jueves, 18 de julio de 2013

El Misterio de la Iglesia, por el P. Humbert Clérissac. Cap. I

I

LA IGLESIA EN EL PENSAMIENTO DE DIOS

La idea en que Dios ve y ama a la Iglesia, es su Hijo.

§ "In ipso benedicentur omnes gentes"[1]. [En Él serán bendecidas todas las naciones]. Esta bendición es bendición antes de Abraham y de Adán. La mirada eterna que establece las complacencias del Padre en el Hijo, ve en Él la cabeza de un inmenso cuerpo y descansa también sobre la Iglesia, que es ese cuerpo.

§ Ya en el siglo II, Hermas representaba a la Iglesia con la figura de una anciana, y lo explicaba de este modo: "Fué fundada antes que todas las cosas, y el mundo ha sido creado para ella"[2].

Primero: la Iglesia tiene ese lugar en el pensamiento divino, porque participa, de un modo más íntimo y más amplio que la creación natural, de la perfección del Hijo en quien Dios se contempla.
El Elijo es el Pensamiento y la Razón viva de Dios, en quien resplandece, no precisamente la multitud dispersa de los ejemplares de los seres, sino su orden, es decir, las perfecciones y los fines de todos ellos, armonizados según un único designio: "In ipso constant"[3]. [Todas las cosas subsisten en Él.] ¿Y quién representa mejor que la Iglesia la perfección de ese orden?
El Hijo aspira el Amor que hace la unidad de las divinas Personas, "Verbum spirans amorem"[4]. [El Verbo de quien procede el Amor]: ¿y quién más que la Iglesia representa amor y unidad?
Ella arraiga, por así decirlo, en las mayores profundidades del ser divino. Antes de nacer del costado abierto del Señor en la Cruz, la iglesia estaba eternamente concebida en el Verbo.


Segundo: la Iglesia es el objeto adecuado al decreto eterno que decide la Encarnación. Ese decreto hace del Hijo el verdadero jefe de la raza humana, sustituto y fiador para todos a la vez, como para cada uno en particular, y tanto para el bien como para el mal. Si el Hijo de Dios entra de un modo tan real en nuestras filas, Caro factum est, es para rendir al Padre todo el homenaje de satisfacción y todo el homenaje de latría, de que la raza deudora era incapaz; para asumir el pecado de la raza y todos los pecados individuales que resulten de aquél: ha de expiarlos con la plenitud total e infinita de su Sacrificio. Al mismo tiempo resumirá en solo Él toda religión y toda santidad; Él, solo, dispondrá de todos los instrumentos de nuestras buenas obras; Él, solo, dará validez y autenticidad a los méritos y a las virtudes. El será todo en todos, y todos serán en Él.
Cuando al revestirse de su nueva condición, habitu inventus ut homo[5], se inclina en un gran acto de obediencia, hace esa reverencia magnífica a su Padre, en calidad de Jefe de la raza —porque su obediencia se opone manifiestamente a la desobediencia del jefe primitivo—: "Sicut per inobedientiam unius..., ita et per unius obeditionem..."[6]. [Porque como por la desobediencia de un solo hombre muchos fueron hechos pecadores; así también serán muchos hechos justos por la obediencia de uno solo.] Ya todos son en Él y Él es todo en todos.

Tercero: Dios contemplaba en la humanidad de su Verbo el tipo de mayor perfección posible de la raza humana: ahí la realización y el ejemplar ideal se confunden. Pero un ser que agota la medida de perfección de su especie y en quien se cumple todo su fin, debe ser el jefe de esa especie. Necesariamente, una tal superioridad reúne todo en sí misma, no sólo por atracción y seducción, sino por derecho. Así Jesucristo, porque a los ojos del Padre es el más bello de los seres humanos, integra en Sí toda la humanidad. Su realeza es, en el sentido más eficaz, su Belleza; y su Reino es la Iglesia. "Specie tua et pulchritudine tua, intende, prospere procede, et regna"[7]. [Con tu belleza y tu hermosura enristra, marcha con prosperidad y reina.]

Cuarto: El interés mismo de la Revelación que Dios quería hacernos de su Verdad, por su Verbo, llamaba a la Iglesia y la colocaba en primer término dentro del plan divino.
"La Revelación, carisma social, es anterior a la fe personal y al padecimiento místico: los condiciona y los regula como hace todo factor de orden general con los individuos dependientes de su acción. De ahí que no sea en la estrecha experiencia íntima y personal del Profeta que Dios se apoya para revelarnos lo que Él es, sino en su facultad de emitir afirmaciones absolutas, transmisibles, reguladoras de los otros espíritus." Los elementos del sentido común son así transformados en vehículo de la verdad sobrenatural; "comportan un género de verdad que crea un vínculo estable entre los hombres, porque cualquiera sea el valor de los términos empleados, su sentido es absoluto y definitivo"[8].
Esta observación profunda puede aprovecharnos para demostrar, por la Iglesia, el valor real y absoluto de las fórmulas dogmáticas y, por el dogma, la necesidad de la Iglesia.
Pone también de manifiesto la pobreza de la intuición sensitivista que sólo percibe a Dios como centro de expansión de los fenómenos interiores, y que de ese brotamiento místico hace la única causa y la única regla de la Religión. El misterio de la Iglesia es más humano y más luminoso; podría decirse simplemente: es más limpio.

