I
EL ESPIRITU DE DIOS
Et Spiritus Dei ferebatur super aguas.
(Gen.,
cap. I, 2).
Y el
Espíritu de Dios era llevado sobre las aguas.
En el
comienzo, el Espíritu de Dios era llevado sobre las aguas.
Las
palabras de la Escritura despiertan ecos prolongados.
Prosigo:
Las
tinieblas cubrían la faz del abismo y el Espíritu de Dios era llevado sobre las
aguas. Dios dice en otra parte de la Escritura: sondeó el abismo y el
corazón del hombre. Con esto quiere decir y mostrar que nada escapa a las
miradas del Todopoderoso: cita el abismo y el corazón del hombre, como si
fueran los que buscasen esconderse, si algo pudiera esconderse. El abismo y el
corazón del hombre son hermanos igualmente cubiertos por las alas de las
tinieblas. La unión de sus nombres parece indicarnos una unión de misterio,
cierta paridad que los une bajo las alas de la sombra. El abismo está escondido
al igual que el corazón humano. El corazón humano está escondido al igual que
el abismo. El secreto de uno parece simbolizado por el secreto del otro.
Hay
tinieblas sobre la faz del abismo y hay tinieblas sobre el corazón humano.
Y el
Espíritu de Dios es llevado sobre las aguas.
Hay
aguas que salen del corazón por una ventana. Son lágrimas que caen de los ojos.
Hay en
la Escritura cierto número de cosas que están íntimamente unidas y cuya unión
reveladora desgarra, como un relámpago, las tinieblas de este mundo. "In
caliginoso loco", en el lugar caliginoso, necesitamos todos los
auxilios, y los escapes de la luz son tan preciosos, que es necesario que
ninguno de ellos, si es posible, se pierda. Entre estas uniones reveladoras
que nos ofrecen los textos sagrados, se debe incluir la unión de la oración y
de las lágrimas. Las lágrimas son algo desconocido que tienen como
característica el triunfar siempre. Ante las lágrimas, la fuerza se asombra y
se doblega. Las lágrimas se cuentan entre las mejores armas que Dios da al
hombre cuando quiere que el hombre triunfe sobre El. Pues la gloria de Dios
consiste en ceder a la oración del hombre. Las oraciones y las lágrimas son los
instrumentos de combate que pone en nuestras manos, pues es El quien nos las
da, es El quien nos prepara y nos arma para el combate que nos ordena librarle.
La lucha de Jacob y del Ángel es el drama sublime de la Oración. La lucha de
Moisés y de Dios continúa el mismo drama.
En
fin, por boca del Ezequiel, Dios nos dice que buscó un hombre que estuviera
de pie, frente a El, al favor de la tierra...
Para
tal combate se necesitan armas, y sólo Aquel que invita a la lucha puede
darlas. ¡Que nuestra inmensa debilidad acuda en nuestro auxilio! ¡Que la
oración y las lágrimas, signos de la debilidad, sean nuestra fuerza y nuestro
poder!
Santa Rosa de Lima decía que las lágrimas son de Dios, y que quien quiera
que las vierta sin pensar en El, se las roba.
La
santidad de las lágrimas resplandece en estas palabras. Las lágrimas han sido
profanadas; fueron despojadas de su esplendor y de su pureza; pero siguen siendo
lo que fueron en un principio, siguen siendo una posesión divina, algo así como
la reserva de Dios, el anatema.
Muchos
actos humanos implican trabajos. Las lágrimas constituyen cierto reposo. La
Oración, la Contemplación, encuentran en las lágrimas su Sábado. Parecen llevar
a Dios lo que tocan, cuando son santas. Despojan de ciertas cosas; revisten de
otras. Calman, refrescan, embellecen. Son las perlas del mar, las preciosas
perlas.
Casi
todos los actos humanos se asemejan a los trabajos de los seis días. Las lágrimas
se asemejan al reposo del séptimo.
Tienen
apaciguamientos, bellezas, recogimientos, silencios. Dicen secretos que la
palabra no puede decir.
Pueden
ser dichas, al referirse a los hombres, pero no les pertenecen.
El
Espíritu de Dios las reivindica, y, en lo que tienen de sublime, dependen de
El.
