuando Israel llora.
Finees era
entonces el encargado de la Casa del Señor. El arca santa se encontraba allí.
El
Señor, al ser consultado, ordenó librar la batalla en que los culpables debían
al fin encontrar la muerte.
¿Pero
no es, acaso, interesante y soberbio ver que ese brazo de Finees, que
sólo parece el brazo de la justicia, es también el brazo de la misericordia, y
que cuando lloran los hijos del pueblo, este hombre formidable se pone en movimiento?
San
Pablo dice que el tiempo le faltaría si quisiera contar a todos los héroes de
la fe. A mí me faltaría la luz si quisiera contar a los héroes de las lágrimas.
Ya he
nombrado a Judit, Ester, Rut, Tobías. Pero sería
necesario volver a estudiarlos uno por uno y después de haber mirado su
fisonomía, dirigir la mirada a las lágrimas que ponen en ella el sello de la
fuerza.
David,
en su ascenso al Monte de los Olivos, llora, descalzo y con la cabeza cubierta.
¡Descalzo!
¡Al polvo toca el polvo! La cabeza está cubierta: la faz que representa el
orgullo, la faz, distintivo del hombre, su característica, su signo, la faz
está oculta y llora. En él se acumulan las circunstancias de la oración. La
victoria no estaba lejos.
La
historia de Tobías está tan llena de lágrimas que se la creería ensangrentada.
Todo es desgarrador. Todo el mundo llora, todo el mundo desea.
Si los
hechos que preparan el desenlace están ensangrentados por el dolor, el desenlace
mismo estará iluminado por los fuegos cruzados de mil alegrías reunidas.
Luz de
los ojos, devuelta a Tobías; luz profética otorgada a Tobías.
Soberbia evidencia de un ángel de luz que se oculta para servir y que aparece
para dar gloria, que aparece en el momento de su desaparición, y que sólo
muestra sus alas en el momento en que las despliega para echar a volar.
El
desenlace de Tobías podría llamarse la Fiesta de la Luz.
Es el
abrazo de las llamas, y como si el horizonte se incendiara, el porvenir, oculto
más allá, se abre ante Tobías.