§ Vana cosa es preguntar si la Iglesia hubiera existido sin el pecado, aún cuando una de sus hermosas figuras esté tomada de Eva en pleno estado de justicia y antes de la caída. Pero, más vano aún es pretender que la perfección misma del estado de justicia original exigía que no hubiese Iglesia bajo ninguna otra forma —según parece hacerlo Dante[9] cuando describe el ejercicio del libre albedrío individual en el Paraíso terrestre, como la única función de Sacerdocio y de Imperio.
Por el contrario, la estrecha dependencia que vinculaba a la raza humana con Adán, su jefe, en materia de vida sobrenatural y de pecado, ¿no nos sugiere que en el estado de justicia hubiera habido una jerarquía espiritual, tanto como familiar y social?

§ El Antiguo Testamento nos da completa certidumbre sobre el pensamiento de Dios al poner de relieve el carácter eclesiástico del Mesías esperado. Ahí el Mesías aparece, esencialmente, como Sacerdote-Rey.

§ La mayor parte de las profecías de Isaías sobre el Siervo de Dios, se aplican tanto a la Iglesia como a la persona del Mesías. Eso ya es una especie de "comunicación de idiomas"[10] entre la Iglesia y Cristo.

§ Y más aún: en los profetas, la Iglesia toma expresamente nombre y calidad de esposa:

Y te desposaré conmigo en justicia, y juicio,
y en misericordia y en clemencia.. [Oseas, II, 19].
No temas, pues no serás confundida...
Porque tu Esposo es tu Creador [Isaías, LIV].

Notad la misma idea en las divinas adjuraciones de los capítulos II y III de Jeremías.
La misma imagen es llevada hasta el más vivo realismo, en el terrible capítulo XVI de Ezequiel.

§ No debe sorprendernos que, a lo largo de la historia de la Revelación, el modo preferido de las intervenciones divinas sea, no solamente la promesa, sino el pacto y la alianza. Así Dios se obliga sucesivamente con Adán, con Noé, con Abraham, con Moisés, con David, con los Profetas. Extraña necesidad de vincularse, en nuestro Dios, y que no explica completamente la necesidad de fijar al mismo tiempo la voluntad versátil del hombre. ¿No será, más bien, que en todas las gestiones divinas hacia la Humanidad, más que un anticipo de amistad, hay una verdadera intención nupcial? Desde el principio, el Reino de Dios es semejante "a un Rey que prepara nupcias a su Hijo", a su Hijo el Verbo, y a su hijo adoptivo el hombre. La Iglesia del Antiguo Testamento es tratada por Él como esposa. Con razón la Paráfrasis del Targum ve toda la raza elegida, toda la Iglesia, en la Esposa del Cántico.
"Et Spiritus, et Sponsa dicunt: Veni, Veni, Domine Jesu"[11]. [Y el espíritu y la Esposa dicen: Ven. Ven, Señor Jesús.]

§ Exclusivismo y universalidad. He ahí los caracteres de la Iglesia del Antiguo Testamento (y que serán mantenidos, con un sentido concluyente, en la Iglesia del Nuevo).
Exclusivismo en el presente, pero futura universalidad.
Exclusivismo por parte de Dios, que guarda en Israel sus manifestaciones y sus promesas, y pone un cerco a su pueblo, y pone en su carne el sello de su alianza. Exclusivismo por parte de Israel que se apropia de un Dios cuya trascendencia no ignora y mira a todos los pueblos con un desprecio más noble y más altivo que el de los griegos y romanos hacia los pueblos bárbaros.
Universalidad muy inteligente y muy humana, si se puede hablar así, por parte de Dios y de Israel: pues el Decálogo no invoca una conciencia local, sino la conciencia de todos los hombres; y la Jerusalén de los tiempos mesiánicos es la visión de una patria principalmente espiritual, la patria de las almas. Si los profetas hablan y luchan es para que el Reino de Dios, que ante todo está en los corazones y abarca todos los pueblos, pase a primer término.
Ese exclusivismo y esa universalidad vendrán después a consumarse en la Unidad católica, que es para siempre, y cabalmente, el carácter de la Obra del Señor Jesús.



[1] Cf. Gen., XXII, 18; Galat., III, 8.

[2] El Pastor. Vis. II, Cap. IV.

[3] Col. I, 17.

[4] S. Tomás, Summa theol. I q. XLIII, a. 5 ad 2.

[5] "Hecho a la semejanza de hombres, y hallado en la condición como hombre." Filip., II, 7.

[6] Rom., V, 19.

[7] Sal. XLIV, 5.

[8] R. P. Gardeil, Le Donné Révélé el la Theologie, Cap. II, La Revelation.

[9] Purg., XXVII. Io te sopra te corono e mitrio...

[10] Nota del trad. “A causa de la unidad de la Persona que subsiste en dos naturalezas, se atribuye al hombre en Cristo lo que es de Dios: Este hombre es Dios, este hombre es el Todopoderoso, y a Dios lo que es del hombre: Dios es hombre, Dios ha nacido, Dios ha sufrido, Dios ha muerto.
Esta atribución recíproca de las propiedades [en griego: idiomata es designada por los teólogos comunicación de idiomas." R. P. Hugon, Le Mystére de l'Incarnation, pág. 192.

[11] Apoc., XXII, 17-20.