De
esta manera las lágrimas preceden a las grandes manifestaciones del poder. Las
lágrimas, que indican debilidad, y que aparecen, a los ojos de los hombres
corrientes, como debilidades, las lágrimas por las que enrojecen los hombres,
en el orden divino preceden a las manifestaciones de la fuerza y las solicitan.
En
el orden divino, las lágrimas son un acto. En el orden humano, muchos se
ocultan para llorar. Hay hombres sobre la tierra que consideran la lágrimas
como indignas de ellos. ¡No saben que ellos son indignos de las lágrimas!
Creen
que las lágrimas son buenas para las mujeres, y esta palabra en sus labios es
un término despreciable. Abandonan las lágrimas a aquellas que creen demasiado
débiles para obrar.
Ahora
bien, las lágrimas constituyen actos.
He
aquí la gran Verdad; he aquí la augusta Verdad. El lenguaje católico tiene esplendores
olvidados.
Ocurrió
a estos esplendores el mismo accidente que a los astros del cielo: assiduitate viluerunt. Si quisiera traducir las
palabras latinas por un verso francés, diría tal vez:
Ils se font oublier en se montrant toujours[1].
El
lenguaje católico nombra el acto de Fe, el acto de Esperanza, el acto de
Caridad, el acto de Contrición.
A
los ojos de los hombres del mundo, la Fe y la Esperanza son el consuelo de los
débiles. La Caridad es una palabra que, para el espíritu del mundo, implica
cierta lástima desdeñosa, y Contrición quiere decir: quebranto.
¿No
inspira acaso el quebranto la misma especie de desprecio que la impotencia?
Sin
embargo la Fe, la Esperanza, la Caridad, la Contrición son en verdad actos, actos
intensos. Son actos de fuerza, son actos por excelencia.
Creer
es un acto; esperar es un acto; amar es un acto. El quebranto es un acto.
Estas
cosas que, para los ojos cerrados del mundo, representan desfallecimientos,
significan y son en realidad, acciones, fuerzas, potencias.
La
Contrición se encuentra respecto a las lágrimas en una especial relación que
debe aquí atraer sobre ellas toda nuestra atención.
Un
hombre quebrantado, para el lenguaje del mundo es un hombre que no es capaz de
nada. Un hombre contrito, para el lenguaje de la Verdad, es aquel que realiza
el acto supremo, el acto de violencia.
Es
aquel que obtiene el reino de los cielos.
Sansón estaba prisionero en la ciudad
de Gaza; y los Filisteos vigilaban sus puertas. Se creían seguros de su presa,
poseían a su enemigo. Pero Sansón, levantándose en mitad de la noche,
puso sobre sus hombros las puertas de su prisión y las llevó a la montaña.
He
aquí el acto de fuerza realizado por el hombre de la fuerza.
Veamos
ahora lo que hace el hombre quebrantado, el hombre contrito:
Se
levanta en mitad de la noche; sus enemigos lo rodean. Las cosas propias de la
muerte y las del infierno rodean su morada y creen cercada. Pero he aquí la
contrición; he aquí las lágrimas. Las puertas de la prisión donde gime no sólo
se abren; las lleva a la montaña que riega con lágrimas de sus ojos. Las cosas
que hacen correr su llanto lo acompañan a la Altura. Vive, en lo Alto, en
compañía de su arrepentimiento; lo transporta esto a la Región sublime que tal
vez sin él, no hubiera jamás conocido.
Así
el agua de la Contrición, en la que muchos ven una debilidad, obra como el
héroe hebreo: Lleva a la montaña las puertas de la prisión.
El error
y el hábito han envilecido las cosas y las palabras.
Hay
algo bajo en la manera de considerar a todas las majestades que les quitan su
esplendor.
La
majestad de las lágrimas no fué más respetada que las otras.
Sufrió
el ultraje del error, y el ultraje del hábito.
El
ultraje del error es un ultraje que desconoce. El ultraje del hábito es un
ultraje que rebaja.
El
hábito mella todas las espadas. Extingue sus resplandores, enfría sus filos.
El
hábito de hablar sin energía de lo fuerte, da a lo fuerte apariencias de debilidad.
Es
hora de vengar las lágrimas.
Dadme
un punto de apoyo, decía Arquímedes, y levantaré el mundo.
¿Cuándo
llevaré a la montaña las puertas de mi prisión?
[1] Se hacen olvidar exhibiéndose siempre.